lunes, 31 de diciembre de 2012

El faro


Pablo Piccasso, "Guernica"



-Quisiera –dije a Aire aquella noche- volver a vivir otra vez, hora tras hora, todos estos días que tú y yo hemos vivido juntos.

Luis Cernuda



No se acabó el mundo, pero se apagaron muchas ilusiones con las luces de Navidad. El salón volvió a perfumarse de infancia el seis de enero. Creímos ver a Paul Newman, y casi nos ahogamos en sus ojos de lluvia. Pero al final, siempre se escapa de todos los abriles, incluso aunque tengan la mirada azul, porque siempre hay noches que fundir, y madrugadas. A los veinte años, aún se dispone de suficiente tiempo como para jugar con él a los fuegos artificiales. Amigos de unas horas a los que no volverás a ver. Otros que se han quedado a vivir en tu corazón, pero que en algún determinado momento te das cuenta de que ya no viven fuera, sin dentro. De que ya solo existen en tu recuerdo. Hay otros que llegan para quedarse, y algunos que se quedan porque nunca podrán irse.

No, no se acabó el mundo, pero alguna noche fue la última sobre la Tierra. Nos lanzamos al precipicio y sobrevivimos, y nadamos dulcemente por las aguas de lo desconocido. Despertaron algunas Bellas Durmientes y Alicia quiso regresar al otro lado del Espejo. Amaneció una mañana de película –de Bogart-, y una chica vestida de seda emergió del sol para fundirse como una acuarela entre la lluvia. Nos perdió por el laberinto de la ciudad, como ocurría en aquella canción de Al Stewart, pero para entonces ya sabíamos que esa chica –y su lluvia- tenían fecha de caducidad. Y se llamaba amanecer.

No se deshizo el sol, pero precipitaron muchas estrellas sobre el Atlántico. Algunas depositaban deseos antiguos sobre la arena, y otras se los llevaban muy lejos, donde termina el tiempo. Rockanrolleamos en una playa que a veces se confundía con el Paraíso. Corrimos descalzos y gritamos, y nos soltamos el cabello para entretener al viento de levante. Bebimos ojos verdes y madrugadas. Soñamos, una vez más, con que el verano durase para siempre. Y de camino, nos perdimos por calles donde nadie nos conocía. Andalucía se te mete muy dentro de la sangre, y hay una parte de ti que jamás se aleja del mar.

Hubo cosas que se perdieron. Otras que se recuperaron, porque nunca se habían perdido realmente. Algunas cosas se pierden muy despacio, igual que si se resistieran a perderse… Nada se pierde, mientras exista esa resistencia. Nos arriesgamos, nos destrozamos el corazón, desafiamos los ojos nublados de noviembre, jugamos en el cielo, nos equivocamos, ayudamos; fuimos egoístas, buenos, mezquinos, desagradecidos, cobardes, valientes, tolerantes, idealistas; mentimos, nos mintieron, nos fundimos con el aire y volvimos a aparecer una noche de diciembre.

Y al final, brilló la esperanza, como un faro construido al fondo de la locura, del caos, de la alegría, de las lágrimas, de la nostalgia.

Que ella sea la semilla de donde brote 2013.

Feliz Año, y muchas gracias a todos por estar a mi lado. Por aparecer, por quedaros. Por quererme tal y como soy, con mis errores, con mis aciertos. Por conocerme… Por equivocaros conmigo, perder ilusiones al apagarse las luces, escapar de abriles deshechos, nadar por lo desconocido, gritar en la playa, mentirme, sonreírme y abrazarme. A mis amigos, a los que vais a serlo. A los que lo habéis sido. No, no es un mensaje estereotipado; me ha salido del corazón…

lunes, 24 de diciembre de 2012

Qué hace un canguro como tú en un sitio como éste




Deja la aguja, Sofía.
En el telón de estrellas,
tú eres la Virgen María
y Caperucita encarnada.

Todos los pueblos te cantan de tú.

De tú
            que eres la luz
            que emerge de la luz.


Rafael Alberti



Es un estereotipo demasiado obvio: llegan las Navidades, te invade la melancolía. Y sin embargo, resulta muy cierto, al menos en mi caso –y en mi casa. Las luces del Árbol son las mismas. Yo no soy la misma. Primer choque espacio-temporal. El canguro se erige una vez más, desafiante, sobre las montañas del Portal de Belén. Si tuviera que elegir una figurita con la que identificarme, creo que elegiría ese canguro. Después de todo, yo estoy perdida, sí, pero aquí ninguno es quien dice ser: Herodes no tiene corona, en realidad es un San José retirado de su papel de San José cuando hace muchos años me compraron, en un Todo a cien, otro que tenía la túnica azul, en vez de morada. Y ya se sabe, la que me traigo yo con el azul… Y no se compran los San Josés por separado: venía con Virgen incluida, muy mona ella, sentada en un taburete y con cara de sufrimiento –y eso que acababa de nacer su hijo. ¿Y dónde pasó la antigua Virgen María? Pues se hizo lavandera, que es un oficio mucho menos rentable, porque ni te llevan oro, incienso o mirra, ni una mala oveja. Y por ahí anda, cerca del río de papel de plata, camuflada entre las otras lavanderas. Como Virgen, era una Virgen muy normalita; pero la verdad es que como lavandera, es la más bella de todas. En parte, porque hay muchas que están desteñidas, puesto que eran del Belén que ponía mi padre hace cuarenta años.

Y es que aquí no se jubila nadie. Dentro de poco, como la política siga igual en este país, nos va a pasar lo mismo que a las figuritas. ¿Solución? Todos a lavar al río. O a hacernos Herodes –sin corona, eso sí, que ya tenemos suficiente con los Bo[r]bones.

El mío debe ser el único Belén del mundo que tiene un canguro –exceptuando alguno de Australia, por aquello del patriotismo y esas cosas; creo que me encantaría conocerlo-, así que fuera de mi casa, si me convirtiera yo en canguro, tendría poco que hacer. En ningún Belén querrían un canguro, y encima ateo.

Divagaciones navideñas, que no falten. Prefiero eso a escribir una parrafada larguísima y melodramática sobre por qué no felicitaré las fiestas a quien no me quiere –y es que no hace falta ser canguro para no resultar querido. Basta con ser, en el buen sentido de la palabra, buena –sí, a veces me pregunto si no viviremos todos al otro lado del espejo por el que Alicia cruzó aquel día… Pero yo me llevo los recuerdos, como buena sentimental, y esos nadie me los quita. Tengo una sábana de lágrimas tejida con recuerdos que cada Nochebuena dejo caer sobre el firmamento de Madrid, para que las luces de la ciudad se desenfoquen –las lágrimas nunca fallan; eso o quitarse las lentillas- y se me olvide por un instante el año, lo que me falta y hasta mi propia persona. Me gusta jugar a tener seis años, a ser una niña estereotipada que se pone triste con la llegada de las Navidades –un poco más triste que de costumbre- porque se acuerda de que hay personas que ya no están, y el vacío quema en el corazón como un hierro candente.

