jueves, 25 de noviembre de 2010

Trenes en la ciudad sin nombre


Aquello

que quizá hubiese sido

posible,

que sería posible todavía

hoy o mañana si no fuese

un sueño.


Ángel González


Era una ciudad con tranvías y cielos grises y monumentos, era una ciudad… Qué más da. Podría decir su nombre, pero no viene al caso, sobre todo porque podría ser cualquier otra; y además los tranvías, los cielos grises y los monumentos no aparecían en el sueño. Baste con decir que era una ciudad europea, muy europea; de esas que se proclaman a sí mismas como capitales de la moda, en las que anochece pronto y, después del crepúsculo, no queda un alma por las calles. Pero esto continúa sin venir a cuento en la presente narración, sobre todo porque tampoco aparecían calles ni tiendas en el sueño que intento describir.

Baste con decir, entonces, que más que una ciudad era un símbolo, o un nombre, que me obsesionó durante un tiempo, del que volví a oír hablar hace solo unos días. Tal vez por eso acudió a mi subconsciente. Yo sabía que me encontraba allí simplemente porque lo sabía. Y es que en el sueño no aparecía nada que resultara distintivo de ella; solo una estación de trenes que ni siquiera debe existir en realidad –de hecho, se parecía bastante a la estación de trenes de Atocha. Una estación oscura, gris –más que el cielo de la ciudad- y enferma de gente y de bullicio. Precisamente uno de esos lugares en los que no me deberían buscar si alguna vez me pierdo. Uno de esos lugares de visita obligada para cualquier turista.

Y justamente eso era yo en el sueño: una turista. Estaba sola y perdida, y desconocía el idioma. Suerte que llegó él… No me sorprendió verlo allí, a pesar de ser la huella de un recuerdo. Uno de esos recuerdos que sabes que nunca volverás a ver, que invaden como fuego el corazón durante un breve espacio de tiempo, y posteriormente pasan a convertirse en un ideal vago y lejano, casi onírico, casi irreal. Igual que el nombre de la ciudad.

Pero en el sueño, él era de carne y hueso –todo lo que se puede ser en un sueño- y volvía a estar junto a mí. Y me comprendía y conocía el lugar al que yo quería llegar, igual que conocía la ciudad como la palma de su mano. Iba acompañado por una amiga con la que no dejaba de hablar en un idioma que yo no entendía, por lo que me mantenía en silencio, me dejaba llevar. Creo que hablaban de mí. Ambos se alejaron unos instantes para sacar los billetes. Y entonces se detuvo el tiempo.

Pasaste a mi lado, dedicándome un breve saludo y regalándome unos instantes tu mirada, igual que siempre. Quise que te detuvieras y me contaras cualquier cosa; al fin y al cabo, hablábamos el mismo idioma. Pero pasaste de largo; como tantas veces.

Nada más alejarte tú, regresó mi salvador; esta vez venía solo. Traía en la mano dos billetes: uno para mí y otro para él. Así pues, se montaría en el tren conmigo. Todo estaba bien, incluso me debería haber sentido feliz: pocas veces los seres ideales y perfectos se asoman al mundo de los mortales para ofrecerse como acompañantes de tren… Pero miré atrás, una sola vez.

Y estabas tú, parado unos metros más allá, con ese aire de Lorenzo, el personaje que interpreta Raoul Bova en La finestra di fronte… Parecías incluso más inalcanzable que el espectro de sueño que me acompañaba. Y como siempre, no supe si era una pose o realmente no te dabas cuenta de mi existencia. Así que dejé de mirarte.

Mi perfecto e irreal acompañante me cogió la mano para entrar en el tren. Y como siempre ocurre en estos casos, me di cuenta de que aquello no era más que un sueño. Según me iba dando cuenta, la presión de su mano en la mía desaparecía progresivamente. Me esforcé por no despertar, en vano. Cuando te das cuenta de las cosas, a menudo es demasiado tarde.

Desperté con la mano extendida y vacía por debajo de las sábanas…



sábado, 20 de noviembre de 2010

Parálisis

La manzana, René Magritte


Para salvar mis ojos,
para salvarte a ti que...

Secreto.

Rafael Alberti


Como dijo García Lorca, quiero llorar porque me da la gana. Y gritar todo lo que nunca me atrevo a decir; todo eso que nace en mi cabeza y muere allí dentro encarcelado, asfixiado, retorcido; elevándose en dirección a ese cielo plagado de imposibles. Y es que llega un momento en que la frustración resulta insoportable. Miedo, rabia, contradicción, odio hacia esa persona que eres ante el mundo. Y ante la que no eres, también. Todo pierde el sentido cuando no puedes ser...

Lo voy a hacer, me digo. Y mi enfermiza mente traza un plan para llevar a cabo cualquier rutinaria simpleza, incluso una simple conversación. Pero llegado el momento, una fuerza invisible se apodera de mis movimientos y de mis palabras. No lo hago porque no puedo; literalmente, no puedo. Y el cristal de mi mundo se empaña. La última luz, la de la esperanza, se apaga. Es la terrible consciencia de que nadie va a rescatarte de… ¿de qué?

