En passant j’ai aperçu un très frais bouquet de violettes a tes pieds
Il est rare qu’on fleurisse les statues à Paris
[…] Et toi rien ne t’eut fait détourner les yeux des boues diamantifères de la place Clichy
André Breton
.
Lejos. En París. Bajo la lluvia, un acordeón dibujaba el contorno de la Tour Eiffel, salpicando de encendidos caligramas el invierno. Así lo imaginaba, tras leer tus palabras. Y sé que me esperaste mucho tiempo en un café que hoy no existe –tal vez jamás haya existido.
Pero París, de fiesta, tiene poco –por mucho que Hemingway se empeñe-; como tantas y tantas realidades, vale menos de lo que vale su sueño. Hubiera sido mejor seguir conservándolo como un destino evanescente que toma forma cuando cerramos los ojos y nos sentimos invadidos por un peculiar estado de ánimo propenso a la melancolía.
Decías tantas cosas de París. Pero no puedo creerte si André Breton se deja olvidado su estudio en ese museo de arte contemporáneo invadido de tuberías multicolores; si me ciega el sol por encima de un cielo azul como aquellos ojos que no se repetirán; si Notre Dame se desdibuja a la sombra de helados rascacielos y sobre sus muros centenarios las palomas ya no anidan por miedo a ser atravesadas. No puedo creerte, porque París es demasiado inmenso para ser París, y sus calles no acaban, y sus atardeceres aparecen diluidos por el humo de los coches.
Ya sé que me esperabas en algún mortecino café de Montmartre, pero las masas edulcoradas de turistas no me dejaban llegar. Y decías tantas cosas… ¿Pero cómo iba a creerte, si incluso Verlaine ha dejado de ser un personaje marginal para la opinión pública? Imagínatelo ahí, frente a su inevitable vaso de absenta; muy pronto empezaría a cobrar por cada mirada: una mirada, siete euros; ¡qué digo siete! Si en esa ciudad, nada baja de los nueve. Conociendo un poco a Verlaine, estoy segura de que, hoy por hoy, preferiría algún bareto de mala muerte de esos que hay salteados por Malasaña; por lo menos en ellos no le asaltarían las masas de turistas para trocearlo y venderlo por ahí en forma de reliquias.
Qué estoy diciendo. Ni Verlaine vive ya en este París en venta, ni tú me esperas en ningún café perdido de Montmartre. Al menos, no ahora; y temo decirte que aquí, en este siglo complicado, todavía no han inventado la Máquina del Tiempo: tú te quedarías esperándome –un rato, después te irías a alguna de tus fiestas- y yo… yo me marcho de la llamada Ciudad de la Luz sin haber podido encontrar la tuya.
Y volvería a París; sí que volvería. Pero solo si me dejaran retroceder algunas décadas, y así descubrirte sentado en una mesa del rincón, fumando un cigarrillo rubio, soñando con tus propios héroes caídos y restando también el tiempo que queda para marcharte. Para regresar a Madrid. Y volvería; sí que volvería: para decirte que no puedo creerme todo aquello que escribías de París. Excepto, tal vez, cuando las calles se encienden de penumbra y un acordeón dibuja el contorno de la Tour Eiffel, aunque no estemos en invierno y un grupo de japoneses me empuje para ver mejor. En esos momentos me parece verte frente a mí; y créeme cuando te digo que volvería.
Será mejor cerrar los ojos y soñar una vez más con el París soñado: ese sí que siempre nos quedará…
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