martes, 13 de octubre de 2009

Veinte


Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes.
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Jorge Guillén
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Hoy luce el sol en Madrid, igual que aquel trece de octubre de hace veinte años en el que abrí los ojos por primera vez en un hospital que llevaba el nombre del día antes de mi nacimiento. Me han contado que hacía calor, que mi madre ingresó con una blusa de tirantes, y que cuando nací no dejaba de mirar a mi alrededor como si no me quisiera perder nada del nuevo mundo al que acababa de llegar. Era viernes y trece, un día que en la cultura anglosajona es considerado de mala suerte, porque precisamente el viernes trece de octubre de 1307 los Caballeros Templarios fueron arrestados por la Santa Inquisición, llevándose consigo océanos de secretos.

Nací a las dos de la tarde, puntual para la hora de la comida, a pesar de que en los meses y años sucesivos mis padres tendrían que ingeniárselas cantándome canciones o distrayéndome con muñecos de guiñol para que me dignara a comer algo. Comer nunca fue lo mío, como tampoco dormir. En realidad me pasaba las horas llorando, los días y las noches; lloraba tanto que incluso me salió una úlcera de ombligo… Cuando solo tenía unos pocos meses, mis padres me llevaron a urgencias, preocupados por mi incesante llanto. De camino, con el traqueteo del coche, me quedé dormida.

Mi pediatra, que se llamaba don Vicente, les dijo a mis padres que yo iba a ser de mayor una caprichosa y que iba a tener muy mal genio. Y no se equivocó, como se cuidaría de recordarles cada vez que en años sucesivos acudía a su consulta. Don Vicente murió cuando yo tenía cinco años, pero mis padres todavía me repiten en ocasiones sus sabias palabras. A pesar de ello, nunca dejaron de mimarme y de consentirme todos –o casi todos- los caprichos, y así crecí yo, convencida de que era la Bella Durmiente y de que mi nombre tenía todo el derecho del mundo a encontrarse en cualquier diccionario, seguido por la definición de «Niña princesa».

Recuerdo todos los treces de octubre adornados por el color de las hojas secas que comienzan a tejer una gruesa alfombra en las aceras y a mi madre cantándome por la mañana el cumpleaños feliz muy bajito, porque me acababa de despertar, y mi ilusión insomne al desenvolver los regalos y descubrir las nuevas Barbies que me había pedido. Me acuerdo de una en particular que tenía un vaporoso vestido azul y venía en la caja junto a un ruiseñor que cantaba cuando le apretabas el pico. Lo encontré un día en casa de mi abuela al volver del cole. Allí celebrábamos siempre mis cumpleaños. El sexto fue muy diferente a los demás, porque por primera vez tuve conciencia de lo que es hacerse mayor, de lo que es el Tiempo en realidad.

Y desde entonces, acompañando a la ilusión y a la algarabía de desenvolver regalos y sentirte la protagonista del mundo durante un día, comencé a convivir en cada cumpleaños con un peso que se me había instalado en el corazón y que me impedía alegrarme de crecer, como les pasaba a mis compañeras de clase. Mi infancia me parecía lo más maravilloso, y me cuidé de aprovecharla al máximo y evitar las prisas.


Lo extraño es que a veces se me ocurre que no he salido de ella, como si me hubiera quedado para siempre enquistada en el verso de una canción que ya no está de moda. Todo ha cambiado pero nada es igual; ahora las cosas aparecen bañadas de una nostalgia inseparable, como en aquella balada de Alberti. Mi colección de Barbies sigue en la estantería, pero extrañamente inmóvil y perfecta, aunque a veces sienta el impulso de volver a cogerlas y cambiarlas de vestido y cepillarles de nuevo el pelo. Al fin he descubierto que los cuentos de hadas no son más que cuentos, pero a decir verdad sigo esperando un final feliz para el mío, o tal vez un nuevo comienzo.

Hoy he desenvuelto los regalos con la misma ilusión de siempre para encontrarme no muñecas, sino libros. Mi madre me ha cantado muy bajito el cumpleaños feliz antes de desayunar e irme a la universidad. Igual que cuando nací, sigo durmiendo lo menos posible y llorando mucho, como me dicta mi inevitable naturaleza caprichosa, cada vez que algo no sale como había previsto. Es martes y trece, día de la mala suerte en los países europeos. Curiosa coincidencia. Y solo se me ocurre pensar que mi propio cuerpo de veinte años no me pertenece, igual que si alguien me hubiera arrojado en él por casualidad.

4 comentarios:

Edu dijo...

Felicidades amiga,sigue soplando versos y años.
Un Abrazo

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Edu dijo...

Hola Amiga, te he nombrado en la WEB Afinidades electivas, como una de mis preferidas de la lirica y la pluma.
Un Saludo

http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com/2009/10/eduardo-andradas-de-diego.html

Krizia dijo...

Qué bonito Marina!!!!....
un besito

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