miércoles, 10 de marzo de 2010

Vals

Degas, "Clases de baile"


Los llamaban los Valses Blancos. La gente que acudía allí lo hacía de forma casi inconsciente; unos para olvidar, otros para recordar algo que ya creían olvidado. No sé qué es lo que me llevó hasta aquel salón de baile; tampoco puedo acordarme de cómo llegué hasta él. Ya he dicho que se trataba de algo inconsciente.


El lugar no era como lo había imaginado; parecía bastante improvisado, como el enorme gimnasio de un colegio cuyos alumnos pelean por sentarse en la última fila. Sin embargo, la elegancia de los asistentes no dejaba lugar a dudas, aunque daba paso a una curiosa sensación de monotonía cromática. Los hombres vestían con frac blanco y pajarita negra; las mujeres llevaban vestidos de ensueño de un blanco refulgente, vestidos que parecían sacados de una película antigua. Las parejas bailaban al compás del famoso vals de Strauss, El Danubio Azul, sus cuerpos describiendo majestuosos círculos que otorgaban vuelos de encaje a las pomposas faldas. Dejé la mirada perdida en el ritmo de aquellos perfectos pasos circulares en los que nadie chocaba con nadie; los círculos parecían seguir un recorrido previamente establecido por algún mecanismo tan invisible como preciso.


Yo había venido sola, así que tomé asiento en uno de los banquillos que había colocados junto a la pared. Se trataba de banquillos de madera de los que hay en los gimnasios, que contrastaban terriblemente con la elegancia de los bailarines. Casi inmediatamente, una pareja vino al mismo banquillo en el que yo me hallaba, y se sentaron uno a cada lado: el chico a mi izquierda y la chica a mi derecha. Debían de tener aproximadamente mi edad. De repente, y sin inmutarse por mi presencia, sus cabezas se acercaron por encima de la mía para unirse en un beso apasionado. Lejos de sorprenderme, ni siquiera desvié la mirada del escenario de baile, como si los círculos que describían aquellos trajes blancos hubieran adormecido mi conciencia. El Danubio Azul continuaba guiando aquella fantasmagórica velada.


Ya no recordaba si había ido a aquel salón para olvidar algo o precisamente para evitar que ese algo quedase sepultado en el olvido. Me puse en pie. Tras de mí, sentados en el banquillo, los dos jóvenes seguían unidos en aquel beso apasionado. Avancé unos pasos hacía los bailarines, pero aquellos círculos de trazo invisible me impedían el paso. De repente descubrí que mi vestido era azul en vez de blanco. Y me detuve. Un niño cuya edad debía rondar los doce años se me acercó. Su cara me resultaba vagamente familiar.


-¿Me concedes este baile?- me pidió educadamente, tendiéndome una de sus manitas. Yo la cogí, presa de una angustiosa inquietud que aun hoy no me explico.


Sin embargo, no nos movimos; ninguno comenzamos a bailar. Y los blancos círculos descritos por el vals nos rodeaban en frenéticas y majestuosas ondas. El niño permanecía sonriente y blanco, como una estatua de sal. Al cabo de unos tensos minutos, me solté de su mano y avancé por el improvisado salón-gimnasio hasta una puerta. Junto a ella, un joven vestido con un chándal de colores chillones y con varios pendientes en la oreja me miró arqueando una ceja:


-¿Qué haces con un vestido azul? Sal enseguida, te sentirás mejor ahí fuera.


Crucé la puerta y aparecí en la soleada y desierta terraza de un rascacielos ¿Ya había amanecido? ¿Ya era mediodía? El Danubio Azul sonaba como si nunca hubiera salido del salón de baile. Me senté en la arena y miré al cielo, de un azul intenso. ¿Por qué no dejaba de sonar aquella música? Volví a levantarme y me acerqué a la tapia. Muy abajo se distinguía una calle, con árboles diminutos como hormigas y una total e inexplicable ausencia de personas y de vehículos. Y aquella música, y mi vestido azul… De repente, sin meditarlo siquiera, subí sobre la tapia y salté, mientras el viento traía los últimos acordes de El Danubio Azul.


Madrid, 6 de abril de 2009



© Marina Casado


* ADVERTENCIA: Todos los relatos han pasado por el Registro de Propiedad Intelectual.

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