
De invierno
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Aleçón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.
Rubén Darío, Prosas profanas
Este poema de Darío me da una cálida sensación que, incomprensiblemente, me despierta un olor a Navidad. En cuanto a la foto… mi hermano, en las Navidades de 1996.
Para mí, las Navidades son un vasto espacio atemporal, un lienzo donde se mezclan los pasados, presentes y futuros, contaminado todo ello de nostalgias, melancolías e ilusiones infantiles. Diciembre es la entrada a un antiguo sueño, el mismo sueño de todos los años por estas fechas. Es sentirse alegre y triste a un tiempo, y pensar que a pesar de todos los años sigues siendo la misma niña ilusionada que cantaba villancicos y tocaba la pandereta.
De repente, creo que aún no hemos cruzado el umbral del siglo XXI cuando paseo con mis padres y mi hermano por las engalanadas calles del Centro de Madrid. Todo ha cambiado y a la vez nada lo ha hecho. Y entonces, recuerdo aquella mítica frase de “El Gatopardo” y la interpreto a mi manera: Es necesario que todo cambie para que todo siga como está. Los recuerdos a menudo parecen más vividos que el incierto presente, a pesar de haberse alejado de las borrosas fronteras de la Realidad. Sí, ya no son más que recuerdos, ¿y en qué se diferencian estos de los sueños? Solo recordamos lo que nunca sucedió. Esa es otra frase de la novela “Marina”. Creo que comienzo a divagar; las Navidades desvanecen cualquier rastro de realidad que pudiera quedar en mis pupilas.
Las sonrisas tienen manía persecutoria, y a veces me empeño en creer en mi absoluta soledad, cuando esta no es cierta. No del todo, al menos. Creo que la soledad es una especie de tumor maligno que a veces se instala en el corazón y nos pone una venda en los ojos. Y de vez en cuando se hace necesario levantarla y contemplar a nuestros seres queridos, que no son los que ostentan con hipocresía el título de “amigos” y se desvanecen bajo el pincel del Tiempo, sino las personas que siempre han estado y estarán ahí, y que forman parte de ti de una manera tan próxima que incluso a veces te olvidas de su presencia.
La primera imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en esta época del año es yo misma, en el asiento trasero del coche, de vuelta a casa después de haber celebrado la cena de Nochebuena en el piso de mis abuelos. Voy llorando por algo –de pequeña siempre estaba llorando, por una razón o por otra-, y al entornar los ojos las lágrimas me nublan la vista y distorsionan las luces del alumbrado navideño, alargándolas y mezclándolas con el oscuro firmamento. Entonces pienso que casi ha merecido la pena llorar por lograr esa imagen tan mágica y difusa sobre el oscuro firmamento. Millones de luces lanzándome guiños y difuminándose en constante lucha contra la Realidad. Y es que a veces, es necesario distorsionar las cosas para ver en ellas algo que nunca hubiéramos imaginado.
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Aleçón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.
Rubén Darío, Prosas profanas
Este poema de Darío me da una cálida sensación que, incomprensiblemente, me despierta un olor a Navidad. En cuanto a la foto… mi hermano, en las Navidades de 1996.
Para mí, las Navidades son un vasto espacio atemporal, un lienzo donde se mezclan los pasados, presentes y futuros, contaminado todo ello de nostalgias, melancolías e ilusiones infantiles. Diciembre es la entrada a un antiguo sueño, el mismo sueño de todos los años por estas fechas. Es sentirse alegre y triste a un tiempo, y pensar que a pesar de todos los años sigues siendo la misma niña ilusionada que cantaba villancicos y tocaba la pandereta.
De repente, creo que aún no hemos cruzado el umbral del siglo XXI cuando paseo con mis padres y mi hermano por las engalanadas calles del Centro de Madrid. Todo ha cambiado y a la vez nada lo ha hecho. Y entonces, recuerdo aquella mítica frase de “El Gatopardo” y la interpreto a mi manera: Es necesario que todo cambie para que todo siga como está. Los recuerdos a menudo parecen más vividos que el incierto presente, a pesar de haberse alejado de las borrosas fronteras de la Realidad. Sí, ya no son más que recuerdos, ¿y en qué se diferencian estos de los sueños? Solo recordamos lo que nunca sucedió. Esa es otra frase de la novela “Marina”. Creo que comienzo a divagar; las Navidades desvanecen cualquier rastro de realidad que pudiera quedar en mis pupilas.
Las sonrisas tienen manía persecutoria, y a veces me empeño en creer en mi absoluta soledad, cuando esta no es cierta. No del todo, al menos. Creo que la soledad es una especie de tumor maligno que a veces se instala en el corazón y nos pone una venda en los ojos. Y de vez en cuando se hace necesario levantarla y contemplar a nuestros seres queridos, que no son los que ostentan con hipocresía el título de “amigos” y se desvanecen bajo el pincel del Tiempo, sino las personas que siempre han estado y estarán ahí, y que forman parte de ti de una manera tan próxima que incluso a veces te olvidas de su presencia.
La primera imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en esta época del año es yo misma, en el asiento trasero del coche, de vuelta a casa después de haber celebrado la cena de Nochebuena en el piso de mis abuelos. Voy llorando por algo –de pequeña siempre estaba llorando, por una razón o por otra-, y al entornar los ojos las lágrimas me nublan la vista y distorsionan las luces del alumbrado navideño, alargándolas y mezclándolas con el oscuro firmamento. Entonces pienso que casi ha merecido la pena llorar por lograr esa imagen tan mágica y difusa sobre el oscuro firmamento. Millones de luces lanzándome guiños y difuminándose en constante lucha contra la Realidad. Y es que a veces, es necesario distorsionar las cosas para ver en ellas algo que nunca hubiéramos imaginado.
Feliz Navidad.
4 comentarios:
Así es es. Estas fechas siempre están plagadas de buenos y malos momentos, de recuerdos de aquello que fue y de lo que deseamos que sea.
Como bien decía Lorca ( y me has recordado en el blog) lo que más importa es vivir.
Y eso me limito a hacer en estas fechas, vivir sin esperar, porque así es más divertido y todo te sorprende un poquito más, o
al menos no te desilusiona, que ya es un gran paso.
Siempre hay algo que te hace mantener abiertos los ojos y conservar la esperanza, en mi caso ha sido un abrazo gratis de esos. Hacía tiempo que no se veían.
Te dejo otro por aquí. Felices fiestas.
La Navidad es un cuento infantil, en donde los adultos queremos seguir viviendo. Uno se siente mas solo en estas fechas, porque le falta luz y porque desde la estructura que crea la sociedad te bombardean de nostalgia. Que tengas felices fiestas y que el Solsticio de Invierno, que ayer nos dejo camino de la primavera, te de los sueños suficientes para seguir creyendo en la vida.
Un Saludo de Rosas y Besos.
no tengo nada q decir...simplemente q sepas q lo he leído...y q si a veces nos olvidamos d quienes han estado ahí siempre...q nunca nos han fallado...y de los q a veces renegamos en ocasiones...pero q sin ellos no seríamos nada...los padr...y en mucha gente también sus herm...
Un bellísimo texto, Marina. El niño que hay en nosotros , agazapado a veces, siempre se empeña en salir en Navidad... Olores, sabores, colores todo se despliega y le seduce. Como bie dice edu la naturaleza nos prepara para recibir la primavera y siempre hay qiue soñar, porque los sueños y las utopías nos dan esperanzas. Un abrazo guapa.
PD Entro con la cuentade mi otro blog, pero soy Marisa de "enredandopalabras"...
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