miércoles, 23 de febrero de 2011

La Bella Durmiente insomne


"Ello existía y te aguardaba, ni siquiera fuera sino dentro de ti, adonde tú no querías mirar, como incurable mal físico que la tregua adormece sin que por eso salga de nosotros."

Luis Cernuda

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La Bella Durmiente se incorporó en su lecho y, con esfuerzo, se puso en pie. Soplaba un viento gélido como en ninguno de los inviernos que ella había vivido. La rosa que las Hadas dejaran sobre su pecho se hallaba congelada y marchita, y sus propias mejillas habían adquirido un tono rosado a causa del frío. Tal vez era ese frío la causa de que no pudiera conciliar el sueño.

Porque sí: debió haberse quedado dormida a los dieciséis años. Y desde entonces habían pasado ya unos cuantos inviernos –aunque ninguno tan helado como aquel. Los primeros meses se quedaba muy quietecita en su lecho de flores, haciéndose la dormida mientras soñaba despierta con la llegada de su Beso. Pero este nunca llegaba, así que se levantó y se fue a buscarlo por su cuenta durante el día. A la caída de la noche, volvía a su cama y trataba de dormir, aunque jamás lo conseguía, porque tenía demasiadas preocupaciones rondando por su cabeza.

A los diecisiete años, creyó encontrarse con el Príncipe Azul. Cada noche, sonreía confiada, sin dudar de que sería él quien, a lomos de un blanco corcel, besaría sus labios de hielo. Pero pasaba el tiempo y el supuesto Príncipe le demostraba que no tenía intención alguna de intentarlo. Tal vez no era consciente de su propia identidad, de que él era el destinado a romper el Hechizo que mantenía sumida a la Princesa en un mundo de brumas. Al final, ella concluyó que no podía tratarse del Príncipe Azul, que se había equivocado. Y enterró sus sentimientos en lo más profundo de un poema que después cerró con llave. Creyó que así lo olvidaría para siempre.

Los años se sucedieron, frenéticos y grises. Ella se dejaba llevar, mezclándose entre la gente que ni siquiera pertenecía a su cuento: amigos de color celeste, libertades que guiñaban los ojos, asesinos de luces y veranos. Cientos de miles de veranos. Llegó un momento en que nadie recordaba que era la Bella Durmiente. Incluso ella misma llegó a olvidarlo durante algún tiempo.

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Pero aquella mañana era más gélida que ninguna de las mañanas que habían existido sobre la Tierra. El mundo se moría de frío, y ella solo podía pensar que aquel frío era hermoso. Al otro lado de un espejo, contemplaba a quien un día creyese su Príncipe Azul que, extrañamente, nunca se había ido de su lado en todos esos inviernos. Y entonces ocurrió. El poema donde había encerrado sus sentimientos cayó al suelo y se rompió, porque siempre había sido de cristal transparente. Y contemplando al joven, la Princesa pensó que le amaba tanto, que sería capaz de esperarle dormida un siglo. Entonces lo comprendió todo.

Ella siempre había pensado que el Príncipe Azul no llegaba porque se había perdido por el camino, o tal vez porque aún no había logrado vencer al Dragón. Pero desde que construyó aquella jaula de cristal para sus sentimientos, su vida había sido un profundo engaño. Se había engañado a sí misma, porque aquellos sentimientos habían sido lo más real que nunca conociera. Aunque jamás hubiesen salido de su pecho y solo el silencio o el papel los hubieran recibido con sus aguas escarchadas. El joven que había amado, el que aún seguía amando a pesar de haberse empeñado en odiarlo, era en verdad el Príncipe Azul. Solo que su cuento estaba mal escrito: Perrault se había equivocado al escribirlo. Porque a pesar de esperarlo no un siglo, sino mil; él jamás de los jamases se acercaría para besarla. Porque no estaba enamorado de ella; nunca lo estaría. Y he ahí el gran error de su cuento.

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La Bella Durmiente avanzó por la alfombra blanca del invierno, y se decidió una vez más a tomar un somnífero para poder conciliar el sueño dentro de su sueño –porque sí, lo cierto es que toda su vida desde que se pinchara el dedo a los dieciséis no había sido más que eso: un sueño. Por mucho que tratara de ignorarlo, ella siempre sería la Bella Durmiente. Miró una vez más a su Príncipe Azul y este le sonrió con complicidad, con cariño. Ella le devolvió la sonrisa y le vio alejarse, aunque sabía que no tardaría en volver para hablarle de todos los veranos con los que se encontraba y de los cientos de mariposas que poblaban su mundo, y de los amigos celestes y las libertades saltarinas, e incluso de los asesinos de luces. Y siempre sería así.

Su Beso estaba muerto antes de haber nacido. Era tan imposible como el hecho de que alguna vez ella fuera a despertar. La Bella Durmiente suspiró y volvió a acomodarse en su lecho de flores heladas, con la confianza ciega que le otorgaba el somnífero y una tranquila y sosegada ausencia de esperanzas. Pero ya nunca más se molestaría en engañarse a sí misma.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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