miércoles, 18 de abril de 2012

El viento sobre Penumbrosa (II)


Pincha aquí si no has leído la Primera Parte

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Al principio, pensé que la imaginación me jugaba una mala pasada, pero un segundo vistazo bastó para convencerme de que era real lo que estaba contemplando.

En la calmada superficie del agua, se podía apreciar el reflejo del Peñón, tan vívido que resultaba sobrenatural. Pero lo más escalofriante era que, ensartada en el afilado pico, se encontraba la figura de un hombre muerto, delgado, con la ropa y el cabello cubiertos de sangre y el rostro totalmente desfigurado a causa de tres enormes cortes que impedían apreciar sus facciones.

Esto solo se podía apreciar en el reflejo del agua. Porque en el Peñón del Sable no había ningún hombre muerto, ni siquiera rastro de sangre. Asustado, con el corazón en un puño, salí corriendo y no me detuve hasta llegar a la puerta de mi casa. Tres días tardó el viento en abandonar el pueblo y retirarse de nuevo a la playa.

Aquella fue la primera vez que vi el extraño reflejo del hombre muerto. Desde entonces, nunca desapareció. Con el tiempo, el miedo se me pasó, y frecuentemente bajaba para pasarme horas contemplándolo, pues ejercía sobre mí este fenómeno paranormal una fuerte e inexplicable fascinación. No era yo el único que podía verlo. En Penumbrosa existían cinco o seis personas capaces de hacerlo, y cuya descripción encajaba en todos los puntos con lo que yo veía. Olvido, la anciana hechicera que vivía junto al puerto, era una de esas personas, y fue ella quien propagó el rumor de que aquel hombre del reflejo debía ser el capitán del navío que naufragó en Penumbrosa hacía casi cincuenta años y que, traicionado por su tripulación, había acabado su vida en aquella roca afilada. Su versión fue la más aceptada por las gentes de Penumbrosa y, desde entonces, se convirtió en la explicación oficial aunque, tal vez por miedo, se eludía hablar del tema.

Azrael, el viejo pescador, tenía una opinión bien distinta. Me la comunicó un día, en una de esas ocasiones en las que bajaba a la cala para quedarme abstraído frente al reflejo del Peñón, no mucho antes de desatarse nuestro trágico final.

Inglés!- me gritó, mientras avanzaba hacia mí.

En el pueblo, siempre me han llamado así, el Inglés, por mis ojos verdes y el largo cabello rubio que solía recoger en una coleta. En realidad, heredé estas características físicas de mi abuelo paterno, que era sueco.

-¿Alguna vez te has preguntado por qué solo algunos somos capaces de verlo?- me dijo, sus grandes ojos ambarinos fijos en mí.

No respondí, y él tardó unos instantes en romper el repentino silencio, mordisqueando su pipa como el viejo lobo de mar que era.

-Sí, te lo has preguntado igual que yo- continuó -. Y te diré una cosa, esos del pueblo se equivocan. Todo lo achacan a los fantasmas, Inglés. ¿Pero acaso todos los fantasmas han de pertenecer al pasado?

Fueron sus últimas palabras antes de darse la vuelta y, sin despedirse, echar a andar hacia el pueblo.



Exactamente cinco años más tarde de aquel día en el que comenzó a soplar el viento sobre Penumbrosa, me hallaba yo en lo alto del acantilado, oteando el horizonte, que esa mañana volvía a estar cubierto por una niebla fina y traicionera. En un momento dado me pareció ver, en la confusa línea del horizonte, la oscura silueta de un navío avanzando hacia el puerto. Lo primero que se me pasó por la cabeza, inmerso como estaba en aquella aura de irrealidad, fue que se trataba del barco fantasma del que tanto se había oído hablar en los últimos años. Sin embargo, a medida que se iba acercando, pude apreciar la bandera negra que caracteriza a los buques piratas.

Corrí enseguida hacia el pueblo para dar la voz de alarma, pero eso no impidió que los piratas desembarcaran en el muelle poco más tarde. Mi aviso sirvió para que, con la mayor premura posible, algunas familias se encerraran en sus casas y otras trataran de escapar del pueblo a caballo. Mis padres y yo nos refugiamos en el sótano de la relojería, mientras de lejos comenzábamos a escuchar el jaleo que parecía haberse formado fuera. Teníamos la esperanza de que los piratas no pudieran encontrarnos allí.