Definitivamente, no puedo dejar de ser una sentimental. O un canguro. Sí; si tuviera que elegir ser una figura del Portalito, sería un canguro: la figura que no existe. ¿Y un villancico? Pues ese que empieza diciendo: “En los pueblos de mi Andalucía, los campanilleros por la madrugá…”. Así, con sus guitarras de acompañamiento y sus acordes flamencos; nada de la versión hortera de Raphael, no os vayáis a pensar… Porque se me mezcla la vena de canguro con mi sangre del sur, y se forma un batiburrillo marinístico del que todavía no he podido salir. Y si añadimos a Bob Marley haciendo de paje del rey Baltasar, obtenemos una ecuación que desconcertaría al mismísimo Lewis Carroll.

Humor marinístico para contrarrestar la nostalgia navideña… Pero en el fondo echo de menos todo. Echo de menos incluso lo que todavía no he perdido, y tengo la sensación de que lo que ocurre a mi alrededor, ahora, es un tesoro, un tesoro que un día echaré de menos, cuando también lo pierda y pase a formar parte de ese manto tejido con lágrimas que desenfoca hasta las luces de los semáforos. Y abrazo estos momentos y los estrecho contra mi corazón, porque los presiento mágicos.

Y me alegro de no ser rencorosa. A las personas que quiero, las quiero siempre, y si me hacen daño, sigo queriendo a su recuerdo. El recuerdo de cuando ellas también me querían a mí. Lo de querer tanto, y querer verdaderamente, no sé si es una virtud o una debilidad, porque nunca te puedes enfadar del todo. A mí no se me nota mucho, porque la gente me dice que soy fría y antipática -¡si ellos supieran!-, un poco a lo Luis Cernuda. Y eso que a veces siento que se me va a salir el corazón del pecho.

Tengo la debilidad de querer, de sentir mucho. Soy vulnerable, como un canguro en las montañas del Belén. Y os lo confieso justo hoy, para contribuir un poco al atracón de estereotipos y de Papás Noeles escaladores que se ven por estas fechas…

 Feliz Navidad a todos.


viernes, 14 de diciembre de 2012

La ciudad de las nubes



"La corde sensible", René Magritte


Aunque el tiempo me borre de vosotros
mi juventud dará la muerte al tiempo.

José Hierro


Eres una de esas personas que sé que siempre van a estar ahí.

Puedo decir eso de muy pocas. Creo que eres la segunda, sin contar a mi familia. Hace tiempo, decía aquello de “cuando nuestros mundos se alejen…”. Pero después de este verano, de mi carta, de tu llamada, de las lágrimas; tengo muy claro que siempre estaremos juntas.


Érase una vez una ciudad construida con nubes. Los edificios, el suelo, los árboles: todos estaban hechos de nubes. El horizonte, de nubes coloreadas de sombras amarillas y rojizas, en un constante crepúsculo, se recortaba sobre un mar inmenso, azul, como un escalofrío de sueños. Había casitas bajas, y había rascacielos que sonreían a los caminantes. Había panaderías que impregnaban las calles de un delicioso aroma a bollos recién hechos y a viernes –el olor de los viernes es distinto al de cualquier otro día de la semana.

Cada día, Rafael Alberti bajaba a la playa, a contemplar el mar, que rimaba con el azul de sus ojos, y a escribir poemas. Sus cabellos eran rubios otra vez, su piel tersa, y en la sonrisa llevaba colgado el rumor del viento de levante. María Teresa, su eterno amor, sonreía sentada en una roca –hecha también de nubes-, mientras memorizaba sus melancolías.

En uno de aquellos atardeceres, apareció un hombre junto a la orilla. Era joven, y parecía desconcertado. Rafael y María Teresa corrieron a su lado, y a ayudaron a sostenerse, ya que en su estado de estupor parecía imposible que se pudiera mantener en pie. Aquel hombre estaba empeñado en que él tenía más de noventa años, en que se había vuelto loco, porque miraba sus manos y en ellas no había una sola arruga. Rafael le explicó que, en aquella ciudad, nadie podía envejecer. Hacía muchos, muchísimos años, cuando aún existía el tiempo, había caído un meteorito que detenía el crecimiento –y la muerte.

Rafael le contó más cosas al recién llegado: que Fernando Fernán Gómez actuaba esa misma noche en el Gran Teatro Nublado, que iría a verlo nada menos que el gran Paul Newman, y que alguien estaba tratando de convencer a Mozart para que pusiera el acompañamiento musical. Que él tenía una entrada de sobra, y casi podía decir que dos, porque uno de sus acompañantes, Luis Cernuda, se había ofuscado en el último momento, y seguramente preferiría quedarse en casa o ir a la de Oscar Wilde para debatir acerca del dandismo… Rafael le ofreció las dos entradas al hombre: una para él y otra para su esposa. Su esposa, que le esperaba en una deliciosa casita de dos plantas, hecha de nubes.

Cuando el hombre oyó hablar de su esposa, y de que ella lo esperaba, se olvidó de coger las entradas y su rostro se iluminó con una sonrisa soñadora, como la de otros tiempos. Mientras caminaba hacia su nuevo hogar, se cruzó con otro hombre joven, alto, de cabello rubio y ojos muy verdes. Parecía que le conociera, aunque nunca antes le hubiese visto. Él llevaba ya dos años viviendo en la ciudad de las nubes.

Los dos sabían que muy lejos, dos muchachas lloraban porque no podían tenerlos a su lado. Lo que ellas desconocían es que los sentimientos son más corpóreos que la presencia física, y esos no se esfuman. Son capaces, incluso, de construir ciudades –hechas de nubes.


Te dedico este cuento, porque así me lo imagino yo. Y porque a veces, es necesario soñar un final feliz…

viernes, 30 de noviembre de 2012

Let's dance


René Magritte, "Magie noire"



Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.

No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.

Luis Cernuda



Para despertar de un sueño, basta con emprender el vuelo o cerrar los ojos…

Cerré los ojos con fuerza  y conté hasta diez.

Al abrirlos, todo había desaparecido. Erik Satie devoraba el crepúsculo desde el tocadiscos del salón, y mis dedos volvieron a acariciar imaginariamente las teclas de aquel piano.

