jueves, 11 de julio de 2013

Antes del final

Conil de la Frontera, agosto de 2012



-Nadie conoció a Aire como yo –dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
-¿Aire? ¿Quién era Aire? –le pregunté.

Luis Cernuda, “El indolente”



A veces, algunas veces, vuelves, Aire, trotando entre los riscos apagados de mi playa. Todos se han ido, y sólo el sol contempla con benevolencia enmudecida tus idas y venidas, tus lengüetazos de espuma sobre la orilla. Después te sientas a pasear tu mirada por el crepúsculo.  Las hebras finas, como de oro, de tu cabello, dibujan paraísos suaves que se recortan sobre el horizonte.

No tienes frío, Aire. No tienes nada de lo que arrepentirte. No eres de verdad, y constituyes la verdad más límpida que he conocido. Me miras como siempre, con esa picardía inocente que parece invitarme a coger tu mano, a pasear contigo por entre las estrellas de la tarde que el firmamento se deja olvidadas en cada amanecer.

Quizá algún día, cuando la realidad se vuelva demasiado sucia y yo tenga miedo de apagarme, tome al fin tu mano, Aire, y me vuelva yo también un torbellino de carne y de cabellos rubios, invadida de luz, siendo más luz que el propio sol, trotando sobre los riscos amables de nuestra playa. Porque quiero caminar sobre la arena sintiendo el frío de la sombra sobre mis pies desnudos. Porque quiero saber que sigues vivo, en alguna parte, y quiero ser tú, trotar, soñar, hacerme sol. Olvidarme de las mezquindades del mundo.

El mar no te asesinó, Aire. Me lo dicen tus ojos rubios que sonríen a la tarde, muy tarde, cuando acariciados por el mar nos sentamos a devorar crepúsculos mientras hablamos en voz muy queda, casi en un susurro que la marea engulle sin piedad, haciéndolo invisible.

Voy a necesitarte, Aire. Voy a necesitarte otra vez, mucho.  

sábado, 22 de junio de 2013

A una sonrisa que pronto será un fósil


Pamela Courson y Jim Morrison



A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Alejandra Pizarnik



El escritor más cínico tenía el corazón cubierto de parches: he ahí el secreto de su cinismo. Pamela Courson era una mentira de ojos azules; Jim Morrison resultó mucho más inocente de lo que parecía.

Recuerdo aún el sabor de la sed: ese sabor que ascendía por la garganta desde un fondo de tiempos soñolientos en los que los seis años constituían el culmen.

Aspiramos a convertirnos en un recuerdo; no en un recuerdo cualquiera, sino en uno con manos y dientes, con rostro, afilado de sonrisas. Un paréntesis atemporal en la memoria de aquellos que no nos olvidan. Es la única forma de escapar de nuestro propio destierro.

Los recuerdos con lágrimas son los más codiciados, porque son más que recuerdos: constituyen una parte inalcanzable de nosotros mismos.

El verano no es más que un final edulcorado.

La ausencia huele a besos de niebla, sin labios, y tiene un fondo de pechos oprimidos.

Bésame hasta que no te queden primaveras en las encías.

miércoles, 12 de junio de 2013

El Escondite del Águila


"Jardín florido", Vincent Van Gogh

Qué silencio. ¿Es así
el mundo?... Cruza el cielo
desfilando paisajes,
risueño hacia lo lejos.

Tierra indolente. En vano
resplandece el destino.
Junto a las aguas quietas
sueño y pienso que vivo.

Mas el tiempo ya tasa
el poder de esta hora;
madura su medida,
escapa entre sus rosas.

Lus Cernuda




¿Dónde había sido asesinado aquel niño? Solo disponíamos de un vídeo  borroso, en el que se veía la frágil cabecita ahogándose en un remolino de agua. Nos desplazamos hasta su casa para tomar unas fotos de la bañera en la que supuestamente se había cometido el crimen. Después, volvimos al despacho y contrastamos concienzudamente las fotos con aquel vídeo escalofriante. Finalmente, un chico del equipo descubrió un diminuto agujero en el mármol, por detrás de la cabecita, en las imágenes grabadas. Un agujero que no habíamos visto al inspeccionar la bañera, y que no existía.

-Así que ese no fue el lugar del crimen –concluí- ¿Tenemos alguna otra idea?

Dos compañeros del equipo se miraron con cautela, interrogándose silenciosamente. El chico del descubrimiento fue quien habló:

-Tenemos que ir al Escondite del Águila. El origen de este caso se encuentra allí.

Dudé.  Es por todos sabido que en el Escondite del Águila habita un monstruo legendario y terrible, sin cabeza, que devora carne humana.

-Está bien –acepté, sin darme demasiado tiempo a pensarlo-. Debemos subir hasta la azotea para llegar a la trampilla de acceso, ¿verdad?
-No… La entrada es descendiendo por esas escaleras.

Mi compañero señaló unas escaleras de caracol que bajaban y bajaban, sin adivinarse el final. Me arrepentí de mi decisión en ese instante, pero ya era tarde para pensarlo mejor. Todos avanzaban en aquella única dirección, y me limité a seguirlos.




No recuerdo nada de aquel trayecto, pero me veo a mí misma, al final de las escaleras, maravillada ante el inmenso jardín que constituía el Escondite del Águila. Flores manchadas de sol y un azul sangrante sobre las comisuras del cielo.

Mis compañeros del equipo ya no estaban. En su lugar, me hallaba acompañada por mis padres y Paula, que lo miraba todo con cejas de alerta.

Fuimos caminando hasta llegar a un porche, cimbreado de rosas, en el cual esperaba pacientemente el Monstruo. Nada más verlo, supe que no podían ser ciertas las leyendas que lo concebían como un temible devorador de hombres. Por alguna razón, me enternecía la resignada ausencia de su cabeza, sus manos amarillas, aquella gabardina verde que le otorgaba un aire romántico y atormentado, decadentista y entrañable.

El Monstruo nos saludó amablemente y nos colocó a los cuatro debajo del porche, donde nos explicó que, desde aquel momento, éramos sus prisioneros, y podíamos caminar libremente por todo el jardín. Antes de que me pudiese dar cuenta, mis padres y Paula echaron a correr, como si se hubieran puesto de acuerdo, en dirección a las escaleras por las que habíamos bajado. Estuve a punto de seguirlos, pero el Monstruo me tomó delicadamente de un brazo, diciéndome:

-No te esfuerces: te alcanzaría.