En aldeas pesqueras como Penumbrosa, las gentes viven con el constante temor de la llegada de un barco pirata, pues por lo general carecen de armas y de hombres experimentados en la guerra. Por lo que habíamos oído antes de encerrarnos en el sótano, el navío que había llegado a nuestro pueblo pertenecía a la tripulación del Capitán Santiniebla, uno de los más sangrientos bucaneros de aquellas costas.

Mi familia no tuvo suerte, al igual que todas las que habían optado por quedarse en Penumbrosa. Los piratas consiguieron llegar a nuestro escondite y uno con un parche en el ojo, al que llamaban el Tuerto, me identificó como «el hijo del relojero, el perro que había dado la voz de alarma». Ni siquiera comprendo cómo pudo enterarse.

Mataron a mis padres de un sablazo y a mí me sujetaron entre dos hombres, mientras acababan de saquear la relojería. Después, me arrastraron hasta el barco y me llevaron frente al Capitán.

-Capitán, este es el perro que dio la voz de alarma- explicó el que me sujetaba -. He pensado que podría traerlo para divertirnos, en vez de matarle directamente.

-Vaya, vaya- susurró la rasposa voz de Santiniebla –Qué jovencito tan osado… y tan estúpido.

Los piratas prorrumpieron en sonoras carcajadas. Desafiante, como sólo puede estarlo aquel a quien han arrebatado todo salvo la propia vida, alcé la mirada para contemplar mejor al Capitán Santiniebla. Me encontré con un rostro feroz, casi inhumano. Tenía un poblado mostacho, negro como la pez, y las mejillas surcadas de cicatrices. Al cruzarse con mis ojos, los suyos bailaron unos instantes en oscuro fuego, antes de derribarme al suelo de una patada.

Todo lo que ocurrió a partir de entonces lo recuerdo sumido en un torbellino de irrealidad. Me torturaron, fustigándome con un látigo en la cara y el torso, arrancándome el pelo a tirones, haciéndome cortes con un cuchillo por todo el cuerpo. Me humillaron de todas las maneras posibles. Y al cabo de un rato, cerré los ojos para intentar ignorar el dolor…



Volví a la realidad mientras contemplaba mi reflejo en aquella pila de agua. Al verme así, lo comprendí todo. Las palabras de Azrael se repetían en mi cabeza: «¿Pero acaso todos los fantasmas han de pertenecer al pasado?» Era entonces cuando se me reveló el verdadero sentido de aquella pregunta.

Lo que mi reflejo mostraba era un rostro de facciones irreconocibles, a causa de los cortes que lo atravesaban, el cabello de un color indefinido chorreando sangre, que se extendía por toda la cara. Yo ya había visto esa misma imagen; la llevaba viendo desde hacía cinco años exactamente. La verdad se me antojó escalofriante. Y ya no me sorprendí cuando el Tuerto irrumpió en la bodega diciendo:

-¡Levanta, perro! El Capitán quiere que te llevemos al peñón que hay en la playa, ese que tiene forma de sable; dice que te está reservando un emocionante final.



Estoy frente al Peñón del Sable, sujeto por dos hombres. Santiniebla no ha necesitado decirme cómo será mi asesinato: soy capaz de predecirlo. A pesar de todo, ni siquiera tengo miedo, como si llevara esperando esto desde hace mucho. Extrañamente, el misterioso reflejo ya no se contempla en el agua. Y ahora, sólo puedo preguntarme si también se marchará el viento que llegó con él a Penumbrosa.


El viento sobre Penumbrosa (I)



Con El viento sobre Penumbrosa obtuve en 2010 el I Premio del VI Certamen Literario de Cadena SER Madrid Sur, "Una de piratas". Fue publicado ese mismo año en un volumen conjunto editado por SER Madrid Sur y Grupo Cefoim.

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-Maldito perro rabioso, ¡te arrancaremos la lengua!

La voz del Capitán Santiniebla era como el sonido de una lija sobre una tabla de madera, y contenía un leve matiz chirriante que cortaba la circulación.

-¡Ya has oído al Capitán, perro!- escupió el hombre al que llamaban el Tuerto, mareándome con su aliento agrio que apestaba a alcohol.

En aquellos momentos no podía ver nada: tenía los ojos fuertemente cerrados para tratar de soportar el dolor que se extendía por todo mi cuerpo. El Tuerto me sujetaba por detrás, y podía sentir el frío metal de su cuchillo apoyado sobre mi malograda garganta. Dejé de debatirme entre sus brazos y me detuve, intentando controlar la respiración. Después de todo, solo querían que me quedara quieto. Al cabo de un instante, pude escuchar las grotescas risas de aquellos hombres, y de nuevo la voz del Capitán que susurraba entre dientes:

-Parece que va entendiendo nuestro idioma; ya era hora… Como premio por haber sido razonable, vamos a dejarlo descansar: ya habrá tiempo de divertirnos más tarde… ¡¡Venga, llevadlo a la bodega!!