Era otra vez yo, bailando valses sobre el parquet cuando nadie me veía, con la sombra de mis diecisiete años posada sobre el hombro y el fantasma de un amor inexistente frente a mí, preguntándome si le concedía el siguiente baile.

Todo aquello cruzó por mis pupilas al abrir los ojos.

Desde la ventana de mi habitación, podía ver el madrileño hospital Doce de octubre, donde vine al mundo hace algo más de veintitrés años. Pensé que en esos veintitrés años he avanzado poco, si desde mi ventana puedo seguir contemplando mi lugar de origen. La realidad resulta tan paradójica. Tal vez, las cosas no cambien del todo, y la vida sea un solo verso interminable, como decía Gerardo Diego. Si el día de mi nacimiento hubiera podido mirar por la ventana de la habitación de aquel hospital, hubiese visto el solar vacío donde seis años más tarde se levantaría mi urbanización. La mirada es lo que cambia: no es igual sentir un estremecimiento al pasar en el autobús frente al Tanatorio Sur, que asomarse a la terraza de ese mismo tanatorio, con el alma hecha añicos, y ver pasar los autobuses.

¿Por qué no bailar otra vez? En realidad, nadie me mira: soy yo quien los contemplo a todos, y anoto sus gestos, dibujo sus facciones en un mapa imaginario que guardo en una media sonrisa intrigante, lejana. En otras ocasiones, paseo por el mundo como si me deslizara por el interior de una bola de cristal, de esas bolas que se compran como souvenir en cualquier ciudad europea, y lloro con lágrimas invisibles.

Invisibles… invisible. ¿Cuál es la verdadera respuesta? Resulta maravilloso sentirse mirada, contemplada, pensada, pero finalmente acaba siendo un reflejo, una ilusión. Podría bailar por todas las calles del mundo sin que nadie se detuviera para mirarme. Podría volar. Podría arrugar el universo como una bola de papel, y soplar, y alejarme de todo, hasta de mi conciencia. Y el universo se quedaría allí, pequeñito, abandonado en medio de la nada, con sus millones de almas ciegas buceando por los mares de la felicidad. Entonces nadie me recordaría, salvo mi propia sangre, esparcida sobre la tierra.

Es difícil mirar las sonrisas invisibles. Se confunden con las luces del día, y por la noche se desvanecen hasta perderse. Tampoco es que los invisibles resultemos muy atractivos; lo que nadie se imagina es que dentro de cada uno de nosotros hay un planeta en miniatura, inundado de mundos. Eso solo lo sabe el propio invisible.

Es difícil, incluso, que se detengan para leer estas palabras, o que las busquen, buscándome a mí en ellas. Tan difícil como que alguien me espíe mientras dibujo valses con los ojos cerrados.

No; nadie me mira. Bailemos…

domingo, 25 de noviembre de 2012

El sueño de una noche de verano


René Magritte



“Hay cosas conocidas y cosas desconocidas, y en medio están las puertas.”

Jim Morrison


Aquella noche no era la noche del último día sobre la Tierra. Madrid se disfrazaba de ciudad evanescente, brumosa de luceros escondidos y de esquinas solitarias. Sucedió en verano, como todos los sueños hermosos. Porque el otoño es la estación de la melancolía y el invierno sólo sirve para tiritar y para soñar otra vez con las luces de julio y agosto.

-¿Me consideras un amor imposible?

Ella lo miró, espantada.

-¡Qué directo! Yo… -tragó saliva-. Es mejor no abrir la Caja de Pandora. Lo que es imposible, será siempre imposible…
-Con tu ley de los amores imposibles, estás pasando por alto la posibilidad de que yo pudiera enamorarme de ti.
-¿Enamorarte tú de mí…? ¡No, ni se te ocurra! Eso sería terrible.

Sus palabras dieron lugar a unos segundos de silencio en los que él sonrió levemente, como vislumbrando el final de una historia que siempre había conocido.

-¿Y si ya lo estuviera?

Ella lo miró, sintiendo como, uno a uno, se rompían todos sus perfeccionados esquemas; calibrando su posición entre el presente y la invisible puerta desde la cual se vislumbraba el vacío de lo desconocido. Finalmente, guiada por fuerzas inconscientes, decidió cruzarla.

-Te respondería que yo también lo estoy…

Él volvió a sonreír, porque aquellas palabras no constituían en absoluto una revelación. Se acercó suavemente a ella y le dijo:

-¿Te atreverías a darme un beso?

La joven abrió mucho los ojos; parecía que se fuese a desmayar de un momento a otro. Al fin, consiguió articular una respuesta, que constituía en realidad otra pregunta:

-¿Y tú? ¿Te atreverías tú?

Él esperó unos segundos antes de responder:

-Claro…

Fue como saltar al vacío con los ojos vendados. Y el mundo entonces se resquebrajó en dos: lo que había sido antes de ese momento, y una historia nueva que empezaba justamente en aquel beso. Todas las Bellas Durmientes se despertaron, los versos de Salinas se volvieron realidad, y los maleficios de las brujas malvadas se desvanecieron de repente. La muchacha abrió los ojos dentro de aquel vacío, y se encontró a sí misma buceando en lo imposible, cuyas aguas eran de plata, dulces y aterciopeladas, y la envolvían en un abrazo cuajado de azules, de mares que no terminan y de finales felices. Aquella no era la noche del último día sobre la Tierra, pero hubiera podido serlo. 

Cuando se separaron, ella, aún con los ojos como platos, comenzó a acariciar con delicadeza el rostro de él, memorizando sus facciones, asegurándose de que podría recordarlas cuando despertase. Él, sin dejar de mirarla, dijo:

-Te he esperado toda la vida.

En el cielo infame de Madrid se encendieron las estrellas que nunca antes se habían vislumbrado. Y dentro de aquel sueño, ella soñó con no despertar jamás…

jueves, 22 de noviembre de 2012

La espera



Roy Lichtenstein


Como las nubes ceden luz
Como un amor dudando nace

Luis Cernuda



Tenía el cabello castaño, esponjoso, con suaves bucles derramándose sobre la frente. Una sonrisa bonita, grande e infantil; la nariz recta, aristocrática; los ojos negros y amables. Era algo así como el amigo de la amiga de una amiga. Lo curioso, sin embargo, es que tiempo después ella no podía recordar a su amiga original, y sí a aquel simpático muchacho, alto y delgaducho, que vestía con una camiseta gris de algodón y unos vaqueros, con el que estuvo hablando toda la noche.

