viernes, 14 de diciembre de 2012

La ciudad de las nubes



"La corde sensible", René Magritte


Aunque el tiempo me borre de vosotros
mi juventud dará la muerte al tiempo.

José Hierro


Eres una de esas personas que sé que siempre van a estar ahí.

Puedo decir eso de muy pocas. Creo que eres la segunda, sin contar a mi familia. Hace tiempo, decía aquello de “cuando nuestros mundos se alejen…”. Pero después de este verano, de mi carta, de tu llamada, de las lágrimas; tengo muy claro que siempre estaremos juntas.


Érase una vez una ciudad construida con nubes. Los edificios, el suelo, los árboles: todos estaban hechos de nubes. El horizonte, de nubes coloreadas de sombras amarillas y rojizas, en un constante crepúsculo, se recortaba sobre un mar inmenso, azul, como un escalofrío de sueños. Había casitas bajas, y había rascacielos que sonreían a los caminantes. Había panaderías que impregnaban las calles de un delicioso aroma a bollos recién hechos y a viernes –el olor de los viernes es distinto al de cualquier otro día de la semana.

Cada día, Rafael Alberti bajaba a la playa, a contemplar el mar, que rimaba con el azul de sus ojos, y a escribir poemas. Sus cabellos eran rubios otra vez, su piel tersa, y en la sonrisa llevaba colgado el rumor del viento de levante. María Teresa, su eterno amor, sonreía sentada en una roca –hecha también de nubes-, mientras memorizaba sus melancolías.

En uno de aquellos atardeceres, apareció un hombre junto a la orilla. Era joven, y parecía desconcertado. Rafael y María Teresa corrieron a su lado, y a ayudaron a sostenerse, ya que en su estado de estupor parecía imposible que se pudiera mantener en pie. Aquel hombre estaba empeñado en que él tenía más de noventa años, en que se había vuelto loco, porque miraba sus manos y en ellas no había una sola arruga. Rafael le explicó que, en aquella ciudad, nadie podía envejecer. Hacía muchos, muchísimos años, cuando aún existía el tiempo, había caído un meteorito que detenía el crecimiento –y la muerte.

Rafael le contó más cosas al recién llegado: que Fernando Fernán Gómez actuaba esa misma noche en el Gran Teatro Nublado, que iría a verlo nada menos que el gran Paul Newman, y que alguien estaba tratando de convencer a Mozart para que pusiera el acompañamiento musical. Que él tenía una entrada de sobra, y casi podía decir que dos, porque uno de sus acompañantes, Luis Cernuda, se había ofuscado en el último momento, y seguramente preferiría quedarse en casa o ir a la de Oscar Wilde para debatir acerca del dandismo… Rafael le ofreció las dos entradas al hombre: una para él y otra para su esposa. Su esposa, que le esperaba en una deliciosa casita de dos plantas, hecha de nubes.

Cuando el hombre oyó hablar de su esposa, y de que ella lo esperaba, se olvidó de coger las entradas y su rostro se iluminó con una sonrisa soñadora, como la de otros tiempos. Mientras caminaba hacia su nuevo hogar, se cruzó con otro hombre joven, alto, de cabello rubio y ojos muy verdes. Parecía que le conociera, aunque nunca antes le hubiese visto. Él llevaba ya dos años viviendo en la ciudad de las nubes.

Los dos sabían que muy lejos, dos muchachas lloraban porque no podían tenerlos a su lado. Lo que ellas desconocían es que los sentimientos son más corpóreos que la presencia física, y esos no se esfuman. Son capaces, incluso, de construir ciudades –hechas de nubes.


Te dedico este cuento, porque así me lo imagino yo. Y porque a veces, es necesario soñar un final feliz…

1 comentario:

Óscar Sejas dijo...

¿Y no sería acaso un mundo maravilloso? Las nubes son un sustento (contra todo pronóstico) mucho más estable que el propio suelo.

La nube define muy bien casi cualquier cosa bonita de la vida. Quién sabe, tal vez tú estés hecha de nubes también.

Abrazos.

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