viernes, 30 de noviembre de 2012

Let's dance


René Magritte, "Magie noire"



Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.

No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.

Luis Cernuda



Para despertar de un sueño, basta con emprender el vuelo o cerrar los ojos…

Cerré los ojos con fuerza  y conté hasta diez.

Al abrirlos, todo había desaparecido. Erik Satie devoraba el crepúsculo desde el tocadiscos del salón, y mis dedos volvieron a acariciar imaginariamente las teclas de aquel piano.

Era otra vez yo, bailando valses sobre el parquet cuando nadie me veía, con la sombra de mis diecisiete años posada sobre el hombro y el fantasma de un amor inexistente frente a mí, preguntándome si le concedía el siguiente baile.

Todo aquello cruzó por mis pupilas al abrir los ojos.

Desde la ventana de mi habitación, podía ver el madrileño hospital Doce de octubre, donde vine al mundo hace algo más de veintitrés años. Pensé que en esos veintitrés años he avanzado poco, si desde mi ventana puedo seguir contemplando mi lugar de origen. La realidad resulta tan paradójica. Tal vez, las cosas no cambien del todo, y la vida sea un solo verso interminable, como decía Gerardo Diego. Si el día de mi nacimiento hubiera podido mirar por la ventana de la habitación de aquel hospital, hubiese visto el solar vacío donde seis años más tarde se levantaría mi urbanización. La mirada es lo que cambia: no es igual sentir un estremecimiento al pasar en el autobús frente al Tanatorio Sur, que asomarse a la terraza de ese mismo tanatorio, con el alma hecha añicos, y ver pasar los autobuses.

¿Por qué no bailar otra vez? En realidad, nadie me mira: soy yo quien los contemplo a todos, y anoto sus gestos, dibujo sus facciones en un mapa imaginario que guardo en una media sonrisa intrigante, lejana. En otras ocasiones, paseo por el mundo como si me deslizara por el interior de una bola de cristal, de esas bolas que se compran como souvenir en cualquier ciudad europea, y lloro con lágrimas invisibles.

Invisibles… invisible. ¿Cuál es la verdadera respuesta? Resulta maravilloso sentirse mirada, contemplada, pensada, pero finalmente acaba siendo un reflejo, una ilusión. Podría bailar por todas las calles del mundo sin que nadie se detuviera para mirarme. Podría volar. Podría arrugar el universo como una bola de papel, y soplar, y alejarme de todo, hasta de mi conciencia. Y el universo se quedaría allí, pequeñito, abandonado en medio de la nada, con sus millones de almas ciegas buceando por los mares de la felicidad. Entonces nadie me recordaría, salvo mi propia sangre, esparcida sobre la tierra.

Es difícil mirar las sonrisas invisibles. Se confunden con las luces del día, y por la noche se desvanecen hasta perderse. Tampoco es que los invisibles resultemos muy atractivos; lo que nadie se imagina es que dentro de cada uno de nosotros hay un planeta en miniatura, inundado de mundos. Eso solo lo sabe el propio invisible.

Es difícil, incluso, que se detengan para leer estas palabras, o que las busquen, buscándome a mí en ellas. Tan difícil como que alguien me espíe mientras dibujo valses con los ojos cerrados.

No; nadie me mira. Bailemos…

domingo, 25 de noviembre de 2012

El sueño de una noche de verano


René Magritte



“Hay cosas conocidas y cosas desconocidas, y en medio están las puertas.”

Jim Morrison


Aquella noche no era la noche del último día sobre la Tierra. Madrid se disfrazaba de ciudad evanescente, brumosa de luceros escondidos y de esquinas solitarias. Sucedió en verano, como todos los sueños hermosos. Porque el otoño es la estación de la melancolía y el invierno sólo sirve para tiritar y para soñar otra vez con las luces de julio y agosto.

-¿Me consideras un amor imposible?

Ella lo miró, espantada.

-¡Qué directo! Yo… -tragó saliva-. Es mejor no abrir la Caja de Pandora. Lo que es imposible, será siempre imposible…
-Con tu ley de los amores imposibles, estás pasando por alto la posibilidad de que yo pudiera enamorarme de ti.
-¿Enamorarte tú de mí…? ¡No, ni se te ocurra! Eso sería terrible.

Sus palabras dieron lugar a unos segundos de silencio en los que él sonrió levemente, como vislumbrando el final de una historia que siempre había conocido.