Recordaba la luz de su mirada, que lo sumía en un aura de inocencia. Era bondad lo que transmitían aquellos ojos, y una nota de profundidad y calidez que muy pocos seres pueden conservar después de traspasar el umbral de la adolescencia. Parecía como si se conocieran desde siempre. Y eso que ella era la chica introvertida, poco carismática, torpe en cuanto a habilidades sociales; y él representaba todo lo contrario: no había nadie que no lo conociera, que no lo buscara. Sin embargo, durante esas horas solo tenía ojos para ella.

Recordaba sobre todo el final de la noche, cuando ambos, junto con la amiga de la que ya apenas se acordaba, se tumbaron sobre el césped húmedo, escuchando el coro de grillos que ponía un broche plateado al verano.

Hablaban de un viaje a quién sabe dónde: su amiga trataba de convencerla para que se uniera.

-¿Tú también vas? –le preguntó ella al chico, que en ese momento la miraba profundamente.

De repente, no existía ya la amiga. Tal vez se hubiera quedado dormida, o tal vez se marchase discretamente; el caso es que, de repente, se habían quedado los dos solos.

-¿Tú quieres que vaya?

Tenía una voz suave, transparente: una voz que acentuaba aún más su juventud.

-Claro…
-No… No me has entendido. Me refiero a si… si de verdad quieres que vaya.

Dicho esto, la besó brevemente en los labios. Fue un beso diminuto, dulcísimo. Ella sintió arder sus mejillas, compuso una sonrisa ruborizada y musitó:

-Sí; de verdad.

Entonces, él también sonrió con timidez, con exquisita inseguridad, y se apartó un mechón castaño de la frente.

-Iré.


Después, desapareció. No recordaba con qué excusa. Ella se quedó esperándolo en el jardín, pensando en su nombre que el tiempo le haría olvidar.

-No te preocupes; volverá –le dijo su amiga, divertida ante su solemne espera.

Pero lo cierto es que no volvió. Nunca volvió. Su recuerdo quedó enquistado para siempre en mitad de un confuso laberinto de veranos, noches, grillos, cabellos castaños y viajes a ninguna parte. Se confundía con la materia de la que están hechos los sueños.

Sin embargo, no había pasado tanto tiempo. Tal vez una noche, tal vez varios años. Qué podía importar… Ella no dejaría de esperarlo. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Canciones


Casablanca (1942)



Es la nueva canción,
y la vieja canción...
¡nuestra pobre canción!
¿Quién soy yo?...
Mi vida está en el aire dando vueltas.

León Felipe


Hay mundos que se esconden en una bola de cristal. A veces, me entretengo en agitar la mía, esa que siempre reposa sobre mi escritorio, al lado de la pantalla del ordenador. Tiene dentro el recuerdo de una ciudad. Y cuando la agito, vuelve la nieve, y yo estoy dentro.

Vuelve el frío y las noches prematuras. Los puentes de piedra. Los guantes, las horas de insomnio. Estabas muy sola en tu disfraz de sombra. Los pasados no nos persiguen, ¿o sí? Ayer me choqué súbitamente con uno y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Camino casi desvanecida en el aire, pensando que hay pasados que nunca volverán. Querer no sirve de nada. Las cosas se escapan irremediablemente, como pompas de jabón. Somos un suspiro: polvo en el viento. Siempre me ha emocionado esa canción. Kansas me recuerda a Simon y Garfunkel, a tiempos en los que se hacía música de verdad, tiempos no vividos pero sí intuidos, que parecen más míos que los años que me rodean.

Qué sería de la vida sin la música. Vivir no es más que resbalar por canciones encadenadas: cada momento y cada persona tienen su propia canción. Mi abuela cantando Ojos verdes –“¡como los tuyos!”- de Conchita Piquer, mientras hacía la comida. Los encinares del pueblo y aquella vieja sevillana de los Amigos de Gines: La vuelta del camino. Groenlandia y mi ilusión infantil cada vez que escuchaba el verso en el que el cantante decía que sería capaz de buscar a su amada por los anillos de Saturno. Al alba: la primera canción que me enamoró. Sábado a la noche me producía la euforia de sentirme rockera en el salón de mi casa –eran los únicos momentos en los que no quería ser princesa de cuento-. Toda mi vida he querido dedicarle a alguien Te doy una canción, la de Silvio Rodríguez, cuando mi padre pinchaba el vinilo después de cada cumpleaños, después de que los invitados se hubieran ido y él mirase el viejo tocadiscos con una copa en la mano y lágrimas en los ojos –es posible que también tropiece muy a menudo con los pasados-.

Mi madre siempre será aquellos versos de Goytisolo, cantados por Paco Ibáñez, que me dan esperanzas cuando toda la luz de la tierra parece haberse apagado: "tendrás amor, tendrás amigos"… Una vez encontré un tango de Gardel, titulado No te quiero más, que escuchó Luis Cernuda mucho antes que yo. Y cada vez que lo vuelvo a oír, le siento más cercano. Después llegó Jim Morrison, con su melena de adolescente rebelde, incitándome a perderme por los acordes alucinógenos de su Barco de cristal… “Antes de que caigas en la inconsciencia, permíteme darte otro beso”. La próxima vez que vuelva a Venecia, podré recordar aquel efímero y platónico amor y cobrará sentido la canción de Aznavour: Venecia sin ti. París, para mí, será el de La bohéme, y no aquel otro con el que me topé de bruces un verano, aquel tan inmenso y deshumanizado.

Pero la canción de amor por excelencia es Nights in White satin, de los Moody Blues, que me invita a derretirme caminando por las calles de una ciudad cuyas luces se difuminan a causa de las lágrimas, de la mano de la única persona que sepa interpretar esas luces y traducirlas al lenguaje de los sueños.

Cuando desaparece alguien, siempre me queda su canción. Las personas se refugian en canciones y las ciudades en bolas de cristal en las que nunca deja de nevar…


martes, 16 de octubre de 2012

Otoños contemporáneos



...esas hojas, los pájaros, las nubes,
las palabras dispersas y los ríos,
nos llenan de inquietud súbitamente
y de desesperanza.

No busquéis el motivo en vuestros corazones.
Tan sólo es lo que dije:
lo que pasa.

Ángel González



En octubre, lloraban las mariposas. Al Stewart regaba con su piano las tardes en las que todavía no se había puesto el sol, y entonces podía ser el Año del gato o el de los pájaros, si atendemos a las diminutas manchas que parecían volar por el cielo azul de aquella mirada presente en las antologías de Perrault. Aquella mirada que deseabas guardar para siempre en un frasco con la etiqueta de “Inolvidable”.