Desde aquel día, fui prisionera del Monstruo en el jardín encantado. La convivencia resultó muy llevadera: descubrí en el Monstruo una personalidad generosa, dulce, benevolente, herida hasta las entrañas más profundas de soledad. Por las mañanas trabajábamos en el jardín, cortando las malas hierbas, recolectando frutos, hinchándonos de sol. A menudo nos acompañaba Clavelito Limón, una bondadosa señora rubia, que iba a todas partes con una larga bata amarilla, y que llevaba viviendo en aquel lugar casi tantos años como el propio Monstruo.

Por las tardes, el Monstruo y yo –y en ocasiones, también Clavelito Limón- nos sentábamos en torno a un fuego exquisito que perfumaba el cielo de fragancia a leña quemada. Una de esas tardes, el Monstruo me confesó que yo era la única amiga que había tenido en toda su vida. Yo creo que se había enamorado de mí.

Lo cierto es que acabé olvidando el motivo por el que un día decidiese entrar en el Escondite del Águila.

Pero todas las cosas que comienzan han de encontrar también su final. Y el final de mi vida en aquel jardín llegó cuando tuve una conversación abierta y sincera con el Monstruo, durante la cual le dije que echaba terriblemente de menos a mi familia. El Monstruo entonces decidió que había llegado la hora de concederme la libertad. Me despedí de Clavelito Limón, emocionada, y partí con el Monstruo hacia las escaleras que tiempo atrás me condujeran al jardín.

-Me he dado cuenta –dijo el Monstruo- de que Clavelito también ha sido mi amiga desde siempre, pero yo no la sabía valorar. Ahora que te vas, será mi única compañía…
-No digas eso, Monstruo –le pedí, con lágrimas en los ojos-. Yo volveré de vez en cuando a visitarte.
-Me encantaría… -musitó- Ten, llévate este mapa. Ha pasado mucho tiempo desde que llegaste aquí, pero allá afuera solo ha transcurrido una semana. Este mapa te mostrará donde se encuentran tus padres y Paula.
-Gracias, Monstruo –dije cogiendo el mapa.

Después, le estreché en un fuerte abrazo. Sería la última vez que podría contemplar su delicado cuerpo sin cabeza, envuelto en aquella vieja gabardina.

Y comencé a subir escalones, uno tras otro, en una marcha interminable. Cuando había perdido de vista al Monstruo y a su jardín, miré el mapa. Y vi que mis padres y Paula se hallaban inexplicablemente lejos, perdidos por el mundo, cada uno en un lugar distinto. Una congoja terrible se apoderó de mi ser.

-¿En solo una semana se han olvidado de mí?

Era posible. Igual que yo olvidé el misterioso motivo que me había conducido un día hasta el Escondite del Águila.


domingo, 2 de junio de 2013

Desde la Luna



Joan Miró, "Asteroide azul"


Quiero dormir el sueño de las manzanas,
alejarme del tumulto de los cementerios.
Quiero dormir el sueño de aquel niño
que quería cortarse el corazón en alta mar.

Federico García Lorca


Acurrucada en el mar más sombrío de la Luna, sola con el aire inexistente, consigues volver a evocar aquella antigua canción. Nada ha cambiado. Sigues siendo un trocito de pájaro envenenado, un cúmulo de miedos inconcretos que ni tú lograrías comprender. Igual que un río que termina desapareciendo.

Piensas que alguien se ha debido llevar el verano en sus ojos, y ni las playas de Cádiz lograrían recuperarlo. Y a ti, te queda el frío. Y un mareo suave que se extiende por tu cuerpo, ese cuerpo que ni siquiera es tuyo, que notas vacío, extraño, casi siniestro. Pero viajar… ¿a dónde? ¿Por qué?  

Viajar a la Luna y permanecer encerrada entre los barrotes de sus venas de diamante. Viajar dentro de un recuerdo. Lejos, acurrucada en el cuerpo que no es tuyo. Todos somos prisiones superpuestas.

La última imagen que pasa por tus labios antes de dejar caer los párpados, pesados cual sentencias, es una ciudad. Una ciudad que agita su cabellera de viento, en son de despedida.

domingo, 19 de mayo de 2013

Las adelfas




O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,
dieu trahi par le sort et privé de louanges,

o Satan, prends pitié de ma longue misère!

Charles Baudelaire, "Les fleurs du mal"



Hubo un tiempo en que todo lo sombrío, lo inquietante, lo pérfido; estaba representado por las adelfas.

Lo demás era luz.

Recuerdo aquel patio poblado de rosas, de geranios, de hortensias que se cuajaban de florecitas violáceas de cuatro pétalos, en miniatura –la hortensia es una flor caleidoscópica, múltiple y extraña. Una mesa redonda, de jardín, donde me sentaba a dibujar a mediodía, inmersa en aquel diminuto paraíso cercado por casas de vecinos y, más arriba, por un azul intenso desde el cual bajaban a visitarme las mariposas.  

Todo era suave y luminoso, susceptible de ser acariciado.

Menos aquellas dos adelfas. Alguien me había dicho que eran árboles venenosos.

“Si las tocas, y después te llevas las manos a la boca, te envenenarás”.

Igual que Blancanieves con la manzana de la Reina.

Yo miraba aquellas adelfas, presintiendo que representaban algo siniestro en mi tranquila y tierna existencia. Desde mi ingenuidad, las adelfas simbolizaban el Mal. Y procuraba no acercarme nunca demasiado, dejándome sobrecoger de lejos por sus estilizadas hojas, de un verde oscuro que resultaba sombríamente elegante. Y en primavera, les brotaban preciosas flores: rosas, las de una, y blancas las de la otra.

Nunca pude sentirme completamente tranquila. Mi mirada acababa, irremediablemente, posada sobre las adelfas. Y comprendí que en toda luz siempre existe una parte de oscuridad.




Érase una vez, en un lejano reino, una princesa que jamás había salido de su castillo. Cada día, paseaba por el jardín, hablando con las mariposas y los pájaros, dibujando caricias sobre las flores pálidas, dejándose envolver por el arrullo del sol. La Princesita solo conocía la bondad, y nadie le había hablado de la sombra. La única advertencia de sus padres era siempre la misma: “Que tus labios jamás toquen las flores de la adelfa, sus hojas ni su tallo. Que tus manos no se posen sobre ella”.

