martes, 18 de septiembre de 2012

Diarios conileños (III)

Conil de la Frontera


Una mujer dormida
lanzó el mar en la arena esta mañana,
una mujer creada por ti bajo las olas
ya hace tiempo.
No se parece a nadie, sólo a ella.
¿Quién es? El mar la mira.
Mudo está el mar. ¿Acaso
puede saber el mar lo que tú inventas?

Rafael Alberti


3 de agosto de 2012:

La playa de Conil es ancha e interminable; su cielo manchado de gaviotas se confunde con el azul del Atlántico, ambos separados por una línea recta, apenas perceptible para el ojo humano.

Caminas a buen paso por la orilla, estremeciéndote con cada sacudida de la marea sobre tus pies, respirando muy profundamente, como si quisieras retener para siempre en tus pulmones el olor limpio del mar. A lo lejos, muy lejos, recortado sobre el horizonte, se erige el misterioso Torreón.

El Torreón es una edificación abandonada en medio de la arena, en un lugar en que la playa termina para el turista común, en un paisaje al que no han llegado los hoteles ni los apartamentos, y que se halla colonizado por las dunas y los acantilados. No podrías definirlo con exactitud. Bien pudiera tratarse de las ruinas de una antigua fortaleza de la que se hubiera perdido todo, salvo una torre: esa explicación justificaría el hecho de que alrededor de ella no haya nada más que arena y cielo.

Tu loca imaginación de poeta, sin embargo, te susurra que, sin duda, ese Torreón fue la prisión de una princesa que envejeció esperando a un aguerrido caballero que la liberara.

De lejos, en el Torreón se distingue una ventana diminuta, por la que debía asomarse la Princesa cada anochecer. Tal vez aún, cuando brilla la luna llena y se refleja sobre la oscuridad insomne del Atlántico, una silueta fría, desvanecida en la distancia, vuelva a asomarse por aquella ventana.

Porque tú sabes que el aguerrido caballero nunca llegó: que la Princesa sucumbió al Tiempo y se deshizo como una hoja crujiente en el otoño, soñando con alguien que nunca la encontraría. Porque la mayoría de cuentos están equivocados, y los caballeros en realidad nunca lograron liberar a las princesas de sus respectivas prisiones, movidos por un sentimiento de amor infinito capaz de derrumbar montañas. Porque la eternidad no es válida para los amores correspondidos, suponiendo que estos en verdad existan.

No hay ningún camino que conduzca al Torreón. Se encuentra este posado sobre la arena, inmóvil y frágil, y a la vez desafiante ante el paso del tiempo, porque nadie se atreverá jamás a derruirlo. Igual que tú tampoco te atreverías a llegar hasta él y cruzar por su puerta, en busca del cadáver de la princesa marchita. Tal vez porque temas romper para siempre la leyenda.

Y así, el Torreón para ti nunca dejará de ser un límite: el punto máximo al que consigues llegar caminando por la playa. Porque si no te impusieras ningún límite, quizás seguirías caminando y caminando por la orilla hasta bordear la costa entera del universo, acariciada por la lengua salada del mar.

El misterioso hechizo del Torreón reside en que, por mucho que camines, siempre parece inmóvil en su lejanía, como fundido con la inalcanzable línea del horizonte.

1 comentario:

Óscar Sejas dijo...

¿Y si caminaras por la orilla hasta bordear la costa entera del universo aún así el Torreón seguiría siendo inalcanzable?

Quizás el Torreón no sea una meta o un fin o un límite, tal vez el Torreón sólo sirva para hacernos soñar que allí un día alguien esperaba, quizás todavía espere, quizás desde esa ventana todavía se pueda contemplar la inmensidad del océano. Quizás nadie haya llegado nunca pero quizás quién allí vive tampoco ha querido que nadie llegue. Los torreones siempre tienen una escalera de caracol y abajo hay una puerta para salir...¿alguna vez alguna de esas princesas intentó siquiera hacer el esfuerzo de tratar de abrir la puerta? A lo mejor esta siempre estuvo abierta.

Pero dejando a un lado las divagaciones, me encantó esa playa que describes, me encantó el paseo y ahora siento un poco mojados los pies. Ya ves, así de poderosas son las letras.

Abrazos.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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