Esperabas una palabra y siempre la misma ventana cerrada, mirándote desde el edificio que quedaba a tu derecha cuando salías a pasear tus soledades por la calle flanqueada de castaños que recorriste tantas veces en compañía. En vez de palabras, aparecieron copos de nieve.

Y eso, en pleno mes de octubre, y con un sol radiante.

Con el frío volvió una voz antigua, una voz de tardes de invierno y juegos de niñez, una voz ya distinta, que hablaba de que las cosas no se podían borrar sin más. ¿Era mejor eso que el hielo?

También volvieron las miradas de soslayo y los abrazos, y las manos que jugaban con tu pelo porque ya no tenían nada que perder por el camino. Las poesías antiguas, el sentido de algunas páginas caducas de tu diario. Aquel timbre infantil pronunciando tu nombre, y la complicidad de antaño.

Hubo otras cosas que no volvieron. No volvieron los aviones el día previo a tu cumpleaños, ni volviste a subir a la azotea para ver el cielo colorearse con humos que dibujaban una bandera en la que no creías, pero que en aquellos momentos te gustaba, porque disparaba la monocromía de las nubes. No volvieron las conversaciones al regresar del colegio, ni las películas de Disney cuyos diálogos te sabías de memoria –éstas volvieron, pero en soledad. No volvieron las risas, ni las discusiones absurdas, ni el “mi trozo es más pequeño”. No volvió la ilusión de cada trece de octubre.



Un invierno infinito e inconsciente lo envolvía todo, llevándose incluso las palabras y las miradas. Te gustaba entonces perderte por los abismos dorados y letales del pasado, para encontrar la huella de las cosas que ya nunca más volverían, y aprender a continuar siendo consciente de tu propia identidad, un setenta por ciento de cuya esencia es el echar de menos. El resto, un ochenta más o menos –siendo de letras, eso de los porcentajes nunca lo has llevado a rajatabla- corresponde a las miradas de cielos de pájaros.

Y octubre continúa, cada vez más frío.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

El frío




Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.

Y lo perdimos para siempre.

(Ángel González)


Hoy lo he sorprendido, al frío. Se había colado por una rendija de la puerta y, sin que nadie lo viera, se había acercado peligrosamente a la cama donde yo soñaba con habitaciones blancas. Desperté a tiempo y, con un estremecimiento, me tapé con el edredón.

Sin embargo, no pude evitar que ese mismo frío se instalara dentro de mi alma. Así fue como comprendí que ha regresado el otoño.

Esta mañana, un viento descarnado agitaba las copas de los árboles. Todo me hablaba de otoños y de soledad: la lluvia, el café caliente, las orejas heladas de la gata, la desconfianza del sol que no ha terminado de salir aún, las palabras que nunca fueron pronunciadas. Aquellas otras que jamás lo serán.

Volveré a refugiarme en canciones antiguas, a escribir versos que anestesien mi corazón desbocado, a soñar con paraísos que se esconden en los mares del sur, a mendigar la esperanza en los bordes de las semanas que terminan. “La soledad no está fuera, sino dentro de mí”. ¿Dónde leí esa frase? Pero la respuesta parece lógica. 

El verano se aleja, llevándose consigo todos sus espejismos... Regreso a mi eterna región de melancolías solas.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Veintiuno de septiembre


Luis Cernuda en 1928

No conozco otro mundo sino es éste,
Y sin ti es triste a veces. Ámame con nostalgia,
Como a una sombra…

Luis Cernuda


Cada 21 de septiembre muere el verano. Las horas, como hojas crujientes, comienzan a sucederse a un ritmo implacable. En el paisaje que hay tras la ventana de mi cuarto se refleja el sol de la tarde, y la llegada del otoño parece un secreto aún.

Pero yo sé que acecha el frío detrás de cada sombra, detrás de cada sonriente rayo de luz. El frío y los noviembres húmedos de nostalgias inciertas. Me invade el espíritu otoñal, a pesar de que en la calle hagan más de treinta grados, y de que todavía no hayan cerrado las piscinas. El fantasma del otoño viste de dorado y de memorias sueltas, de cabellos pálidos y sonrisas tristes. De adagios de Albinoni y tangos de Gardel; de versos de Cernuda.

-Es tremendamente curioso que yo naciera, precisamente, el día en el que muere el verano –dice Luis, emergiendo de uno de sus libros y sentándose a mi lado-. ¿Por eso siempre me acompañará esta nostalgia?
-Siempre esta nostalgia, esta inseparable / nostalgia que todo lo aleja y lo cambia… -recito casi de forma inconsciente.
-¿Rafael Alberti? –me reprocha Luis con sorna- Te creía con más gusto.
-Es mi segundo poeta favorito, por detrás de ti –me apresuro a puntualizar.
-Alberti es la frivolidad hecha persona… un ignorante lleno de simpatía que se suma sin ningún tipo de complejo a las modas literarias del momento…
-Qué duro eres a veces, Luis –le regaño-. No deberías prejuzgar a las personas de esa forma. Nadie que haya leído Sobre los ángeles podría defender la supuesta frivolidad de Alberti. ¿Lo has leído?

Luis se remueve, incómodo, y espera unos segundos antes de responder:

-Sí, lo he leído.
-Entonces sabrás que surgió de un desengaño amoroso, igual que tu Donde habite el olvido.
-¿Maruja Mallo? ¡Ja! No puedes comparar lo mío con Serafín y lo suyo con esa…
-¡Luis! ¿Por qué tienes que ser tan duro juzgando a las personas sin conocerlas en profundidad? No soporto que mis dos poetas favoritos tengan que llevarse mal entre ellos.

Luis guarda silencio, con los brazos cruzados y un gesto de elegante altivez.

-Pues solo me faltaba que ahora te enfadases también conmigo… -digo.
-Creía que tú me comprendías, pero ya veo que sigo estando solo.
-¿Por qué dices eso? Sabes que yo siempre he estado y estaré a tu lado…

Entonces, Luis relaja la expresión y suspira.

-Sí, ya lo sé. Estabas incluso antes de poder estar.

Hay una soledad palpable en el timbre de su voz.

-A veces pienso que el amor no es posible porque está perdido en épocas, en años, en generaciones –continúa-. Somos tan pocos, y tan mal repartidos. ¿Qué harías si el amor de tu vida estuviera en el siglo dieciocho?
-Eso ha sonado mucho a naipes y barajas perdidas, Luis.
-Pero no me digas que nunca te lo has preguntado. Imagínate que todos pudiéramos reunirnos un día, por encima de los tiempos, en un siglo sin número, en una dimensión alternativa.
-Hubieras sido mi mejor amigo –confieso, insistiendo en algo que ya conoce-. Si el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses / fuera uno, esta nota que en mí inaugura el ritmo, / unida con la tuya se acordaría en cadencia… Y eso no es Alberti.