Me he intentado imaginar a mí misma siendo yo misma; pero no lo he logrado. Me he dado cuenta de que no me conozco, o de que tal vez no existe esa dimensión en mi persona. Tantas máscaras superpuestas acaban por descomponer el rostro que se ocultaba debajo. Y debo remontarme a aquella niña que fui cuando todo podía ser; cuando todavía era alguien y no estaba perdida. Tal vez por esa razón no deje de volver una y otra vez a esos años.

He soñado con abrazar durante unos instantes la realidad. Desconocer la timidez, la cobardía, la dichosa inseguridad, el miedo a las reacciones de los demás, a equivocarme, y al futuro incierto, y a mi propia parálisis. En esa realidad gritaba, insultaba, murmuraba palabras de amor, dibujaba sonrisas en las nubes y lloraba todas las lágrimas que no lloré en aquella lejana noche del siglo pasado. Por todo lo que fue, lo que ha sido; pero no por todo lo podría ser, porque eso aún no pertenece al pasado.

No ha sido más que un sueño; nadie va a llegar para sacarme de la prisión que mi propia mente ha creado.

Nadie va a rescatarme de mí misma.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Otoños y otras luces


Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido...

Ángel González

Desde aquel banco de la universidad, contemplaba el otoño y pensaba absurdamente en algún poema de Ángel González. Arrebujada en mi abrigo, tratando de ignorar las heladas caricias del frío, volví a perderme en mi eterno papel de espectadora. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. El jardín se hallaba cubierto por un manto dorado de hojas que se elevaban en el viento gris dibujando diminutos remolinos. Se me ocurrieron muchas cosas. Se me ocurrió que me encontraba en una situación similar a la protagonista de mi relato de El nombre: sentada allí sola en aquel banco. Se me ocurrió que noviembre no era tan terrible si lo mirabas de lejos. Que yo misma era como una de las hojas que se elevaba en el aire, dejándome llevar dócilmente por el otoño. Alguien me dijo no hace mucho que yo soy el otoño…

Me sentía inútilmente triste. Inmersa en esa plácida tristeza en la que nunca pasa nada, en la que todo es uniforme y constante. Igual que el gris del cielo. Y entonces te vi… a lo lejos, como todo lo que se cruza con mis ojos, cuyo verdadero color a veces ignoro. Concentrabas en tu figura toda la luz que las nubes le habían robado al sol esa mañana. Ibas acompañado, como siempre, y riéndote de lo que alguien te contaba; con ese aire distraído e irresponsablemente inconsciente de su propia belleza tan inherente a tu persona. Se me ocurrieron muchas más cosas. Que me encantaba tu pelo, y tu mirada tan dulce. Y tu forma de vestir, y tu voz mientras me hablabas de algo a lo que no prestaba demasiada atención a causa de la simple estupefacción de estar hablando contigo. Desde la primera vez que te vi supe que eras , de esa clase de tús especiales, perfectamente imperfectos detrás de su coraza de lejanía.

Al cabo de unos instantes, cruzaste por la puerta de la cafetería y tu visión desapareció, y se apagaron las luces de aquella otoñal mañana de noviembre. Estabas demasiado lejos para haberme distinguido en la distancia. Si mi banco hubiera estado más cerca, me habrías saludado –de lejos, como siempre-, sin percatarte de la sonrisa que cubriría absurdamente mis labios y permanecería allí durante los siguientes minutos. Después me quedaría abandonada entre las sombras, maquinando la forma de llamar tu atención en los próximos días.

Es una lástima que no me conozcas. Si me conocieras un poco, sabrías hasta qué punto me ha costado empezar a hablar contigo y lograr que te percates de mi existencia –por ahora solo puedo conformarme con eso. Nunca antes he caído en algo así; jamás. Nunca he perdido la compostura, nunca me he esforzado de una manera tan arriesgadamente obvia ni he puesto a prueba mi inseguridad, mi timidez, mi discreción. Y nunca he conseguido tan pocos resultados.

Me hubiera gustado que pudieras leer mis pensamientos. Mi resignada tristeza otoñal se había quebrado de repente para dar paso a una confusa mezcla de frustración, impotencia y ansiedad por el tiempo que pasaba, inexorable y fugaz. También me di cuenta de lo absurdas que resultaban todas aquellas reflexiones y de que nunca las sabrías. Por primera vez, odié ser invisible.


Ha vuelto la pacífica tristeza. Continúo viéndote pasar –de lejos, como siempre, como todo en mi vida- y soñando sola con el verano bajo el viento de noviembre. Todo lo que hay en mi presente se marchará. Resignación. ¿Tan malo es abandonarse a la melancolía? Qué puedo decir en mi defensa…

Solo intento dejarme llevar por el otoño.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

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Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título