viernes, 22 de abril de 2011

Lo que me trajo la lluvia

Villafranca de los Barros, Semana Santa de 2007


Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia de lo permanente; la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos en mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima. Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban.

Luis Cernuda

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La lluvia no es la misma desde aquí, sentada en mi escritorio, mientras trato de darles forma a mis absurdas divagaciones. Golpea en la ventana y se desliza, dibujando extraños mundos de melancolía, invitando inevitablemente a la reflexión. ¿Hay algo más cálido que dormirse bajo ese rumor sosegado, monótono…? El universo entero se escucha más lejano, como si se desvaneciera en cada una de las gotas que adormecen el paisaje.


Pero no es esta una lluvia más, sino la de Semana Santa. La que debería estar presintiendo por las estrechas calles del pueblo, bajo la tarde furtiva que ya abandona para dejar paso a una noche que viaja en la penumbra erizada de los gatos. Corre una brisa fría, y a lo lejos se escuchan los tambores y las discordantes notas de las trompetas. Nos cruzamos con ancianitas parlanchinas y padres que llevan de la mano a sus hijos, cuya ropa parece haber sido sacada de principios del siglo pasado. Y es que en el pueblo siempre es así: los niños pasan de ser auténticos maniquíes antiguos a modernizarse en extremo: piercings, pelos de punta, sudaderas anchas. Esto puede ocurrir de un año a otro: no hay transición. La pregunta, sin embargo, es la misma siempre: ¿Sabe usté por donde abaja la procesión?

El aire huele a lluvia y cera de velas, de las que sujetan los nazarenos que acompañan al familiar paso de la Virgen, cubierto de flores blancas. Cerrando la comitiva, las señoras de mantilla negra no se pierden detalle de lo ven a su alrededor, nutriendo sus temas de conversación para las próximas semanas: Fulanito ha venido al pueblo con la mujer estas vacaciones, dirán, o La niña de Menganita ha engordado este último año. La procesión avanza y, más adelante, se detiene. Un silencio inmóvil cubre de repente la noche extremeña, y alguien comienza a entonar una saeta desde alguna ventana: su voz parece quebrada por temblores que surcan la tierra húmeda de siglos, de labradores viejos y guitarras roncas. Me siento sacudida por esa parte de mi sangre que no es madrileña, como ocurre cada vez que escucho flamenco, y cierro los ojos. Entonces me pregunto si alguna de las personas que están esa noche viendo la procesión creerá realmente en todo lo que dice creer, si no será más bien una forma de edulcorar su existencia vacía, abocada a la ausencia de horizontes. Si Dios existiera, creo, sería como el Cristo que acarrean los costaleros en la Semana Santa de mi pueblo: un muñeco inútil, con rostro de madera y mirada dolorida al que todos invocan con familiar adoración. Es decir: nada.

Para mí las procesiones de Semana Santa siempre han sido algo así como la Cabalgata del Día de Reyes o la de Carnaval. Pero con otro aire, con el aire del pueblo: con el olor a churros por la noche y las tapitas de bar en bar del Sábado Santo. Con mi abuelo sentado al brasero y el inquietante cuadro del Barco Fantasma en la pared, y la barbacoa en el patio, y las excursiones a la sierra verde y amarilla de Hornachos.

Extraño aquellos montes amarillos y verdes cuajados de encinas. Las calles estrechas, la cal de los muros, los gatos de la Manuela, el canal por donde los golfillos se pasean en bicicleta, los merengues de la pastelería Falces, el aire con olor a lluvia y aquel parque tan lejano que está lleno de caracoles. Extraño la casa, con su característico olor a cerrado, y el cuero rojo de los sillones, y las muñecas antiguas de mi madre, y el futbolín que mi abuelo guardaba debajo de la cama. Extraño incluso el acento extremeño, que parece hecho de aire, tanto que a su lado el acento castellano resulta lento, pesado, duro. Y sobre todo, extraño aquella sensación de eternidad en la que todo era aún para siempre.

Si pudiera recuperar uno solo de esos momentos, cruzar la frontera entre el pasado y este presente gris. Si hubiera sabido valorarlos entonces, en vez de recurrir a la evocación de otro pasado aún más lejano. Porque todo, incluso este mismo instante, se desvanece en el tiempo; nada perdura, excepto los sentimientos. La vida da giros bruscos sin avisarnos, y a veces se me ocurre pensar que bastarían dos vueltas hacia atrás en el reloj de los años para recuperar lo irrecuperable, que son demasiadas cosas. Este es el primer año de mi vida que no hemos ido al pueblo.

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En la madrugada de mi habitación reina el silencio, estremecido únicamente por las gotas que golpean el cristal con monotonía mal disimulada. De las Semanas Santas de antaño, solo queda la lluvia.


sábado, 16 de abril de 2011

Escapar

El sueño, Salvador Dalí

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"Il y avait une fois LA RÉALITÉ"

Louis Aragon


Duerme. Aunque no lo consigas. Aunque al amanecer no recuerdes más que los sueños de la noche anterior, y eso se explique porque fuera de los sueños no pase nada. Nunca. Un vacío. Una sombra que se extiende desde el pasado y sobre el futuro, igual que cuando en la penumbra tu pupila se ensancha hasta cubrir casi por completo el verde líquido del iris. Pero nadie podría darse cuenta, porque nadie sería capaz de definir el color exacto de esa mirada; tal vez porque mirarte produzca un vértigo irremediable, o porque dicho vértigo esté causado –paradójicamente- por el espejo que te separa de los ojos del mundo. Y te destiñes en el aire porque no eres más que aire. Espontáneamente, sin ese alguien invisible que te contemple mientras te desvaneces.

Duerme. No te despiertes. Duerme. Sueña. Sueña, porque si no…


Ojalá nunca hubiéramos descubierto tu terrible secreto, Segismundo.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

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Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título