Le guiño un ojo. Luis sonríe levemente, antes de continuar:

-… Y alcanzar aquel muro del espacio / separando mis años de los tuyos futuros.

Sus palabras dan paso a un cómodo silencio, aquel que solo se puede establecer entre dos almas que conectan entre sí. La mirada profundísima de Luis almacena un cúmulo de sentimientos encontrados, y en ninguno de ellos se encuentra el desprecio. Sé que, al final, le acabaré convenciendo de que Alberti es buena persona, porque ni siquiera él está convencido de lo contrario. Me gustaría poder guardarme esa mirada para volver a perderme en ella cada vez que yo también me encuentre sola.


Abro los ojos. Es el otoño, disfrazado aún de verano, quien vuelve a llamar a mi ventana en este veintiuno de septiembre extraviado en un siglo gélido.

-Feliz cumpleaños, Luis –susurro para mí, suponiendo que nadie más me oirá.

Entonces, las copas de los árboles que hay frente a mi ventana se estremecen levemente, agitadas por el aire que a veces se confundía con su persona…


Tal día como hoy, hace 110 años nacía en Sevilla Luis Cernuda, el poeta de la soledad. Sirva esta entrada como homenaje a su memoria.

martes, 18 de septiembre de 2012

Diarios conileños (III)

Conil de la Frontera


Una mujer dormida
lanzó el mar en la arena esta mañana,
una mujer creada por ti bajo las olas
ya hace tiempo.
No se parece a nadie, sólo a ella.
¿Quién es? El mar la mira.
Mudo está el mar. ¿Acaso
puede saber el mar lo que tú inventas?

Rafael Alberti


3 de agosto de 2012:

La playa de Conil es ancha e interminable; su cielo manchado de gaviotas se confunde con el azul del Atlántico, ambos separados por una línea recta, apenas perceptible para el ojo humano.

Caminas a buen paso por la orilla, estremeciéndote con cada sacudida de la marea sobre tus pies, respirando muy profundamente, como si quisieras retener para siempre en tus pulmones el olor limpio del mar. A lo lejos, muy lejos, recortado sobre el horizonte, se erige el misterioso Torreón.

El Torreón es una edificación abandonada en medio de la arena, en un lugar en que la playa termina para el turista común, en un paisaje al que no han llegado los hoteles ni los apartamentos, y que se halla colonizado por las dunas y los acantilados. No podrías definirlo con exactitud. Bien pudiera tratarse de las ruinas de una antigua fortaleza de la que se hubiera perdido todo, salvo una torre: esa explicación justificaría el hecho de que alrededor de ella no haya nada más que arena y cielo.

Tu loca imaginación de poeta, sin embargo, te susurra que, sin duda, ese Torreón fue la prisión de una princesa que envejeció esperando a un aguerrido caballero que la liberara.

De lejos, en el Torreón se distingue una ventana diminuta, por la que debía asomarse la Princesa cada anochecer. Tal vez aún, cuando brilla la luna llena y se refleja sobre la oscuridad insomne del Atlántico, una silueta fría, desvanecida en la distancia, vuelva a asomarse por aquella ventana.

Porque tú sabes que el aguerrido caballero nunca llegó: que la Princesa sucumbió al Tiempo y se deshizo como una hoja crujiente en el otoño, soñando con alguien que nunca la encontraría. Porque la mayoría de cuentos están equivocados, y los caballeros en realidad nunca lograron liberar a las princesas de sus respectivas prisiones, movidos por un sentimiento de amor infinito capaz de derrumbar montañas. Porque la eternidad no es válida para los amores correspondidos, suponiendo que estos en verdad existan.

No hay ningún camino que conduzca al Torreón. Se encuentra este posado sobre la arena, inmóvil y frágil, y a la vez desafiante ante el paso del tiempo, porque nadie se atreverá jamás a derruirlo. Igual que tú tampoco te atreverías a llegar hasta él y cruzar por su puerta, en busca del cadáver de la princesa marchita. Tal vez porque temas romper para siempre la leyenda.

Y así, el Torreón para ti nunca dejará de ser un límite: el punto máximo al que consigues llegar caminando por la playa. Porque si no te impusieras ningún límite, quizás seguirías caminando y caminando por la orilla hasta bordear la costa entera del universo, acariciada por la lengua salada del mar.

El misterioso hechizo del Torreón reside en que, por mucho que camines, siempre parece inmóvil en su lejanía, como fundido con la inalcanzable línea del horizonte.

lunes, 10 de septiembre de 2012

(Paréntesis)


Conil de la Frontera


Quisiera estar solo en el sur.

(Luis Cernuda)



Miro la noche naciente a través del cristal, penumbrosa como el final truncado de un cuento de hadas. Madrid afila cuchillos de farola y, en el séptimo firmamento, arde una estrella solitaria. En mi habitación solo se escucha el rumor apagado del aire acondicionado y los levísimos suspiros de la gata, profundamente dormida sobre la colcha.

La inspiración es hoy un fantasma cobijado en los rincones del no ser. Abandonada, siento fluir por mis venas una incierta melancolía que me conduce a añorar los azules del Atlántico. Leeré poemas de Rafael Alberti para invadirme de azul, para quemarme los pies de arena finísima de las playas gaditanas bajo el contacto de un sol constante e indolente, para viajar por cielos tachonados de gaviotas insomnes.

Voy a cerrar los ojos y a pensar que estoy frente al mar. Que el rumor apagado del aparato del aire acondicionado es el rugido suave de las olas embistiendo dulcemente la orilla. Que la luz de farola contorneada sobre el negro sin esperanzas del cielo madrileño es en realidad la silueta anaranjada de la luna llena, reflejada también sobre las aguas. La playa, solitaria y grave, me susurra secretos de eternidad.

Voy a pensar que no tengo nada en lo que pensar. Voy a dejarme caer sobre la arena fría de mi playa, esperando oír aquellas voces conocidas y sonrientes que me llaman por mi nombre y aguardan, como cada año. Voces salpicadas de verde, de mares del norte, de viento.

Igual que el levante que parece haberse instalado en mi imaginación, trastornándola…


Definitivamente, leer a Alberti en plena nostalgia conileña es abrir la puerta a una insana –pero necesaria- evasión de la realidad. Y qué diablos hago yo tan lejos del océano…

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Diarios conileños (II)


Conil de la Frontera

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y el deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?

