lunes, 8 de febrero de 2010

El juego de la oca

A mi Sarito
Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.
.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.
.
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
.
José Agustín Goytisolo


Recuerdo bien aquel día de julio de 1996; fue el mismo día de la mudanza. Aún no me podía creer que la casa nueva tuviera piscina y, más aún, que estuviera abierta cuando llegamos. ¡Piscina! Qué bien suena esa palabra a los seis años. Mis pupilas todavía conservaban recientes los recuerdos de la etapa que acababa de terminar en mi vida: el tejado que se veía desde la ventana de mi habitación –lugar de encuentro habitual para decenas de gatos-, mi vecina Martita –víctima inocente de todas mis burlas y perrerías-, los paseos hasta La Jijonenca, que no quedaba muy lejos de casa; la terraza de aquel bar, El Caserío, los fines de semana; el olor a pescado del mercado de Puerta Bonita los sábados por la mañana. Carabanchel quedaba atrás. Desde aquel día de julio viviríamos en una calle llamada Puerto Serrano –igual que el jamón-, en una casa mucho más grande, a pesar de que mi habitación fuera más pequeña; en un barrio al que todavía no he sabido encontrarle el encanto, y eso que ya son catorce años viviendo en él.

Mi madre estaba empeñada en que hiciera amigos en la nueva urbanización. Nunca he sido muy sociable –menos en aquella época-, y por entonces ella tenía la costumbre de presentarme a los demás niños. Tal vez porque sabía que yo, por mí misma, no me iba a presentar a nadie. Tal vez porque era consciente de mi timidez crónica, esa que ahora disimulo, y porque siempre le ha gustado decir las cosas que yo no digo –lo cual tiene sus ventajas, pero alguna vez también me ha llevado a determinadas situaciones incómodas. El caso es que allí estaba yo aquella tarde, de la mano de mi madre, caminando hacia la piscina de mi nueva urbanización. Una vez hubo elegido a sus dos víctimas, nos acercamos a ellas y les preguntó cómo se llamaban. Eran dos niñas que resultaron tener la misma edad que yo. Una era muy delgada, muy poquita cosa. Recuerdo que lo primero que pensé de la otra fue que era muy guapa y que me encantaba su pelo. La primera se llamaba Ana, y he de confesar que nunca congeniamos lo que se dice demasiado. Con los años, nuestra relación se reduciría a indiferencia mutua.

La otra, la del pelo bonito, se llamaba Sara –que significa princesa-, y yo no podía saber por entonces que se convertiría en una de mis mejores amigas de todos los tiempos. Al contrario que ahora, me encantaba mangonear a los demás niños y llevar siempre la voz cantante. Lo conseguía con casi todo el mundo, pero no con ella. Ella era demasiado orgullosa. Ella lo solucionaba todo con un “Me subo, Marina” que se convirtió en una frase mítica de la infancia. Y me dejaba muy claro que no estaba dispuesta a aceptar mis reglas inventadas del juego de la oca, esas que a veces implicaban dar varias vueltas a la urbanización a la pata coja repitiendo “Soy un loro” y demás frases trascendentales –comprendedme, la oca era demasiado aburrida si no la aderezaba un poco… Tampoco le gustaba que las muñecas tuvieran que vivir en la selva amazónica o en Saturno, en vez de en la ciudad como personas normales. A día de hoy, no podrá negarme, sin embargo, que las farolas jugaban un buen papel como árboles frutales y que la cuesta por donde se baja a la pista de paddle era perfecta para ser el Amazonas (con cocodrilos incluidos).

Supongo que las dos éramos muy caprichosas. Y lo seguimos siendo. Jasmine y Aurora. En el fondo, nos parecemos más de lo que cabría pensar de dos personas con filosofías de vida tan distintas. Además, si no fuera así, pasaría lo mismo que con el juego de la oca antes de ser aderezado por mí: le faltaría emoción. Pero yo nunca imaginé aquella tarde de 1997 que tantos años después ella seguiría contradiciendo mi escepticismo en cuanto a la Amistad. Qué hubiera sido de ese concepto si nunca la hubiera conocido, a ella y alguna persona más. Vacío. Una palabra hueca.

A veces la realidad nos sorprende con puñaladas que nunca imaginamos, puñaladas por la espalda que atacan directamente al orgullo y hacen que una se sienta pequeña e impotente al comprender que la rabia no es suficiente para acabar con el origen de la frustración. Pero siempre voy a estar aquí, dispuesta a escuchar y a dar algún consejo que en ocasiones se reduce a un “Que le den”, pero que para nosotras tiene un significado más profundo. Por desgracia, vivimos en un mundo de hipocresía, de cobardía disfrazada de espontaneidad, de amistades hipotéticas o ficticias. En esos momentos de desengaño vital, me gustaría que las dos volviéramos a viajar a nuestra selva amazónica personalizada, lejos de todo. Y me atrevo a suponer que, a pesar de su antigua postura, a ella también le haría ilusión ahora.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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