
La noche tiene la forma de un grito de lobo.
(Alejandra Pizarnik)
Pienso en el mar y pienso en nada. En cientos de todos que se marchitan dentro de una bola de cristal donde siempre es invierno. Y fuera, dicen que las temperaturas bajarán de los cero grados centígrados. Como si eso importara.
Encontrar a alguien que quiera comprenderme es como tratar de atrapar las nubes con un cazamariposas. No resulta aconsejable atreverse a soñar por estos mundos, o arriesgarse a despegar, aunque levemente, los pies del suelo; enseguida te acusan de excentricidad y de tener mil pájaros en la cabeza. ¿Y qué les importa a ellos? A ellos, con sus realidades grises y su simplismo de hoja en blanco. A ellos, con su seguridad recalcitrante, afilada, hiriente; confiados respecto a su futuro; orgullosos de ser nadie y a la vez serlo todo; prácticos, miserables, hipócritas. A ellos, que con su prepotencia son capaces de dibujar los mundos que su inexistente imaginación no les permite.
Amo lo leve y lo transparente, lo sutil y lo frágil, lo temeroso y lo inseguro; lo humano. Tal vez, porque desde el fondo de mi bola de cristal –en la que siempre nieva- sigo buscando aquella estatua griega legendaria escondida en las ruinas del misterioso e imposible Peñón de la Pena Muerta.
Una vez creí encontrarla.
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El cielo se resiste a nevar, pintándose de gris la cara y esperando, enfurruñado, a que alguien se fije en la inmensidad de la luna llena esta noche; quizá esa sería la única forma de que transigiera. Y mientras tanto, la luna se muere de frío en su firmamento sin estrellas.
Ya no queda nadie que la mire. Las farolas de la ciudad adormecen las conciencias y levantan una fina capa de hielo sobre los sentimientos. Las primeras personas de los verbos campan a sus anchas por la noche, solas sin saberlo realmente. Yo las miro a todas y no puedo evitar verlas iguales, embutidas en el mismo traje gris que, al igual que el firmamento, tiene borradas las estrellas.
No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que creí distinguir dos luceros que, en realidad, no eran más que dos ojos. Tantos años soñando con algo que, al final, no es más que otro algo prisionero en la jaula de la mediocridad, del no entender y de la confianza ciega.
Una voz interior me susurra que, si los odio, es porque en el fondo me gustaría ser como ellos. No sentir, no soñar; solo vivir.
Experimento una creciente sensación de lejanía; y mientras, el viento del este agita con descaro las ramas de los árboles y me sonríe, conminándome a seguir soñando; y siento más cerca a ese viento infame que a las palabras de aquellos que se hacen llamar amigos.
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No podría ser como ellos, aunque lo intentara. Un día sin sombras amanecerá en mi bola de cristal el sol; y entonces, cuando me miren, se arrepentirán de sus palabras y de esa ironía que pretende ser fina, de su incredulidad y de su risa. Descubrirán que la ausencia de sueños es un desierto y que los auténticos prisioneros son ellos mismos. De su propia ignorancia.