-¿Y si ya lo estuviera?

Ella lo miró, sintiendo como, uno a uno, se rompían todos sus perfeccionados esquemas; calibrando su posición entre el presente y la invisible puerta desde la cual se vislumbraba el vacío de lo desconocido. Finalmente, guiada por fuerzas inconscientes, decidió cruzarla.

-Te respondería que yo también lo estoy…

Él volvió a sonreír, porque aquellas palabras no constituían en absoluto una revelación. Se acercó suavemente a ella y le dijo:

-¿Te atreverías a darme un beso?

La joven abrió mucho los ojos; parecía que se fuese a desmayar de un momento a otro. Al fin, consiguió articular una respuesta, que constituía en realidad otra pregunta:

-¿Y tú? ¿Te atreverías tú?

Él esperó unos segundos antes de responder:

-Claro…

Fue como saltar al vacío con los ojos vendados. Y el mundo entonces se resquebrajó en dos: lo que había sido antes de ese momento, y una historia nueva que empezaba justamente en aquel beso. Todas las Bellas Durmientes se despertaron, los versos de Salinas se volvieron realidad, y los maleficios de las brujas malvadas se desvanecieron de repente. La muchacha abrió los ojos dentro de aquel vacío, y se encontró a sí misma buceando en lo imposible, cuyas aguas eran de plata, dulces y aterciopeladas, y la envolvían en un abrazo cuajado de azules, de mares que no terminan y de finales felices. Aquella no era la noche del último día sobre la Tierra, pero hubiera podido serlo. 

Cuando se separaron, ella, aún con los ojos como platos, comenzó a acariciar con delicadeza el rostro de él, memorizando sus facciones, asegurándose de que podría recordarlas cuando despertase. Él, sin dejar de mirarla, dijo:

-Te he esperado toda la vida.

En el cielo infame de Madrid se encendieron las estrellas que nunca antes se habían vislumbrado. Y dentro de aquel sueño, ella soñó con no despertar jamás…

jueves, 22 de noviembre de 2012

La espera



Roy Lichtenstein


Como las nubes ceden luz
Como un amor dudando nace

Luis Cernuda



Tenía el cabello castaño, esponjoso, con suaves bucles derramándose sobre la frente. Una sonrisa bonita, grande e infantil; la nariz recta, aristocrática; los ojos negros y amables. Era algo así como el amigo de la amiga de una amiga. Lo curioso, sin embargo, es que tiempo después ella no podía recordar a su amiga original, y sí a aquel simpático muchacho, alto y delgaducho, que vestía con una camiseta gris de algodón y unos vaqueros, con el que estuvo hablando toda la noche.

Recordaba la luz de su mirada, que lo sumía en un aura de inocencia. Era bondad lo que transmitían aquellos ojos, y una nota de profundidad y calidez que muy pocos seres pueden conservar después de traspasar el umbral de la adolescencia. Parecía como si se conocieran desde siempre. Y eso que ella era la chica introvertida, poco carismática, torpe en cuanto a habilidades sociales; y él representaba todo lo contrario: no había nadie que no lo conociera, que no lo buscara. Sin embargo, durante esas horas solo tenía ojos para ella.

Recordaba sobre todo el final de la noche, cuando ambos, junto con la amiga de la que ya apenas se acordaba, se tumbaron sobre el césped húmedo, escuchando el coro de grillos que ponía un broche plateado al verano.

Hablaban de un viaje a quién sabe dónde: su amiga trataba de convencerla para que se uniera.

-¿Tú también vas? –le preguntó ella al chico, que en ese momento la miraba profundamente.

De repente, no existía ya la amiga. Tal vez se hubiera quedado dormida, o tal vez se marchase discretamente; el caso es que, de repente, se habían quedado los dos solos.

-¿Tú quieres que vaya?

Tenía una voz suave, transparente: una voz que acentuaba aún más su juventud.

-Claro…
-No… No me has entendido. Me refiero a si… si de verdad quieres que vaya.

Dicho esto, la besó brevemente en los labios. Fue un beso diminuto, dulcísimo. Ella sintió arder sus mejillas, compuso una sonrisa ruborizada y musitó:

-Sí; de verdad.

Entonces, él también sonrió con timidez, con exquisita inseguridad, y se apartó un mechón castaño de la frente.

