Conil de la Frontera, agosto de 2012
-Nadie conoció a Aire como yo
–dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
-¿Aire? ¿Quién era Aire? –le
pregunté.
Luis Cernuda, “El indolente”
A veces, algunas veces,
vuelves, Aire, trotando entre los riscos apagados de mi playa. Todos se han
ido, y sólo el sol contempla con benevolencia enmudecida tus idas y venidas,
tus lengüetazos de espuma sobre la orilla. Después te sientas a pasear tu mirada
por el crepúsculo. Las hebras finas,
como de oro, de tu cabello, dibujan paraísos suaves que se recortan sobre el horizonte.
No tienes frío, Aire. No tienes
nada de lo que arrepentirte. No eres de verdad, y constituyes la verdad más
límpida que he conocido. Me miras como siempre, con esa picardía inocente que
parece invitarme a coger tu mano, a pasear contigo por entre las estrellas de
la tarde que el firmamento se deja olvidadas en cada amanecer.
Quizá algún día, cuando la
realidad se vuelva demasiado sucia y yo tenga miedo de apagarme, tome al fin tu
mano, Aire, y me vuelva yo también un torbellino de carne y de cabellos rubios,
invadida de luz, siendo más luz que el propio sol, trotando sobre los riscos
amables de nuestra playa. Porque quiero caminar sobre la arena sintiendo el
frío de la sombra sobre mis pies desnudos. Porque quiero saber que sigues vivo,
en alguna parte, y quiero ser tú, trotar, soñar, hacerme sol. Olvidarme de las
mezquindades del mundo.
El mar no te asesinó, Aire. Me
lo dicen tus ojos rubios que sonríen a la tarde, muy tarde, cuando acariciados
por el mar nos sentamos a devorar crepúsculos mientras hablamos en voz muy
queda, casi en un susurro que la marea engulle sin piedad, haciéndolo
invisible.
Voy a necesitarte, Aire. Voy a
necesitarte otra vez, mucho.