El Tuerto, con ayuda de alguien más, me arrastró unos metros y me dejó caer en el suelo de un empujón, cerrando una puerta tras de sí. Volvieron a escucharse risas, y poco a poco las voces se fueron alejando.

Pasados unos instantes, me atreví a abrir los ojos. El lugar donde me hallaba encerrado se encontraba en penumbra, iluminado solo por la débil luz de un candelabro que había apoyado en un barril, al fondo de la estancia. Avancé como pude hasta allí, tratando de ignorar la gravedad de mis heridas, y cogí el candelabro entre mis manos. Muy cerca, se hallaba una enorme pila de barro llena de agua, que probablemente fuera utilizada por la tripulación para lavarse. Acerqué el candelabro y me asomé al borde de la pila con la intención de echarme un poco de agua en la cara. Pero antes de hacerlo, algo me detuvo. Lo que allí vi me dejó paralizado, frío. Y entonces recordé.



Aquel extraño viento llegó al puerto de Penumbrosa cinco años antes que los piratas; súbitamente, sin anunciarse, y nunca más volvió a irse. Era un viento gélido y húmedo, y llevaba prendidas en sus átomos misteriosas voces susurrantes que hablaban de ausencias en un idioma desconocido. Algunas noches sin luna, el viento se adentraba en el pueblo y golpeaba las puertas y las ventanas desacompasadamente, dejando a su paso una inquietud creciente e incomprensible y un frío que se alojaba en el cuerpo y el corazón y permanecía allí quieto durante horas. Siempre que esto ocurría, mi madre atrancaba los ventanucos y corría las cortinas, como si el viento no fuera invisible y ella tuviera miedo de descubrir su terrible rostro velado acechando por detrás de los cristales. Y en verdad, había algo que inducía a pensar que estaba vivo, que no se trataba de un viento normal, de un mero fenómeno de la naturaleza.

Recuerdo el día exacto en el que comenzó a soplar el viento. Era una mañana de noviembre, posiblemente el mes en el que más pájaros mueren y más corazones se deshojan. Una niebla tenue se había apoderado de Penumbrosa, y ese día los pescadores no osaron salir a altamar, no tanto por el tiempo como por la misteriosa sensación de pánico que los embargaba. Los ancianos del pueblo aseguraron que aquellas confusas voces, dispersas entre las nubes, pertenecían a las ánimas de la tripulación de un antiguo navío que naufragó en las proximidades de Penumbrosa, hacía casi medio siglo.

Nunca he creído en las historias de fantasmas. Ni siquiera entonces, cuando no contaba más de dieciséis años. Por eso, aprovechando que mi padre no había abierto esa mañana la relojería, salí de casa y eché a andar hacia el acantilado. A medida que me acercaba, el viento soplaba con más fuerza, y las voces que llevaba prendidas susurraban a velocidad vertiginosa, incomprensible, escalofriante. Confieso que, en algún momento, me sentí tentado de abandonar mi aventura y volver a casa; pero una fuerza desconocida me conminó a seguir adelante. Penumbrosa estaba desierta, como si sus habitantes previeran una furiosa tormenta o la inminente llegada de un ejército enemigo.

Bajo la niebla, el acantilado tenía un aspecto fantasmagórico, y el viento parecía chillar, estremecerse violentamente en remolinos psicodélicos. Avanzando en dirección contraria a la que soplaba, fui bajando por el sendero pedregoso que conducía hasta la playa. Es la playa de Penumbrosa una playa compuesta de rocas escarpadas, con formas caprichosas que la fuerza de las olas ha ido esculpiendo a lo largo de millones de años. Justo por debajo del acantilado, existe una pequeña cala de aguas calmadas y transparentes, tanto que casi se asemeja más a una laguna. En el centro de la cala, a unos pocos metros de la orilla, sobresale del agua una extraña formación rocosa que se va estrechando hasta terminar en un afilado pico. La llaman el Peñón del Sable.

