jueves, 10 de junio de 2010

La luz

El David, de Miguel Ángel


En medio de la multitud lo vi pasar,
con sus ojos tan rubios como la cabellera...

Luis Cernuda


Como raras flores en medio de un jardín marchito, en el mundo existen criaturas que con su sola presencia desafían a la cordura, la razón o la lógica; que caminan por su tiempo con una mezcla irresistible de inocencia y arrogancia, hechizando a todos aquellos que tienen la suerte o la desgracia de mirarlos. Las leyendas los llamaban silfos, semidioses o espíritus; tal vez por esa luz que emana de sus ojos como del astro más refulgente, esa luz que los convierte en algo demasiado radiante como para ser considerado humano.

Él era uno de esos seres. Nació en una época en la que la magia se consideraba ya un recuerdo entrañable de las creencias antiguas, un sueño de la primera infancia. Por eso debía mezclarse con el mundo, ser uno más dentro de aquella encrucijada de deseos remotos. Sin embargo, resultaba inolvidable para cualquiera que lo viera, aunque solo fuese una vez. Yo puedo considerarme una de esas personas…

Era delgado, de facciones finas, de aspecto angelical; nadie pudiera haber determinado su verdadera edad, porque a pesar de poseer la belleza fresca de un adolescente, había algo más profundo en sus ojos grises, algo que hablaba de una sabiduría ancestral que trascendía toda época y se situaba por encima de las mentes más privilegiadas. Avanzaba por el mundo flotando, deslizándose entre los demás como un ente ingrávido, inmaterial; esgrimiendo siempre aquella media sonrisa que desarmaba a todos por igual, que desmentía su aparente inocencia y a la vez lograba reafirmarla. Y su voz. Su voz era el último ingrediente para colmar el hechizo, y cuando se reía era como si un una bandada de aves celestiales bajaran a la tierra.

Hubiera podido dominar el mundo. Sabía pulsar en cada instante las teclas adecuadas para fascinar y desconcertar a partes iguales, y con una sola de sus sonrisas habría conseguido que hasta el más poderoso de los gobernantes se rindiera a sus pies. Pero aquello nunca le interesó… Él prefería ser una nota más en medio del espacio que le había tocado vivir, hechizar solo a aquellos que se cruzaban en su camino, contagiar la alegría como una bocanada de aire puro que deja helados los sentidos. Esa era otra de sus virtudes: podía hacerte pasar de la dicha más inmensa a la desesperanza más profunda. Bastaba con estar en su presencia para considerarte el ser más feliz del universo, para quedar impregnado de su optimismo despampanante. Mas al marcharse, se instalaba en tu corazón un misterioso vacío que –lo sabías con seguridad- no podría llenarse si no con él. Pero él nunca se quedaba en el mismo sitio, jamás se reducía a un grupo de personas y tampoco podría llegar a ser de nadie. Resultaba tan inalcanzable como un sueño, y él mismo era consciente de ello. Igual que era consciente de su furiosa juventud, de su ingenio chispeante y de aquella delicada belleza que poseía.

Todavía me parece verlo bajo el cielo frío de abril, tan libre, enarbolando su armoniosa fiebre de adolescente, descarado y hermoso, enmarcado su rostro angelical por un suave cabello dorado, a medio camino entre el castaño y el rubio. Visto desde la distancia, parecía envuelto en un aura mística de libertad y de ensueño; pero yo sabía que todo era un efecto de la luz, de esa luz que escapaba de sus ojos como si estos fueran el astro más refulgente del firmamento.

2 comentarios:

Edu dijo...

Todo es luz, aunque alguna oscurece rapido...dominar el mundo...mejor asi, que no lo intentara, el cansa gobernarlo...
Un beso

Óscar Sejas dijo...

Creo que una vez conocí a alguien parecido, aunque el mundo terminó por volverlo loco de remate y lo encontraron muerto una mañana, hasta arriba de caballo en las venas en un poblado chabolista de Madrid.

Supongo que a veces hasta los ángeles se cansan de pasar desapercibidos para casi todo el mundo.

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