martes, 26 de febrero de 2013

Dinosaurios


Roy Lichtenstein, "Reflections on girl"



¿Qué haré conmigo?
Porque a Ti te debo lo que soy
Pero no tengo mañana
Porque a Ti te...
La noche sufre.

Alejandra Pizarnik




“No olvides lo que ahora voy a decirte… Te quiero. Y siempre te querré, aunque nunca más pueda repetírtelo”.

Contempló sus ojos bonitos un instante, antes de que desapareciera. Su silueta desvanecida vistió de tonos ocres el invierno y se quedó a vivir allí para siempre.

Después llegó aquel dinosaurio. Paseaba su figura, más alta que los edificios, dejando a su paso firmamentos de muertes inconcretas. 

“Te amo. Como nunca podré amar a nadie. Tengo la impresión de que nuestros corazones se buscaban antes incluso de que tú supieras quién era yo”.

La libertad tomó la forma de una niña que buscaba sus ojos sangrantes por las calles de la ciudad. Herida de un silencio terrible. Hablaba el aire: murmuraba palabras de amor. Si hubiera sido viento, entonces…

Todo era verdad, todo cobraba la forma de un grito que ascendía por las paredes de la noche. Eran las palabras más sinceras que la desvanecida silueta jamás pronunciase. Si hubiera sido viento…

“No te olvides nunca. Porque cuando llegue el frío, solo podré recordar tu voz y tu mirada. Puede que, para entonces, yo llegue a no ser nada”.

Volvía la estación de las sonrisas descuidadas. De las nubes de fuego rodando por los peldaños del crepúsculo, de los amaneceres tristes. Los dinosaurios campaban a sus anchas por las praderas de deseos robados. Un dolor pesado y recalcitrante se extendía por todo el paisaje. Las luces se apagaban lentamente.

Pero nadie podría apagar sus últimas palabras.

domingo, 17 de febrero de 2013

Imperfecciones

Salvador Dalí, "Las tentaciones de San Antonio"

Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?

Alejandra Pizarnik




-Lorenzo, nunca pensé que volverías.

Anochecía. Ella le hablaba otra vez a su ausencia, que ocupaba de nuevo un espacio que no se había terminado de borrar.

El mar, el cielo rosa.

Las gaviotas.

Ninguno de aquellos elementos resultaba real. Ella comenzó a bailar en círculos consigo misma.

-Lorenzo, mírame.

Pero Lorenzo se había dejado el corazón por el camino, y se hallaba perdido en sus propias y amargas cavilaciones. La miraba, claro que la miraba. Pero continuaba sin verla.

Lorenzo era dulce, suave, desapasionado, lo mismo que una nube algodonosa flotando por el cielo de abril. Lorenzo llevaba en los ojos promesas apagadas de pacíficas mañanas y amores tranquilos, monótonos y entrañables.

Lorenzo era un pasado reciente, una historia inacabada, una parte de sí misma. Lorenzo no era real, y eso, más que nada, la hacía creer en su existencia, y en la necesidad de volver a encender todas aquellas promesas dormidas.



Levanté los ojos del libro. Yo podría ser la joven bailarina y empezar a soñar con los ojos suaves de Lorenzo. También podría convertirme en Lorenzo y seguir caminando por el mundo, perdido en mis melancolías y sin percatarme de las que yo mismo levantaba a mi paso. ¿Perseguir un imposible o erigirse una misma en imposible? O mejor aún: arrinconarlo todo en algún argumento de novela sin futuro. Dejar los personajes: herirse –o embriagarse- de realidad.

viernes, 8 de febrero de 2013

Decadencias de comienzos de siglo


Salvador Dalí, "La miel es más dulce que la sangre"


Y la vida, que adquiere
carácter panorámico,
inmensidad de instante también casi angustioso
-como de amanecer en campamento
o portal de belén-, la vida va espaciándose
otra vez bajo el cielo enrarecido
mientras que aceleramos.

Jaime Gil de Biedma



Me ha tocado vivir en un siglo decadente, en todos los sentidos. También en el musical. O debería decir: “sobre todo” en el musical. Si hubiera nacido en los sesenta, tendría a los Beatles, a Elvis y a los Doors; en los setenta, a The Police, Cat Stevens, Stevy Wonder, los Moody Blues… En los ochenta, hubiese vivido la gran movida madrileña.

No me puedo quejar. Al menos, me enorgullezco de haber existido en los noventa, donde aún se dejaban notar unos últimos coletazos de lucidez musical.

¿Y qué tenemos en el siglo XXI? Fabulosos vocalistas de la talla de Lady Gaga, Daddy Yankee, Pitbull, David Guetta, José de Rico, Danny Romero; dúos conmovedores como Wisin & Yandel, Kalee y el Dandee, Yandar & Yostin; bandas que pasarán a la historia -¿alguien lo duda de Tacabro? Sí; en años futuros podré afirmar que yo viví en la época del legendario Juan Magán, que “bailé por ahí” con sus éxitos del verano, esos que llevan títulos tan líricos como “No sigue modas” o “Ella se vuelve loca”. Y que se quite cualquier Bob Dylan vulgarote, ¡hombre!