Hacía años, antes de que ella hubiese nacido, aquel jardín lo habitaba otra princesa terriblemente bella –hermana de su padre-, de ojos verdes, mejillas rosadas y piel de porcelana. Pero era tan bella como malvada y, para castigarla, un hada buena la transformó en adelfa y la condenó a no abandonar jamás el jardín. El verde de sus ojos se convirtió en pequeñas y elegantes hojas alargadas, invadidas por flores rosas –como lo fueran sus mejillas- y blancas –tan blancas como su antigua piel.

La adelfa era tan hermosa que muchos habitantes del castillo desoían los consejos del Hada y se acercaban para besar la radiante ligereza de sus hojas. A las pocas horas, fallecían irremediablemente.

El Rey nunca quiso cortar la adelfa, porque conocía su verdadera identidad. Aquella princesa mala había sido, a pesar de todo, su hermana. Cuando su hija, la pequeña princesita de labios de cereza, tuvo la edad suficiente para pasear sola por el jardín, el Rey se lo permitió bajo aquella única advertencia: no acercarse a la planta.

La Princesita no podía evitar pasear por el jardín sin sentirse intimidada por la siniestra presencia de la adelfa. Ella no conocía la historia detrás de aquella planta, y no comprendía por qué, siendo tan venenosa, su padre se negaba a cortarla. ¿Tal vez por su belleza? Pero la adelfa enturbiaba su sencilla felicidad, y un día germinóen su interior la idea de acabar con esa situación. Le habían advertido de que algo en sus hojas resultaba mortal, pero todos los que habían muerto, lo habían hecho por rozar sus labios con ellas. La Princesa pensó que, mientras eso no ocurriera, nada malo podría pasarle. Así que reunió todo su valor y se acercó a la planta. Llevó su temblorosa mano hasta una hoja, y la arrancó. En su ingenuidad, creyó que así la adelfa moriría.

De repente, de la hoja arrancada comenzó a brotar un líquido blanco, lechoso, que impregnó toda su mano. La niña sintió que se mareaba y, rápidamente, perdió la conciencia.


Muchos años después –nunca supo cuántos-, la Princesa despertó, lejos de su jardín. Tenía frío, y se encontraba sola y, por alguna razón, triste. Sin embargo, ya no sentía miedo. El jardín había desaparecido pero, con él, también la adelfa.

Se levantó y vio, junto a ella, un elegante espejo. Antes de preguntarse qué hacía allí aquel objeto, se acercó para contemplar su reflejo.

Entonces vio sus ojos verdes. Y comprendió que todo permanecía inamovible.


sábado, 11 de mayo de 2013

La sombra




“¡Conmuévete! Vacila como una columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio”. Pero los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que dimite.

Vicente Aleixandre



Entraste en aquella biblioteca, sin saber que él te esperaría sentado a una mesa, junto a la puerta. Sonreía con sorna. Las estanterías eran altas como edificios descastados del cielo, y una penumbra romántica se extendía artificiosamente sobre tu calavera.

Pronto, no había más que aquella mesa. Te sentaste en el suelo polvoriento, fundiéndose poco a poco tus huesos en él. Era mejor entonces la lúgubre biblioteca que un campo radiante perfumado de nomeolvides… Podías estornudar. Podías fundirte con el suelo. Podías invocar a todos los cielos de tu iris sin acabar sepultada por la primavera.


En otra biblioteca, el cartel de la entrada lo dejaba claro:

SE EXIGE PASAR ACOMPAÑADO

¿Por qué? Porque hay estanterías demasiado altas, cielos demasiado bajos y primaveras que se han convertido en asesinos a sueldo disecados por el frío. La soledad te extraería tanta sangre que incrementaría tu incapacidad de vomitar estrellas en un plato de nácar.

Elegiste a una mujer cualquiera como tu acompañante. No, no a cualquiera: ella no te conocía. Sí que afirmaba conocerte, de pasada, igual que se conocen las piedras y los pájaros que a veces se posan en la memoria. Realidades ahogadas por palabras. Y la elegiste a ella, porque ni siquiera te paraste a pensar. Solo recordabas una calle luminosa y tu sombra que acababa de salir del colegio.

Así que entraste acompañada. Pero a medida que ibas internándote en aquel espacio de penumbra incierta y largas estanterías susurrantes, la voz de la mujer se alejaba con displicencia, como los pájaros intermitentes que emigran del país del frío. Y te quedaste allí, recordando una mezquita que tenía la misma alfombra de entramados confusos sobre la que se paraban tus pies desnudos.

Y allí volvía a estar él: en una mesa, junto a la puerta.

Tu cuerpo se fue anestesiando con una calma infinita, de esferas vacías de reloj, arrancadas las agujas.

“Es oxígeno. Te vamos a poner oxígeno”.

No, no es oxígeno. Es que todas las bibliotecas son la misma, en realidad; y si no fuera por esa presencia, nunca descansarías. Jamás se fundiría tu vestido negro –no azul, ni blanco, sino negro- con el suelo, ni surgiría de las profundidades una voz sin tiempo que te diese la bienvenida a mayo.


domingo, 28 de abril de 2013

Waiting for the sun



"Las rosas sangrantes", Salvador Dalí, 1930


En sus ojos vacíos había dos relojes pequeños; uno marchaba en sentido contrario que el otro.

Luis Cernuda



Abril se desangra en vientos helados, en lluvias, en velos de tristeza. Variando aquel verso de Baudelaire: Voici l’hiver! –otra vez.

El mundo se niega aún a ingresar en un manicomio –o en un hospital psiquiátrico, como los llaman ahora-, a pesar de que, en su locura dirigida, ha cometido más homicidios que algunos de los más temidos presidiarios.

En cuanto al tiempo, mi fiel enemigo, de repente me sonríe y me guiña un ojo, como si quisiera hacerme partícipe de esta segunda oportunidad que me pone en bandeja de plata. Y yo, cobarde, como siempre, me atrevo solo a rozarla con la punta de los dedos, para que la Tierra no tiemble entera y me sacuda a mí en su estornudo final.

Y el tiempo sigue sonriendo, pero con una chispa de indulgencia en sus ojos cansados de relojes. Jamás se atrevería a sobreestimarme, porque no soy más que aire, ni siquiera viento. Y sólo nos presta las cosas; jamás nos las regala. Las oportunidades se marchan, como los días de sol y como las tristezas adolescentes.


