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El sol y la luna quieren
que nunca nos separemos.
Nunca. Pero el tiempo.
¿Y de qué está hecho el tiempo
si no de soles y lunas?
Pero el tiempo... Nunca.
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Miguel Hernández
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Miré por la ventana. Era otra vez el mar. El mar con sus ramos de nardos submarinos, con sus caricias de espuma recogida, con sus jardines secretos de coral; todo bañado por la respiración suave que nace en las profundidades de una caracola y que solo se escucha cuando te acercas ésta al oído.
Tú me esperabas en la orilla, recortada tu silueta sobre el atardecer. No sonreías, pero a cambio sonreían tus ojos por detrás de los cristales de las gafas, como cada vez que intentas hacer gala de una compostura de la que eres el primero en dudar. Quise llegar hasta tu lado para susurrarte lo mucho que te extraño y demostrarte que mis brazos no son de aire, como pensé durante un tiempo. Pero la propia realidad me lo impidió, recordándome que aún no era el momento.
Perdóname, porque a pesar de mis veinte años a veces no puedo evitar mirar por la ventana y ver solo lo que yo quisiera. Me asusta tanto mi propia ilusión que a menudo me obligo a tragar grandes dosis de pesimismo para intentar contrarrestarla. Pero en el fondo, con el pesimismo me pasa igual que a ti con tu compostura: que yo soy la primera en dudar de él, aunque luego nos haga el mismo daño que si fuera real. Es un secreto que no me atrevo a revelarme a mí misma. Tengo la íntima certeza de que, por detrás de tu racionalidad, tampoco habrás podido evitar mirar alguna vez por la ventana y ver sólo lo que querías ver en ese momento.
Y sigo contemplando el vasto océano enmarcado por los fulgores del crepúsculo, pensando que todo es cuestión de tiempo en esta vida; y sigo contando los días para correr hacia la orilla y fundirme contigo en un abrazo que desafíe a tu lógica y a mi inseguridad. Pero no te alejes; espera hasta verme aparecer.
No necesito decirte que allá donde vivo, el mar no se puede ver desde ninguna ventana…
Tú me esperabas en la orilla, recortada tu silueta sobre el atardecer. No sonreías, pero a cambio sonreían tus ojos por detrás de los cristales de las gafas, como cada vez que intentas hacer gala de una compostura de la que eres el primero en dudar. Quise llegar hasta tu lado para susurrarte lo mucho que te extraño y demostrarte que mis brazos no son de aire, como pensé durante un tiempo. Pero la propia realidad me lo impidió, recordándome que aún no era el momento.
Perdóname, porque a pesar de mis veinte años a veces no puedo evitar mirar por la ventana y ver solo lo que yo quisiera. Me asusta tanto mi propia ilusión que a menudo me obligo a tragar grandes dosis de pesimismo para intentar contrarrestarla. Pero en el fondo, con el pesimismo me pasa igual que a ti con tu compostura: que yo soy la primera en dudar de él, aunque luego nos haga el mismo daño que si fuera real. Es un secreto que no me atrevo a revelarme a mí misma. Tengo la íntima certeza de que, por detrás de tu racionalidad, tampoco habrás podido evitar mirar alguna vez por la ventana y ver sólo lo que querías ver en ese momento.
Y sigo contemplando el vasto océano enmarcado por los fulgores del crepúsculo, pensando que todo es cuestión de tiempo en esta vida; y sigo contando los días para correr hacia la orilla y fundirme contigo en un abrazo que desafíe a tu lógica y a mi inseguridad. Pero no te alejes; espera hasta verme aparecer.
No necesito decirte que allá donde vivo, el mar no se puede ver desde ninguna ventana…