Definitivamente, es para morirse de la pena. Y sin embargo, es la época que me ha tocado vivir. Es mi adolescencia, mi juventud inadaptada. Siempre me puedo seguir resistiendo desde mis barricadas de rock clásico, de flamenco, de cantautores; no he perdido mi personalidad musical por el camino. Pero tengo, muy a mi pesar, tantos recuerdos envueltos en esos mediocres éxitos de 2010, 2011, 2012. Y casi parece que, al escucharlos, pierden la mediocridad para dar paso a un torrente de imágenes a todo color, de rostros hoy difusos, de noches inolvidables, desteñidas por las luces absurdas de discoteca.

Me olvido a mí misma, y pienso. Pienso en aquel sueño en mitad del Mediterráneo, y en la forma que tenía mi estómago de encogerse cada vez que él me sacaba a bailar. Todavía no he conocido a nadie que tenga esa gracia bailando éxitos vulgares de discoteca. Sus ojos ambarinos se encendían mientras mantenía embelesados a todos aquellos adolescentes fácilmente impresionables. Y de entre todos ellos, me eligió a mí para bailar. Era un remix horrible de una canción antigua, que ha pasado a la historia discotequera como “Paparamericano”. No puedo pensar en él sin escuchar de fondo ese chunda-chunda. Y así, la historia de amor platónico en el Mediterráneo se colorea de tintes mediocres, con fecha de caducidad. Igual que la canción.

Son también las bandas sonoras de nuestras correrías nocturnas por Conil, de las madrugadas de playa y levante, y de caminar descalza por la arena a la vuelta, porque los tacones hacían demasiado daño, o tal vez porque la arena estaba fría y aquella era una de las sensaciones más maravillosas que puedo recordar. Nos burlábamos de esas letras, aunque después las bailáramos, y todo lo que hacíamos era “no seguir modas”. Allí aprendí a beber cerveza, a simular que bailaba, y a no agobiarme en medio de las mareas humanas que colonizaban aquel pub llamado “El Sitio”. Ese año, los ojos verdes tenían el color de una Heineken, por lo que aquellos otros, azul grisáceo, me parecieron extremadamente llamativos y elegantes, como si no estuvieran en su lugar. Lo recuerdo bien: sonaba un pegajoso éxito de reggaetón llamado “La despedida”, y él me dijo, reproduciendo la letra, “antes que te vayas, dame un beso”. Pasando por alto las evidentes incorrecciones sintácticas de la frase, he de decir que aquel beso no se pudo producir por ser yo quien soy, porque ni en las discotecas –ni en las de verano- pierdo mi vena idealista-romántica. Y un primer beso en esas condiciones supone un atentado contra cualquier tipo de romanticismo.

Al final su recuerdo se desvaneció en el tiempo y la distancia; apenas duró unas horas, y el resto fue obra de mi imaginación. Porque cuando una se queda sin historias, y sin protagonistas, tiene que inventarlos basándose, si es posible, en una mínima realidad. Y resulta más maravilloso pensar que era un vals lo que bailamos en medio del Mediterráneo, o que la llegada de aquellos ojos azul grisáceo se produjo en otro lugar, desvanecido de espejos y de suelos de mármol. Tal vez, ese sea el secreto para sobrevivir en el siglo que nos ha tocado: inventar todo lo que la realidad no puede ofrecernos, soñar para permanecer despiertos, hasta que alguien nos despierte de verdad. Después, solo quedan imágenes mezcladas con letras y músicas absurdas, gérmenes de poemas, irrealidades. Ninguna de aquellas historias fue una historia de amor, porque las verdaderas historias de amor suceden cuando ambos pueden llegar a sentirse fuera del mundo, y las bandas sonoras nunca son éxitos del verano.

Pero no puedo oír esos éxitos sin que una oleada de recuerdos acuda a mi mente. Quizá lo más verdadero que haya llegado a experimentar con ellos sea aquella antigua amistad marchita, cuajada de altibajos: la amistad más sincera que yo he podido sentir en toda mi vida. Al final, las cosas que se apagan lo hacen sin más, y no hay manera de volver a encenderlas. Y cuanto más fuerte ha sido algo, más vacío se queda el corazón. Pienso en las sesiones de maquillaje y peluquería, en los tacones, en las noches por Huertas, en los mojitos y en las confesiones, en las miradas cómplices que ponían fin a todos los períodos de silencio. En los regresos a casa, de madrugada, con el sabor agridulce de la amistad y de algo inexplicable e indeterminado que nunca terminaba de ocurrir. Como si cada vez que saliera, me dejara un trocito de ilusión por el camino.

Algo me lleva a presentir que, tal vez, aquella historia fue una más de las construidas por mi imaginación, que todos los sentimientos tuvieron un sentido único, y una vez más, fue necesario inventar una realidad a mi medida. Sin embargo, prefiero convencerme a mí misma de que no: de que fue verdadero. Aunque siempre, al recordarlo, suenen de fondo los horribles –y, paradójicamente, entrañables- éxitos del verano.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

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Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

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Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

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Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

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Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título