¿… pero puedes recordar todo el tiempo que lloramos?


Lo sé, Jim, lo sé. Solo espero el sol; como tú, como todas las flores y como los barcos que sobreviven a las tempestades. Seré valiente, te lo prometo. Quiero vivir intensamente aunque no haya cumplido los veintisiete. Y después, quiero seguir viviendo. Tengo el valor suficiente para hacerlo.

Lo importante es que ahí fuera se den cuenta de que yo sé bailar. Quien no quiera mirarme, adelante, ¡que no me mire! Tengo que salir de aquí. Tengo que bailar un vals con los relojes y acabar dando la vuelta a los calendarios, y que las segundas oportunidades se conviertan en primeras. Tengo que lograr que la luz, la poca que queda en esta primavera muerta, no se marchite.

Si por lo menos amaneciera.

sábado, 20 de abril de 2013

Dentro


Casablanca (1942), de Michael Curtiz




Sí, ya recuerdo cómo empezaba: On a morning from a Bogart movie, in a country when they turn back time… Humphrey nunca fue guapo, ¿verdad? Pero tenía algo en la mirada que… Algo que parecía decir: “Volveré”.



Los acordes de piano son el exquisito prólogo a aquella historia en que la que la muchacha vestida de seda emerge desde detrás del sol para perderse por las calles imposibles de una ciudad en forma de acuarela. Tus pupilas son el lienzo. Todo ocurre allí, en el fondo de tus ojos. La noche se sucede tan rápido que apenas recuerdas fogonazos de luz que aceleran tu corazón y le arrancan fuegos artificiales (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN).

Es mejor perder el sentido de la orientación, o de la realidad. La realidad también tiene un fondo de acuarela. Al menos, la tuya. Igual que Peter Lorre, contemplas de lejos un crimen, perdida entre la multitud. Eres tú, disparando sobre una proyección de ti misma. Ríes amargamente, porque el arma ni siquiera estaba cargada.

Amanece y, como en la canción, te resistes a salir de allí, aunque sepas que deberías hacerlo. Los acordes de piano no durarán siempre: y los que suenan ahora componen el epílogo. Lo curioso es que son exactamente los mismos del prólogo, y eso te hace soñar con que todo vuelve a empezar de nuevo.

Bueno, ¿y por qué no? La vida puede ser como tú la pintes, dentro de tus pupilas. Una acuarela, un espejismo que dure para siempre. Tienes la íntima certeza de que no estás hecha para el mundo de ahí fuera: siempre olvidarás cómo vivirlo: condenada a sufrir o a causar sufrimiento. Dentro de ti, todo es perfecto. Una vida independiente a la de fuera, que siempre te acompaña aunque nadie más que tú pueda verla.

Tal vez, la acuarela seas tú, y no el mundo. Un personaje de drama en blanco y negro que se desvanece nada más anunciarse el final: un personaje ingobernable. El crimen es exactamente ese: asesinar a la realidad –por no haber sabido cómo manejarla- para viajar a tu propio mundo. Hay veces en que la realidad sangra -no consigues cambiar el final de la historia-, y es terriblemente fría, y entonces solo deseas suicidarte de sueños, y vivir allí dentro. Con los fogonazos (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN), las ciudades imposibles, los acordes interminables y un guión que te hace saber exactamente cómo actuar. Fuera, Al Stewart se ha callado para siempre, pero dentro, la canción se repite una y otra vez.

Nadie sabe lo que sucedió después: si Rick regresó al aeropuerto para esperar el avión que devolvería a Ilsa a Casablanca; y aunque no se vea en la película, existe una secuela en la que Escarlata O’Hara se marchó a buscar a Rhett Butler, porque sabía que era su amor verdadero. Y a pesar de que Humphrey jamás regrese, su mirada está cargada de ese aire grave y tierno que te permite decolorarte en blanco y negro para seguir soñando con un último beso, que dé a luz, otra vez, al primero. 



Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.

Alguna vez volveremos a ser.


Alejandra Pizarnik

jueves, 4 de abril de 2013

Pincel de tiempo (II)


Villafranca de los Barros, Badajoz


Serio retrato en la pared clarea
todavía. Nosotros divagamos.

Antonio Machado



I.

Encinares. El ronroneo suave del motor del coche y, de fondo, la torre del campanario, destacando sobre el delicioso conjunto de casitas bajas. Extremadura, extendiéndose fuerte, reseca, sangrienta de guitarras, ante tus ojos ilusionados.

Villafranca de los Barros. No había un lugar mejor. Eran los tiempos en los que todavía llorabas cuando, pasados los tres o cuatro días de rigor, tu familia decidía volver a Madrid. Los tiempos en los que dibujabas “Titas Mandis” en tus cuadernos –no eran más que monigotes con un garabato rizado a modo de pelo, que todavía no habían evolucionado lo suficiente para que las piernas no les salieran de la cabeza. La Carrera Chica y la Carrera Grande. Las procesiones y tu obsesión por “disfrazarte” de “capirucho” –nazareno. Los merengues del Falces, los pollos del Tito Manolo, Carrán y sus perros. Los gatos de Manuela. El cuadro antiquísimo del pasillo llamado “El barco fantasma”, que te estremecía y te fascinaba a partes iguales.

La última vez, casi volviste a llorar cuando os marchabais. Aunque hubieran pasado tantos años. Aunque la mitad de las cosas que hacían maravilloso el pueblo fuesen solo recuerdos.


II.

En el dormitorio que todos llaman “la sala” había antes un armario fuerte, de madera de roble, lleno de muñecas que fueron de mamá. Las cogías todas –junto con un Dartacán de tu cosecha y algún que otro nuevo invitado extra- y las sentabas en aquellas sillas de mimbre del pasillo. Después llevabas a tu hermanito, como si fuera un muñeco más, y le invitabas también a sentarse. Desde aquel momento, tú eras la profesora, y ellos, tus maravillados alumnos. Lo mejor era poner las notas…

No puedes evitar revivir estas imágenes mientras miras a tus alumnos de carne y hueso, que parecen tan pequeños, a pesar de ser mucho mayores de lo que eras tú en tus primeros días de profesora improvisada…


III.