Luis Cernuda


2 de agosto de 2012:

Tu estado de ánimo se debate entre la cercanía del mar y la acuciante falta de intimidad que te embarga. La soledad se vuelve tan necesaria como añorada, porque resulta difícil para los demás comprender al alma propensa a la poesía. Comprender que, a veces, el viento regala oraciones que solo se escuchan con los ojos y los labios cerrados; que a la hora de traducir en palabras el ronroneo suave del océano, la más inocente de las miradas resulta indiscreta.

Compartir con alguien un silencio, sin que este se vuelva incómodo o raye las fronteras del hastío, es la más alta demostración de complicidad, de conexión entre almas, que casi trasciende lo humano.


Levantas la cabeza del cuaderno y dejas que tus cabellos  se estremezcan bajo el murmullo de la brisa, igual que las palmeras que saludan con sus hojas al sol de mediodía. Cuando tus ojos buscan la línea del horizonte para encontrarse con el azul cansado del océano, sonríes al descubrirlo todo borroso, y coges las gafas de forma resignada, automática. Es la realidad, de nuevo, imponiéndose sobre la belleza de lo evanescente, sobre las ciudades construidas por tu soñar insomne; recordándote maliciosamente tu frágil condición humana.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Diarios conileños (I)


Conil de la Frontera

En sueños la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Rafael Alberti


1 de agosto de 2012:

A medida que anochece, tu alma se va desprendiendo levemente de las cortezas del invierno. La ilusión, siempre inmóvil en la esquina más oscura del pensamiento, irrumpe de repente con afanes de estrella y te estremece como una marea.

Es la noche gaditana.

Todo un año soñando con volver a sentir en la piel la presencia invisible del Atlántico, su caricia húmeda y traviesa que descompone tu cabello y le otorga un toque salvaje y leónido; un toque que parece querer decir “has vuelto”, como si el océano te reprochara haberte alejado durante tantos meses formando, como formas, parte de él.

Piensas todo eso mientras tus sentidos se desatan y florecen al contacto con un aroma de azahar y de dama de noche que flota en el viento. La luna llena otorga una claridad insomne al firmamento, ocultando todo rastro de luceros. La contemplas así, enmarcada de palmeras que te regalan recuerdos imposibles de oasis y de velos, y de perfumes y canciones milenarias.

Caminas hacia el pueblo blanco, posado sobre el mar, y casi de forma inconsciente te vas internando por sus calles estrechas que juegan a esconderse y a deslumbrarte con un nuevo tesoro esperando detrás de cada esquina.

Todo te atrae con un magnetismo misterioso: los puestos ambulantes que exponen fulares, objetos de cuero, estrellas de mar; el olor andaluz a pescaíto frito y las aceras invadidas por sillas y mesas donde cenan los turistas. Y más allá, una guitarra española que se desangra.

Desde el cielo, por encima de los tejados, la luna y su hechicera claridad lo envuelven todo en un nimbo de misterio, de ensoñación, despertando una parte de ti que lejos del Sur presientes dormida, como si hibernara. La pasión que te recorre el alma te hace recordar épocas que nunca has vivido, te hace creer que, tal vez, un día también caminaste por aquella ciudad entre sombras y maleficios y danzas orientales. Es un presentimiento fuerte, palpitante, viejo como el tiempo.

Y entonces -¡oh, entonces!- piensas en el amor: en esa dimensión siempre irreal o lejana, siempre inalcanzable –por uno u otro motivo-, siempre oculta. Y tus afanes insatisfechos se elevan directamente hacia la luna, que los expulsa en forma de viento para acunar pausadamente las olas del Atlántico.

lunes, 30 de julio de 2012

Los ojos negros




Todo era gris y estaba fatigado,
igual que el iris de una perla enferma.

Luis Cernuda


Barcelona, enero de 1938:

Según las indicaciones de la carta, el café elegido para nuestra cita se encontraba precisamente en la Rambla, y era uno de los pocos que seguían abiertos en la ciudad durante aquellos días. Por lo que había oído, se trataba de un lugar célebre entre la aristocracia y la alta burguesía barcelonesa, uno de los más elegantes de la zona. Café de l’Òpera, se llamaba.

No me costó encontrarlo. Se trataba de un local amplio y alargado, decorado al estilo modernista, pero con algunos detalles neoclásicos; muy acorde con la personalidad de mi viejo amigo. Dentro no hacía frío, y el agradable ambiente se hallaba envuelto en un delicioso aroma a café recién hecho. Sin dejar de mirar a mi alrededor, me adentré por aquella especie de santuario de calma que contrastaba extrañamente con el caos que se respiraba en la calle. Las paredes estaban cubiertas por inmensos y lujosos espejos, y las lámparas del techo dibujaban formas vaporosas. Me detuve un instante frente a la pared, sobresaltado por mi propio reflejo. La barba de días me otorgaba un aspecto desaliñado, y mi viejo abrigo gris se encontraba fuera de lugar en aquel ambiente, aunque nadie había reparado ni siquiera en mi llegada –algo que, desde luego, hubiera sido muy distinto en la época de esplendor del café; tal vez ni me hubieran dejado pasar con aquellas pintas.

Se escuchaba de fondo el rumor de una radio que retransmitía en esos momentos la voz de Manuel Azaña, pidiendo a los españoles republicanos que no perdiéramos la esperanza. Sin embargo, nadie parecía prestarle atención, como si sus palabras fueran un eco remoto, como si tuvieran la terrible certeza de que la guerra ya estaba perdida. Los rostros de las pocas personas que desayunaban, sentadas en las mesas, parecían reflejar esa misma sensación: un cierto aire elegante y decadente a un tiempo, taciturno, melancólico, casi indolente. Los camareros, ataviados con flamantes chaquetas que parecían de una época pasada, merodeaban por el local; cabizbajos, envueltos en un silencio gris que contrastaba con la vitalidad que por lo general caracteriza a los integrantes de esta profesión.

Dejé vagar la mirada por todo aquel espacio, en busca de un rostro conocido que, por otra parte, temía volver a encontrar. ¿Cuántos años habían pasado? Siete, por lo menos. Y entre medias, ni una triste carta. ¿Cuánto podía cambiar una persona en siete años? Yo, desde luego, lo había hecho: era poco más que un muchacho la última vez que nos vimos. Estando todavía en Madrid, hacía cosa de unos diez días, un amigo común me trajo una carta de su parte. Me escribía desde Barcelona, porque había tenido noticias de que viajaría allí con Elenita, y lo hacía con la intención de concertar un encuentro conmigo. En la carta, me proponía un día y un lugar, y me dejaba la dirección donde estaba alojado para que le respondiera en caso de que me pareciera bien. Supongo que debía intuir que, una vez llegados a Barcelona, no tendría dirección donde mandar más cartas. A pesar de lo mucho que me sorprendió –había pasado demasiado tiempo-, nada más llegar a la capital catalana mandé mi respuesta a la dirección que me había proporcionado.


