jueves, 17 de enero de 2013

Destellos


Auguste Renoir


En vano escuchas la canción del muchacho jovial. Es una canción impersonal, exactamente pudiera ser otra canción cualquiera, y ése es el motivo de que te sientas atraído por el canto y su cantor.

Luis Cernuda



El Trapecista no había muerto, en realidad. Un día, ella volvió a distinguir su figura de negro y ámbar refulgiendo en mitad de algún lugar sin nombre, y casi sin materia. Porque el brillo del Trapecista todo lo envolvía. Vio de nuevo su cabello de azabache, recortado ya sin piedad, y aquellas cejas finas y expresivas que enmarcaban unos ojos melancólicos, de párpados caídos. Sus labios de papel, que se apretaban o se relajaban en una media sonrisa desvergonzada al ritmo de los acordes de la guitarra cuyas cuerdas pulsaban sus dedos ágiles. A su lado, un joven de rostro difuminado le acompañaba, entonando una canción con voz dulce.

Era una canción de amor. Ella no conocía el idioma, pero sabía que hay colores que solo se encienden cuando un fuego sin llamas arrasa por dentro el corazón. Que hay silencios que preceden a un epílogo, e historias que nunca comenzaron y que, por lo tanto, no pueden terminar.

En aquellos acordes surgían gotas de la sangre de Italia, destellos del azul de una mezquita turca, notas de una despedida en Venecia, breves vahos apagados de la ciudad lluviosa y gris que una vez estuvo a punto de conocer. Y también de aquella otra que sí conocía, la que no tenía nombre y se reducía a una estación imaginaria donde los trenes llegaban y se marchaban sin decir adiós. Ella siempre volvía a esa estación, sosteniendo una maleta llena de papeles inútiles, dispuesta a subirse al primer tren que la esperara. Pero cada vez que intentaba marcharse, se daba cuenta de que, en realidad, era ella la que estaba esperando a alguien, y por eso nunca podría marcharse del todo, y debía limitarse a mirar los trenes que se llevaban en sus bramidos mapas antiguos de ilusiones desnudas.

Los dedos del Trapecista acariciaban las cuerdas de la guitarra con delicadeza inusual, conmovedora. Unos instantes antes de terminar la canción, el Trapecista levantó la mirada y, durante unos segundos, resplandecieron sus ojos ambarinos, dulces en su tristeza desgarrada, rebeldes, con tintes de desafío frustrado, o de derrota. Unos ojos bonitos, infantiles, que la muchacha no había podido borrar de su memoria. Después, una vez más, su figura volvió a difuminarse hasta que no quedó más que un recuerdo.

La muchacha supo que aquella última mirada no iba dirigida a ella, sino a algún espectador silencioso y anónimo que todavía no conociera bien al Trapecista. Porque ella ya no existía para él, y él se había perdido en la distancia, en los años y hasta en un mapa de ilusiones, de los muchos que se llevaban consigo aquellos trenes que siempre se iban sin decir adiós.

En realidad, el Trapecista había muerto… 

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título