En el salón de la casa del pueblo hay todavía un retrato que lleva allí desde que te alcanza la memoria. Una mujer joven, de mirada oscura y penetrante, y pelo espeso de ébano. Nunca te planteaste que fuera alguien de carne y hueso.

Recuerdas a tu abuela y siempre la recuerdas cantando, o riéndose. Sentándote sobre sus rodillas, con aquel vestido de cuadros azules y blancos que usaba para estar por casa, o su falda negra de lunares blancos.

Todos en tu familia, y fuera de ella, hablan de ella con adoración, con devoción, como si hubiera sido un hada en vez de una persona real. Tú solo recuerdas que la querías con locura, y piensas que ojalá te hubiera dado tiempo a conocerla mejor.

A los ocho años, cuando ella ya no estaba, descubriste la identidad de la mujer del cuadro del salón.

viernes, 22 de marzo de 2013

Nombres

Pablo Neruda y Albertina Rosa


“Pablo, perdóname, ya sé que no sirvo para nada. Ha sido sin querer.”

Releo estas palabras,  escritas con una caligrafía blanda y fluida, de trazos a veces separados y en otras ocasiones unidos, que no siguen una regla lógica, produciendo un conjunto que da la impresión de algo líquido e impulsivo. Dichas palabras van seguidas de una firma ininteligible en la que solo se distingue la “a” del final y, tal vez, con mucha imaginación, una “l” y una “i” previas. ¿Julia? ¿Celia?

Las palabras se encuentran en un papel diminuto y amarillento, de cuadros, como los que hay en los cuadernos. La autora no se molestó en quitarle el borde, lo que permite ver que se trata de una hoja arrancada de un pequeño bloc de notas. Está doblada a la mitad, oculta en la segunda página de un libro bastante antiguo. Es una interesante edición de 1974 titulada Cartas de amor de Pablo Neruda, publicada por Rodas, con introducción y epílogo de Sergio Fernández Larraín. El libro estuvo olvidado durante muchos años en una estantería, en casa de mis abuelos; hasta que hace muy poco, haciendo limpieza, cayó en mis manos.

Me dirijo a la página donde encontré la nota, con la esperanza de hallar alguna pista. Corresponde al título. Debajo, hay un nombre compuesto y una fecha, “verano del 75”. Conozco ese nombre: pertenece a una antigua novia del primer poseedor del libro. No es ni Celia ni Julia, ni nada que se le parezca. Tampoco se trata de la misma caligrafía: esta es de trazos más redondos y dulcificados. La tinta es azul, al contrario que la de la nota, que es negra.

Pablo y Celia. O Julia. O algo similar. He preguntado a mi familia por estos nombres, pero nadie parece recordarlos, ni siquiera el propio poseedor del libro. ¿No los recuerda, o no quiere hacerlo?



Me enfrasco en la lectura de las Cartas de amor. Están llenas de nombres en clave. Lombriz regalona. Lombriz zalamera. Niña de los secretos.  Mocosa mía. Rana, culebra, araña. Mi pequeña. Escarabajo. Mala pécora. Muñeca adorada. Pequeña canalla. Mocosa de los recuerdos. Mi chiquilla fea. Chiquilla bonita. Ratoncilla. Caracola. Abeja. Arabella. Amareza. Fea mía. Netocha. Mi Netocha de los recuerdos. Netocha, como la Netocha de Dostoievski.

Albertina Rosa es el nombre oculto detrás de todos ellos. Albertina Rosa, la inspiradora de los Veinte poemas de amor, la hermosa compañera de ojos tristes: el primer amor de Ricardo Neftalí, que también escondió su nombre bajo el de Pablo Neruda. Su compañera de francés en el Instituto Pedagógico, coprotagonista de un apasionado romance –muy epistolar- que se consumió en pocos años.

Después, Ricardo escondería mucho más que su nombre. A su primera esposa, María Antonieta Hagenaar, no le ocultaría a su amante, Delia del Carril, con la que se amaba delante de ella y de la hija de ambos, la pequeña Malva Marina, que sufría de hidrocefalia. Neruda no dudó en dejar abandonadas a su mujer y a su hija en España, al final de la Guerra Civil, para marcharse fuera con Delia. Pero a Delia, veinte años mayor que él, activa y alegre, sí le escondió sus secretos encuentros con Matilde Urrutia, a la que conoció viviendo ya en México, y desposado con Delia.

Fue amante de ambas mujeres hasta que, finalmente, abandonó a su esposa por Matilde. Y la dualidad sentimental se repitió una vez más, con la sobrina de Urrutia, una muchacha llamada Alicia. La doble relación de Neruda se mantuvo en secreto hasta la muerte del poeta.



Vuelvo a releer la nota. Pablo y Julia, o Celia. ¿Qué historia se esconderá detrás de esos nombres? Ambos podrían ser nombres en clave. O tal vez Celia, o Julia, solo estuviese escribiendo al recuerdo de Neruda, igual que yo a veces siento deseos de escribir a Cernuda, porque se me ocurre que él sí me comprendería.

Quién sabe. Me gustaría averiguar por qué la autora trata de disculparse, y a quién. Presiento que fue una historia profunda y tormentosa la que inspiró esa nota, y creo que algún día escribiré una novela para resucitar palabras que tal vez ocultan un amor furiosísimo, o quizá triste: un amor olvidado en el tiempo, vivo en el papel, como el de aquel Neruda de pocos años que escribía a Albertina…

Pequeña, ayer debes haber recibido un periódico, y en él un poema de la ausente (Tú eres la ausente). Te gustó, Pequeña? Te convences que te recuerdo? En cambio tú. En diez días, una carta. Yo, tendido en el pasto húmedo, en las tardes, pienso en tu boina gris, en tus ojos que amo, en ti. […] Qué harás a esta hora, mi dolorosa querida: te veo la cabecita mía alegre o enfurruñada, te recuerdo desde la frente hasta las uñitas del pie, todo, todo me hace falta hasta la angustia, como tú nunca, nunca podrás comprenderlo, vida mía. […] Te quiero mucho, siempre. A veces, hoy, me da una angustia de que no estés conmigo. De que no puedas estar conmigo, siempre.

Largos besos de tu

Pablo

Septiembre 16. De noche.

sábado, 16 de marzo de 2013

Désarmer un silence




Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo? Deseaba un silencio perfecto. Por eso hablo.

Alejandra Pizarnik



I.