En aquel lugar, frente al Peñón, me hallaba yo precisamente; y me reconfortó comprobar que desde allí, protegido por el acantilado, el viento había perdido fuerza y las voces se escuchaban más lejanas. Algo me hizo acercarme y mirar al agua, y fue entonces cuando lo vi.




domingo, 8 de abril de 2012

Grises



Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa,
dormidas en su amor, en su flor de universo,
el ardiente color de la vida ignorando
sobre un lecho de arena y de azar abolidas.

Libremente los besos desde sus labios caen
en el mar indomable como perlas inútiles;
perlas grises o acaso cenicientas estrellas
ascendiendo hacia el cielo con luz desvanecida.

Bajo la noche el mundo silencioso naufraga;
bajo la noche rostros fijos, muertos, se pierden.
Solo esas sombras blancas, oh blancas, sí, tan blancas.
La luz también da sombras, pero sombras azules.


Luis Cernuda




Algún día llegaré a Sansueña. Las nubes me envolverán con los colores de entonces y despertaré. Hoy solo consigo caminar sin buscar nada, sonámbula en medio de un paisaje gris. Cansada de algo indefinible, de una niebla que solo se percibe en los amaneceres rotos, cuando cantan los pájaros y la ausencia del sol desengaña mis temores de niña. Las sombras y yo. Solo sombras, sombras, sombras. Me aburren los perfiles desvanecidos de sus rostros. Comienzo a pensar que, tal vez, soy yo la que se desvanece.

Y vuelvo a dormirme en mi insomnio blanco de suaves alas, de tiempos imprecisos. Todos los pasados se ven desvestidos, repentinamente, de su importancia. La vida es cerrar los ojos y dejar que pase el tiempo, con una leve y amarga punzada de arrepentimiento por no aprovecharlo de forma más productiva. Apatía, sombras, escándalos desteñidos. Nubes. Nada importa demasiado.

Solo llegar a Sansueña, que se percibe entre nieblas sutiles y pájaros azules, salpicada de mar. No tengo prisa, porque algo en el interior de una dimensión intelectualmente desconocida me susurra que allí despertaré, abandonando para siempre este estado de estupor inmóvil, de armoniosa fiebre que no resiste.


martes, 3 de abril de 2012

Las estrellas perdidas




No rechaces los sueños por ser sueños.

(Pedro Salinas)


La tarde errática de Madrid se va desvaneciendo en el horizonte, y en mi memoria. Vuelvo a una playa, a mi playa de cada verano. Huele a arena mojada y estoy sentada sobre un camino de madera que conduce a la luna. ¿A qué luna? ¿A la que sueña desde lo alto del firmamento o a aquella otra que se ha posado suavemente sobre las olas que la descomponen a ritmo de vals? El cielo y el mar se han fundido en un inexpugnable precipicio negro. Asomarse es tentar a la eternidad.

Me siento tan bien aquí, esperando a las estrellas, envuelta de risas cálidas y de rostros familiares, los mismos de cada verano, que no tendrían sentido lejos del mar. Nunca he aguantado demasiado bien los tacones, así que me descalzo y enseguida experimento la fría caricia de la arena como una sábana sin estrenar. Alguien canturrea, despacio, y las breves notas son coreadas por el rugido de las olas.

De repente, comienza a soplar el viento de levante. Así, sin previo aviso, como si el firmamento suspirara. El levante funciona de esa forma, dejando en el espíritu de los andaluces un germen de locura y de poesía que a veces también me domina. El aire sopla más fuerte y azota mis cabellos sin piedad, y decido sujetarlos con una chaqueta finita, que es lo que tengo más a mano. Y se desatan las bromas cuando alguien comenta que me parezco a Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, en esa escena en la que, con la toalla atada en la cabeza a modo de turbante, canta Moonriver acompañándose de la guitarra.

Cuánto tardan las estrellas fugaces. Y lo peor es que todos parecen ver alguna, excepto yo. Mi mirada se enreda en el negro magnético de las olas y entonces no existe nada más.

De repente, la veo: una leve estela que cruza el firmamento y desaparece en el vasto océano. Pide un deseo, Marina. El viento de levante sopla con insólita fuerza y de pronto parece extinguirse.


Por imposible que parezca, lo que a menudo parece imposible puede dejar de serlo de repente. Las estrellas fugaces aparecen súbitamente en la esquina más remota del cajón de la mesilla de noche, con aquel deseo que pediste desde hace tantos años, que nunca se cumplía. Son tan caprichosas como el tiempo. Y sin embargo, ya lo dice aquella vieja canción de los Moody Blues: Just what you want to be, you will be in the end


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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

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Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

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Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título