Auguste Renoir
En vano escuchas la canción
del muchacho jovial. Es una canción impersonal, exactamente pudiera ser otra
canción cualquiera, y ése es el motivo de que te sientas atraído por el canto y
su cantor.
Luis Cernuda
El Trapecista no había muerto,
en realidad. Un día, ella volvió a distinguir su figura de negro y ámbar
refulgiendo en mitad de algún lugar sin nombre, y casi sin materia. Porque el
brillo del Trapecista todo lo envolvía. Vio de nuevo su cabello de azabache,
recortado ya sin piedad, y aquellas cejas finas y expresivas que enmarcaban
unos ojos melancólicos, de párpados caídos. Sus labios de papel, que se
apretaban o se relajaban en una media sonrisa desvergonzada al ritmo de los
acordes de la guitarra cuyas cuerdas pulsaban sus dedos ágiles. A su lado, un
joven de rostro difuminado le acompañaba, entonando una canción con voz dulce.
Era una canción de amor. Ella no
conocía el idioma, pero sabía que hay colores que solo se encienden cuando un
fuego sin llamas arrasa por dentro el corazón. Que hay silencios que preceden a
un epílogo, e historias que nunca comenzaron y que, por lo tanto, no pueden
terminar.
En aquellos acordes surgían
gotas de la sangre de Italia, destellos del azul de una mezquita turca, notas
de una despedida en Venecia, breves vahos apagados de la ciudad lluviosa y gris
que una vez estuvo a punto de conocer. Y también de aquella otra que sí
conocía, la que no tenía nombre y se reducía a una estación imaginaria donde
los trenes llegaban y se marchaban sin decir adiós. Ella siempre volvía a esa
estación, sosteniendo una maleta llena de papeles inútiles, dispuesta a subirse
al primer tren que la esperara. Pero cada vez que intentaba marcharse, se daba
cuenta de que, en realidad, era ella la que estaba esperando a alguien, y por
eso nunca podría marcharse del todo, y debía limitarse a mirar los trenes que
se llevaban en sus bramidos mapas antiguos de ilusiones desnudas.
Los dedos del Trapecista
acariciaban las cuerdas de la guitarra con delicadeza inusual, conmovedora. Unos
instantes antes de terminar la canción, el Trapecista levantó la mirada y,
durante unos segundos, resplandecieron sus ojos ambarinos, dulces en su
tristeza desgarrada, rebeldes, con tintes de desafío frustrado, o de derrota.
Unos ojos bonitos, infantiles, que la muchacha no había podido borrar de su
memoria. Después, una vez más, su figura volvió a difuminarse hasta que no
quedó más que un recuerdo.
La muchacha supo que aquella
última mirada no iba dirigida a ella, sino a algún espectador silencioso y
anónimo que todavía no conociera bien al Trapecista. Porque ella ya no existía
para él, y él se había perdido en la distancia, en los años y hasta en un mapa
de ilusiones, de los muchos que se llevaban consigo aquellos trenes que siempre
se iban sin decir adiós.
En realidad, el Trapecista
había muerto…
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