A veces escribir es vengarse del silencio a destiempo. En este caso, la poesía más bien sería un arma cargada de pasados.

II.

La historia nos ha demostrado que la literatura puede escandalizar, ofender, doler y ser responsable de un asesinato. La otra, la que solo acaricia, pasa desafortunadamente desapercibida.

La rabia es el antídoto más fuerte contra el silencio.

Escribo, luego existo.

III.

La contradicción en dos modalidades que, a su vez, se contradicen: tratar de demostrar que alguien no te importa y delatarte; decir “me importas” y ceder a las tentaciones del olvido.

Variación de un refrán popular: La indiferencia tiene las patas muy cortas.

IV.

Hay silencios enfermos de derrota, también los hay que son cómplices del orgullo. Todos ellos ocultan un abanico de miradas a escondidas en las esquinas del presente.

Los olvidos que no lo son sólo por su nombre jamás eligen voluntariamente el disfraz del silencio. Lo demás, no llegaría a ser algo distinto del recuerdo de un olvido.

V.

El silencio nunca será el prólogo de un final. Es necesario que estalle la tormenta para que una historia pueda haber sido una historia. La tormenta sería el verdadero crepúsculo.

Como en aquella canción, sigo esperando la lluvia de verano.

martes, 12 de marzo de 2013

Pincel de tiempo (I)


Septiembre de 2005




Adolescente fui en días idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo busco,
que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.

Luis Cernuda



I.

No importa los años que pasen: siempre arrastrarás tras de ti la sombra de aquella niña solitaria que dibujaba muñecas en los márgenes en blanco de los cuadernos, que adelantaba los deberes de clase en los recreos, que jugaba a pincharse el dedo con el portaminas imaginando que ello le haría caer en un sueño tan profundo como el de la Bella Durmiente.

Has crecido, sí. Te defiendes bien en sociedad –al menos, decentemente-, te mueves en varios círculos y cada vez dispones de menos tiempo para conversar con tu alma por medio de la poesía. Sin embargo, en ocasiones destellan fogonazos de épocas lejanas, de fines de semana solitarios, viendo llover por detrás del cristal. De princesas de boca de fresa, prisioneras en los poemas de Rubén Darío.

Esa persona también fuiste tú, y todavía bucea dentro de tu sangre, y se refleja en tus pupilas cuando algo en la realidad parece más fuerte que tú misma, y te desarma. Quienes te conocieron en esos años no se han olvidado, y mezclan aquella imagen con la otra nueva que pretendes consolidar, que no termina de echar raíces y a veces tiembla y se desdibuja, desmintiéndote.


II.

Ella te conoció cuando eras esa otra persona. Ella te vio crecer, evolucionar, abrirte al mundo y despertar a la realidad de la nieve que se deshace. La sentiste tan dentro que a veces olvidas que ya no esté, y te parece que su silencio es sólo uno más.

No puede ser real, te dices. La amistad, para ti, era ella. En el sentido más amplio y profundo de la palabra. Pero sí es real el cuchillo afilado de la indiferencia. Cualquier insulto, bronca, reproche, hubiera sido mejor que el hielo sombrío de su mirada.

La herida cicatrizará, pero jamás serás capaz, de nuevo, de sentir tan intensamente la amistad en alguien. De caminar junto a esa otra persona, deshaciendo la noche, compartiendo sueños mientras el mundo gira y, sin daros cuenta, os vais haciendo mayores.

Ahora empiezas a comprender que siempre faltaron lágrimas.


III.

Descubres unos poemas antiguos en archivos aún más antiguos. Los escribió tu otro yo en alguna tarde de tormenta, mirando por la ventana y soñando con un beso imposible.

Son poemas tan emocionados, tan ingenuos, que casi podrías volver a enamorarte del protagonista –y antagonista- de sus versos. No se corresponde con la persona de carne y hueso que ahora camina desgarbadamente sobre el asfalto del presente. Lo miras y te sorprende la falta de complicidad que os separa.

Hay un cristal. Al otro lado, está él.

Y sin embargo, aquel amor inconsciente y en cierto modo imaginario fue el faro que te guió lejos de la niña introvertida y solitaria que no se atrevía a hablar en público. Pero si aquel amor no tenía un destinatario real, significa que tú eres la única responsable de tu propia evolución.

martes, 26 de febrero de 2013

Dinosaurios


Roy Lichtenstein, "Reflections on girl"



¿Qué haré conmigo?
Porque a Ti te debo lo que soy
Pero no tengo mañana
Porque a Ti te...
La noche sufre.

Alejandra Pizarnik




“No olvides lo que ahora voy a decirte… Te quiero. Y siempre te querré, aunque nunca más pueda repetírtelo”.

Contempló sus ojos bonitos un instante, antes de que desapareciera. Su silueta desvanecida vistió de tonos ocres el invierno y se quedó a vivir allí para siempre.

Después llegó aquel dinosaurio. Paseaba su figura, más alta que los edificios, dejando a su paso firmamentos de muertes inconcretas. 

“Te amo. Como nunca podré amar a nadie. Tengo la impresión de que nuestros corazones se buscaban antes incluso de que tú supieras quién era yo”.

La libertad tomó la forma de una niña que buscaba sus ojos sangrantes por las calles de la ciudad. Herida de un silencio terrible. Hablaba el aire: murmuraba palabras de amor. Si hubiera sido viento, entonces…

Todo era verdad, todo cobraba la forma de un grito que ascendía por las paredes de la noche. Eran las palabras más sinceras que la desvanecida silueta jamás pronunciase. Si hubiera sido viento…

“No te olvides nunca. Porque cuando llegue el frío, solo podré recordar tu voz y tu mirada. Puede que, para entonces, yo llegue a no ser nada”.

Volvía la estación de las sonrisas descuidadas. De las nubes de fuego rodando por los peldaños del crepúsculo, de los amaneceres tristes. Los dinosaurios campaban a sus anchas por las praderas de deseos robados. Un dolor pesado y recalcitrante se extendía por todo el paisaje. Las luces se apagaban lentamente.

Pero nadie podría apagar sus últimas palabras.

domingo, 17 de febrero de 2013

Imperfecciones

Salvador Dalí, "Las tentaciones de San Antonio"

Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?

Alejandra Pizarnik




-Lorenzo, nunca pensé que volverías.