-Iré.


Después, desapareció. No recordaba con qué excusa. Ella se quedó esperándolo en el jardín, pensando en su nombre que el tiempo le haría olvidar.

-No te preocupes; volverá –le dijo su amiga, divertida ante su solemne espera.

Pero lo cierto es que no volvió. Nunca volvió. Su recuerdo quedó enquistado para siempre en mitad de un confuso laberinto de veranos, noches, grillos, cabellos castaños y viajes a ninguna parte. Se confundía con la materia de la que están hechos los sueños.

Sin embargo, no había pasado tanto tiempo. Tal vez una noche, tal vez varios años. Qué podía importar… Ella no dejaría de esperarlo. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Canciones


Casablanca (1942)



Es la nueva canción,
y la vieja canción...
¡nuestra pobre canción!
¿Quién soy yo?...
Mi vida está en el aire dando vueltas.

León Felipe


Hay mundos que se esconden en una bola de cristal. A veces, me entretengo en agitar la mía, esa que siempre reposa sobre mi escritorio, al lado de la pantalla del ordenador. Tiene dentro el recuerdo de una ciudad. Y cuando la agito, vuelve la nieve, y yo estoy dentro.

Vuelve el frío y las noches prematuras. Los puentes de piedra. Los guantes, las horas de insomnio. Estabas muy sola en tu disfraz de sombra. Los pasados no nos persiguen, ¿o sí? Ayer me choqué súbitamente con uno y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Camino casi desvanecida en el aire, pensando que hay pasados que nunca volverán. Querer no sirve de nada. Las cosas se escapan irremediablemente, como pompas de jabón. Somos un suspiro: polvo en el viento. Siempre me ha emocionado esa canción. Kansas me recuerda a Simon y Garfunkel, a tiempos en los que se hacía música de verdad, tiempos no vividos pero sí intuidos, que parecen más míos que los años que me rodean.

Qué sería de la vida sin la música. Vivir no es más que resbalar por canciones encadenadas: cada momento y cada persona tienen su propia canción. Mi abuela cantando Ojos verdes –“¡como los tuyos!”- de Conchita Piquer, mientras hacía la comida. Los encinares del pueblo y aquella vieja sevillana de los Amigos de Gines: La vuelta del camino. Groenlandia y mi ilusión infantil cada vez que escuchaba el verso en el que el cantante decía que sería capaz de buscar a su amada por los anillos de Saturno. Al alba: la primera canción que me enamoró. Sábado a la noche me producía la euforia de sentirme rockera en el salón de mi casa –eran los únicos momentos en los que no quería ser princesa de cuento-. Toda mi vida he querido dedicarle a alguien Te doy una canción, la de Silvio Rodríguez, cuando mi padre pinchaba el vinilo después de cada cumpleaños, después de que los invitados se hubieran ido y él mirase el viejo tocadiscos con una copa en la mano y lágrimas en los ojos –es posible que también tropiece muy a menudo con los pasados-.

Mi madre siempre será aquellos versos de Goytisolo, cantados por Paco Ibáñez, que me dan esperanzas cuando toda la luz de la tierra parece haberse apagado: "tendrás amor, tendrás amigos"… Una vez encontré un tango de Gardel, titulado No te quiero más, que escuchó Luis Cernuda mucho antes que yo. Y cada vez que lo vuelvo a oír, le siento más cercano. Después llegó Jim Morrison, con su melena de adolescente rebelde, incitándome a perderme por los acordes alucinógenos de su Barco de cristal… “Antes de que caigas en la inconsciencia, permíteme darte otro beso”. La próxima vez que vuelva a Venecia, podré recordar aquel efímero y platónico amor y cobrará sentido la canción de Aznavour: Venecia sin ti. París, para mí, será el de La bohéme, y no aquel otro con el que me topé de bruces un verano, aquel tan inmenso y deshumanizado.

Pero la canción de amor por excelencia es Nights in White satin, de los Moody Blues, que me invita a derretirme caminando por las calles de una ciudad cuyas luces se difuminan a causa de las lágrimas, de la mano de la única persona que sepa interpretar esas luces y traducirlas al lenguaje de los sueños.

Cuando desaparece alguien, siempre me queda su canción. Las personas se refugian en canciones y las ciudades en bolas de cristal en las que nunca deja de nevar…


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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

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Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

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Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título