Y ahí estaba yo, en aquel decadente café de estilo modernista, sintiéndome como un pingüino en el desierto mientras trataba de distinguir su rostro entre los demás rostros grises y meditabundos.

Entonces lo vi, sentado a una mesa del fondo. Mi corazón comenzó a palpitar a un ritmo acelerado, por motivos que aún hoy desconozco. De lejos, lo encontraba cambiado. Y sin embargo… siete años. A su lado se encontraba un hombre joven –quizá más joven que él- que le contaba algo, gesticulando exageradamente. Sin embargo, él concentraba su mirada sobre la superficie de la mesa, y no parecía estar escuchándole, inmerso en esa aura taciturna y melancólica que resultaba tan inherente a su persona. Fui avanzando lentamente entre las mesas, y solo cuando me detuve enfrente de ellos, expectante y nervioso, él alzó la cabeza y clavó sus profundos ojos negros en los míos. Una sonrisa leve se dibujó en sus labios.

-Hola, Aire- dijo simplemente.

Y aquel nombre me trajo una vorágine de recuerdos a todo color.

lunes, 23 de julio de 2012

Regreso al azul


"Cernuda en la playa. 1934", Ramón Gaya



Llegó el azul y se pintó su tiempo.

Rafael Alberti


Respiro. Así, poco a poco. Una a una van brotando las palabras, desesperadamente evanescentes en este silencio que me aprisiona, del que tienes la llave. Vuelvo al azul que se me escapó en alguna época remota en la que ni siquiera había nacido.

Te imagino junto a mí en una playa: siempre la misma playa. La misma por la que paseaba con Cernuda y –esa vez, realmente- con algún fugaz amor de verano. Es un recuerdo imposible, y he aquí que el Tiempo me ha vuelto a traicionar. Pero bucear en tus ojos es traicionar al propio Tiempo; en tus ojos en los que se ha volcado el cielo de las tardes de junio por el que yo viajaba, tumbada en el césped.

Siempre buscando un azul inalcanzable, o inabarcable.

Tal vez sea cierto que un día caminamos por aquella playa, e incluso que Cernuda nos acompañaba. Quizá sea un recuerdo invertido: que todavía no haya ocurrido. Me pierdo por los años venideros que siembra mi imaginación para encontrarnos, una vez más, caminando junto a las olas que derraman torbellinos de leyendas en la orilla. Hay una luz suave, crepuscular, y un silencio envuelto de gaviotas.

Si algún día se me acaban las horas para soñar, espérame en aquella playa –de la que solo tú tienes la llave. Llegaré allí y nada me sorprenderá menos que encontrarte, sonriendo con esa irremediable ternura que llevas prendida en las pupilas. Qué importa que nuestra playa no exista en realidad. A veces solo necesitamos un sueño –y unos ojos que lo reflejen- para seguir creyendo en la redondez de este mundo.  

martes, 10 de julio de 2012

Retorno a Sansueña


Salvador Dalí, "Cenicitas"



-Nadie conoció a Aire como yo –dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
-¿Aire? ¿Quién era Aire? –le pregunté.
-[…] ¿Qué quién era Aire? ¡Oh, nadie! Al menos socialmente; no crea que fue ministro, ni general, ni siquiera profesor. […] ¿No conoce esas ruinas que hay en la isla de la Pena Muerta? Son restos de una fortaleza nazarita, levantada a su vez sobre los de un templo contemporáneo de las colonias griegas en el país. […] Vine yo aquí en busca de una supuesta estatua helenística, la estatua del dios a quien dieron culto en este templo, y que presumiblemente estaba enterrada junto a las rocas de la Pena Muerta. Las gentes de Sansueña consideran a la isla como maléfica y huyen de ella. Tal vez con razón, como luego verá. Porque yo encontré la estatua, no en mármol corroído, sino en carne viva y animada, con más suerte que Pigmalión, aunque fue mayor mi castigo.

(Luis Cernuda, “El indolente”)


Me pregunto si el islote de la Pena Muerta seguirá allí, cercano a la orilla de Sansueña, preso de las idas y venidas de la marea del Mediterráneo. Tal vez, después de la muerte de Aire, aquellas ruinas hayan quedado sepultadas para siempre en el mar, igual que su recuerdo se ha vaciado en un rincón de la memoria de los lugareños más ancianos.

Hace mucho que ya no está Don Míster para buscar la estatua griega. ¿Era Don Míster, o eras tú? ¿Aquello sucedió en Sansueña, o en mi playa, en nuestra playa? He caminado tantas veces por la orilla de la mano de tu recuerdo: un recuerdo ilusorio, pero más tangible que muchas realidades. En mis sueños siempre sonreías con seriedad, clavando tus ojos negros en el horizonte, dedicándome un ramo de silencios emocionados, construidos con el mismo material que la luna llena.

¿Realmente pudo morir ahogado Aire? ¿Quién fue Aire? ¿Buscabas en él a la estatua griega perdida en las ruinas de la Pena Negra? ¿O es que dicha estatua nunca existió?

Quisiera no creerte. Pensar que Sansueña es en realidad mi playa, y que cuando pueda regresar allí, aquella criatura de mar y viento surgirá desgarrando el ocaso una vez más, buscando a Don Míster. A Don Míster, o a ti. O tal vez, a mí misma.


Una mañana estaba yo en el lugar apartado de la playa cuyo maleficio legendario alejaba a las gentes y donde solía pasar largas horas. Recordé los cuentos que corrían por el pueblo, la estatua sepultada que yo había venido a buscar, y que con pereza nueva en mí tenía casi olvidada. ¿Lo diré? Sentí cierto recelo. Los dioses se vengan de quien los olvida. Después de todo las gentes de Sansueña podían tener alguna razón que abonase su temor supersticioso. Miré al islote de la Pena Muerta. […]

Entonces surgió una aparición. Al menos por tal la tuve, porque no parecía criatura de las que vemos a diario, sino emanación o encarnación viva de la tierra que yo estaba contemplando.

Aquella criatura, fuese quien fuese, saltando desnuda entre las peñas, con agilidad de elemento y no de persona humana, se fue acercando poco a poco. Así conocí a Aire.

Entradas populares

Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título