Anochecía. Ella le hablaba otra vez a su ausencia, que ocupaba de nuevo un espacio que no se había terminado de borrar.

El mar, el cielo rosa.

Las gaviotas.

Ninguno de aquellos elementos resultaba real. Ella comenzó a bailar en círculos consigo misma.

-Lorenzo, mírame.

Pero Lorenzo se había dejado el corazón por el camino, y se hallaba perdido en sus propias y amargas cavilaciones. La miraba, claro que la miraba. Pero continuaba sin verla.

Lorenzo era dulce, suave, desapasionado, lo mismo que una nube algodonosa flotando por el cielo de abril. Lorenzo llevaba en los ojos promesas apagadas de pacíficas mañanas y amores tranquilos, monótonos y entrañables.

Lorenzo era un pasado reciente, una historia inacabada, una parte de sí misma. Lorenzo no era real, y eso, más que nada, la hacía creer en su existencia, y en la necesidad de volver a encender todas aquellas promesas dormidas.



Levanté los ojos del libro. Yo podría ser la joven bailarina y empezar a soñar con los ojos suaves de Lorenzo. También podría convertirme en Lorenzo y seguir caminando por el mundo, perdido en mis melancolías y sin percatarme de las que yo mismo levantaba a mi paso. ¿Perseguir un imposible o erigirse una misma en imposible? O mejor aún: arrinconarlo todo en algún argumento de novela sin futuro. Dejar los personajes: herirse –o embriagarse- de realidad.

viernes, 8 de febrero de 2013

Decadencias de comienzos de siglo


Salvador Dalí, "La miel es más dulce que la sangre"


Y la vida, que adquiere
carácter panorámico,
inmensidad de instante también casi angustioso
-como de amanecer en campamento
o portal de belén-, la vida va espaciándose
otra vez bajo el cielo enrarecido
mientras que aceleramos.

Jaime Gil de Biedma



Me ha tocado vivir en un siglo decadente, en todos los sentidos. También en el musical. O debería decir: “sobre todo” en el musical. Si hubiera nacido en los sesenta, tendría a los Beatles, a Elvis y a los Doors; en los setenta, a The Police, Cat Stevens, Stevy Wonder, los Moody Blues… En los ochenta, hubiese vivido la gran movida madrileña.

No me puedo quejar. Al menos, me enorgullezco de haber existido en los noventa, donde aún se dejaban notar unos últimos coletazos de lucidez musical.

¿Y qué tenemos en el siglo XXI? Fabulosos vocalistas de la talla de Lady Gaga, Daddy Yankee, Pitbull, David Guetta, José de Rico, Danny Romero; dúos conmovedores como Wisin & Yandel, Kalee y el Dandee, Yandar & Yostin; bandas que pasarán a la historia -¿alguien lo duda de Tacabro? Sí; en años futuros podré afirmar que yo viví en la época del legendario Juan Magán, que “bailé por ahí” con sus éxitos del verano, esos que llevan títulos tan líricos como “No sigue modas” o “Ella se vuelve loca”. Y que se quite cualquier Bob Dylan vulgarote, ¡hombre!

Definitivamente, es para morirse de la pena. Y sin embargo, es la época que me ha tocado vivir. Es mi adolescencia, mi juventud inadaptada. Siempre me puedo seguir resistiendo desde mis barricadas de rock clásico, de flamenco, de cantautores; no he perdido mi personalidad musical por el camino. Pero tengo, muy a mi pesar, tantos recuerdos envueltos en esos mediocres éxitos de 2010, 2011, 2012. Y casi parece que, al escucharlos, pierden la mediocridad para dar paso a un torrente de imágenes a todo color, de rostros hoy difusos, de noches inolvidables, desteñidas por las luces absurdas de discoteca.

Me olvido a mí misma, y pienso. Pienso en aquel sueño en mitad del Mediterráneo, y en la forma que tenía mi estómago de encogerse cada vez que él me sacaba a bailar. Todavía no he conocido a nadie que tenga esa gracia bailando éxitos vulgares de discoteca. Sus ojos ambarinos se encendían mientras mantenía embelesados a todos aquellos adolescentes fácilmente impresionables. Y de entre todos ellos, me eligió a mí para bailar. Era un remix horrible de una canción antigua, que ha pasado a la historia discotequera como “Paparamericano”. No puedo pensar en él sin escuchar de fondo ese chunda-chunda. Y así, la historia de amor platónico en el Mediterráneo se colorea de tintes mediocres, con fecha de caducidad. Igual que la canción.

Son también las bandas sonoras de nuestras correrías nocturnas por Conil, de las madrugadas de playa y levante, y de caminar descalza por la arena a la vuelta, porque los tacones hacían demasiado daño, o tal vez porque la arena estaba fría y aquella era una de las sensaciones más maravillosas que puedo recordar. Nos burlábamos de esas letras, aunque después las bailáramos, y todo lo que hacíamos era “no seguir modas”. Allí aprendí a beber cerveza, a simular que bailaba, y a no agobiarme en medio de las mareas humanas que colonizaban aquel pub llamado “El Sitio”. Ese año, los ojos verdes tenían el color de una Heineken, por lo que aquellos otros, azul grisáceo, me parecieron extremadamente llamativos y elegantes, como si no estuvieran en su lugar. Lo recuerdo bien: sonaba un pegajoso éxito de reggaetón llamado “La despedida”, y él me dijo, reproduciendo la letra, “antes que te vayas, dame un beso”. Pasando por alto las evidentes incorrecciones sintácticas de la frase, he de decir que aquel beso no se pudo producir por ser yo quien soy, porque ni en las discotecas –ni en las de verano- pierdo mi vena idealista-romántica. Y un primer beso en esas condiciones supone un atentado contra cualquier tipo de romanticismo.

Al final su recuerdo se desvaneció en el tiempo y la distancia; apenas duró unas horas, y el resto fue obra de mi imaginación. Porque cuando una se queda sin historias, y sin protagonistas, tiene que inventarlos basándose, si es posible, en una mínima realidad. Y resulta más maravilloso pensar que era un vals lo que bailamos en medio del Mediterráneo, o que la llegada de aquellos ojos azul grisáceo se produjo en otro lugar, desvanecido de espejos y de suelos de mármol. Tal vez, ese sea el secreto para sobrevivir en el siglo que nos ha tocado: inventar todo lo que la realidad no puede ofrecernos, soñar para permanecer despiertos, hasta que alguien nos despierte de verdad. Después, solo quedan imágenes mezcladas con letras y músicas absurdas, gérmenes de poemas, irrealidades. Ninguna de aquellas historias fue una historia de amor, porque las verdaderas historias de amor suceden cuando ambos pueden llegar a sentirse fuera del mundo, y las bandas sonoras nunca son éxitos del verano.

Pero no puedo oír esos éxitos sin que una oleada de recuerdos acuda a mi mente. Quizá lo más verdadero que haya llegado a experimentar con ellos sea aquella antigua amistad marchita, cuajada de altibajos: la amistad más sincera que yo he podido sentir en toda mi vida. Al final, las cosas que se apagan lo hacen sin más, y no hay manera de volver a encenderlas. Y cuanto más fuerte ha sido algo, más vacío se queda el corazón. Pienso en las sesiones de maquillaje y peluquería, en los tacones, en las noches por Huertas, en los mojitos y en las confesiones, en las miradas cómplices que ponían fin a todos los períodos de silencio. En los regresos a casa, de madrugada, con el sabor agridulce de la amistad y de algo inexplicable e indeterminado que nunca terminaba de ocurrir. Como si cada vez que saliera, me dejara un trocito de ilusión por el camino.

Algo me lleva a presentir que, tal vez, aquella historia fue una más de las construidas por mi imaginación, que todos los sentimientos tuvieron un sentido único, y una vez más, fue necesario inventar una realidad a mi medida. Sin embargo, prefiero convencerme a mí misma de que no: de que fue verdadero. Aunque siempre, al recordarlo, suenen de fondo los horribles –y, paradójicamente, entrañables- éxitos del verano.

jueves, 31 de enero de 2013

Llegar al sol


"Amanecer", Salvador Dalí



Hay que continuar siempre. ¿No es ese tu secreto, Cadio? La sociedad es estúpida, pero el mundo es hermoso. Esas llamas, el sonido de las hojas en los vidrios de la ventana, el reflejo de la luz sobre las planchas del suelo: ¡qué maravilla! Todo ello existía, mas no sentía esa lenta caricia con la cual curan la más profunda herida del deseo. Tu presencia me dice que debe amarse la vida y el aire y la tierra divinos que la rodean. [...] No desdeñar lo natural: amar. Y si se ama, si se ama apasionadamente, nos olvidaremos de nosotros mismos. Entonces estaremos salvados.

Luis Cernuda




Después del naufragio, todo es oscuridad. Es entonces cuando comienzan a brillar algunas cosas, que son las cosas que siempre habían brillado, pero que el inmenso vendaval del miedo no te dejaba ver. Debajo del mar, no hay viento, solo una marea suave de recuerdos, y los restos tristes del naufragio.

Te sorprende tocar tu propio cuerpo. ¿Sigues aquí? Eso significa que no has naufragado del todo, que solo has perdido de vista la superficie. Miras a tu alrededor. Arriba hay una luz; incluso te parece distinguir el cielo. Pruebas a nadar, y sientes que los brazos y las piernas te responden. Mientras asciendes, piensas en que, tal vez, tu embarcación fuera demasiado frágil. En que tal vez fuese necesario naufragar para emerger del todo, a color, definiéndote en una realidad que a menudo adquiere matices de película en blanco y negro.

Cuando al fin asciendes a la superficie, el mundo es del color de las tormentas. Hay una playa al fondo, y esqueletos arquitectónicos de historias que el miedo ha dejado devastadas. Te tiendes sobre la arena, extenuada, y lloras al comprobar que las cosas que brillaban allá abajo siguen haciéndolo en la superficie, luminosas y nítidas, como soles antiguos sobre los que ahora se cierne una sombra de tristeza.

No importa que estén lejos; sabes que los alcanzarás. ¿Alcanzar el sol? Habrá quien te llame idealista, pero tú sabes que ese idealismo es precisamente el que te hará lograrlo. Construir una embarcación fuerte, llenarla de pasados y de futuros, y navegar con firmeza hacia el sol: ese es el objetivo. Y hacia una ciudad donde los sueños permanecen intactos.

Llevas esa estrella en el corazón. ¿El corazón? Sí, el corazón, el mismo que durante los instantes del naufragio dejaste de escuchar, porque tus oídos se hallaban taponados por el miedo a no saber quién eras, o quién querías ser. Ha sido necesario descender a los Infiernos, donde todo es silencio, para escuchar tu propia voz clamando por ser escuchada, y para escuchar también la voz del sol.

Lo importante es saber quién deseas ser, y tener absoluta conciencia de quién no deseas volver a ser. El bien es todo aquello que te acerca a esa meta, y que te hace salir de ti para darte a las personas que te quieren y a las que quieres, porque esta playa no está desierta, y tú no eres su única habitante.

El mal es abandonarte al miedo, destruir los sueños, no luchar por lo que coincide con tu idea de felicidad, huir, esconderte en ti misma y cerrar los ojos para no ver el exterior, y quedarte de brazos cruzados cuando la tempestad arrasa contra aquellos que se arriesgan a compartir sus sueños contigo. El mal es dejarte pisotear, asaetear tu dignidad, vender tu libertad por miedo a ser valiente y resignarte a que tu embarcación se desarme en aguas pantanosas por no atreverte a avanzar hacia otras. El mal es dudar cuando alguien trata de imponerte qué es la felicidad. La felicidad es distinta para cada persona, y la única verdadera es la propia. Perseguir tu felicidad, y la de aquellos a los que quieres, siempre que no hagas daño consciente a los demás, es la más blanca de las inocencias.

No quieres ser más la Bella Durmiente, ni detenerte para siempre en el País de las maravillas. Ya es hora extender las manos –y las alas-, de salir de ti y darte al mundo que te rodea, y luchar con todas las armas que la bondad ha depositado sobre la arena.

“Just what you want to be, you will be in the end”. Así dice la famosa canción de los Moody Blues, y piensas que nunca habías comprendido mejor la letra. Escuchar esa canción no volverá a ser lo mismo.

Ha llegado el momento de ponerse en pie, y de lanzarse de bruces al mundo. Sabes que todo ha cambiado, que al final solo puedes confiar en tu corazón, y ahuyentar lo demás. Y –doloroso, esperanzado- él te grita que luches por alcanzar el sol. 


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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título