René Magritte, "Magie noire"
Vacío, anduve sin rumbo por la
ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con
leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.
No sentía mis pies. Quise
cogerlos en mi mano y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La
niebla me envolvía.
Luis Cernuda
Para despertar de un sueño,
basta con emprender el vuelo o cerrar los ojos…
Cerré los ojos con fuerza y conté hasta diez.
Al abrirlos, todo había
desaparecido. Erik Satie devoraba el crepúsculo desde el tocadiscos del salón, y
mis dedos volvieron a acariciar imaginariamente las teclas de aquel piano.
Era otra vez yo, bailando valses
sobre el parquet cuando nadie me veía, con la sombra de mis diecisiete años
posada sobre el hombro y el fantasma de un amor inexistente frente a mí,
preguntándome si le concedía el siguiente baile.
Todo aquello cruzó por mis
pupilas al abrir los ojos.
Desde la ventana de mi habitación,
podía ver el madrileño hospital Doce de octubre, donde vine al mundo hace algo más de veintitrés años. Pensé que en esos veintitrés años he avanzado poco, si
desde mi ventana puedo seguir contemplando mi lugar de origen. La realidad
resulta tan paradójica. Tal vez, las cosas no cambien del todo, y la vida sea
un solo verso interminable, como decía Gerardo Diego. Si el día de mi
nacimiento hubiera podido mirar por la ventana de la habitación de aquel
hospital, hubiese visto el solar vacío donde seis años más tarde se levantaría
mi urbanización. La mirada es lo que cambia: no es igual sentir un estremecimiento
al pasar en el autobús frente al Tanatorio Sur, que asomarse a la terraza de
ese mismo tanatorio, con el alma hecha añicos, y ver pasar los autobuses.
¿Por qué no bailar otra vez?
En realidad, nadie me mira: soy yo quien los contemplo a todos, y anoto sus
gestos, dibujo sus facciones en un mapa imaginario que guardo en una media
sonrisa intrigante, lejana. En otras ocasiones, paseo por el mundo como si me
deslizara por el interior de una bola de cristal, de esas bolas que se compran
como souvenir en cualquier ciudad europea, y lloro con lágrimas invisibles.
Invisibles… invisible. ¿Cuál
es la verdadera respuesta? Resulta maravilloso sentirse mirada, contemplada,
pensada, pero finalmente acaba siendo un reflejo, una ilusión. Podría bailar
por todas las calles del mundo sin que nadie se detuviera para mirarme. Podría volar.
Podría arrugar el universo como una bola de papel, y soplar, y alejarme de
todo, hasta de mi conciencia. Y el universo se quedaría allí, pequeñito,
abandonado en medio de la nada, con sus millones de almas ciegas buceando por
los mares de la felicidad. Entonces nadie me recordaría, salvo mi propia
sangre, esparcida sobre la tierra.
Es difícil mirar las sonrisas
invisibles. Se confunden con las luces del día, y por la noche se desvanecen
hasta perderse. Tampoco es que los invisibles resultemos muy atractivos; lo que
nadie se imagina es que dentro de cada uno de nosotros hay un planeta en
miniatura, inundado de mundos. Eso solo lo sabe el propio invisible.
Es difícil, incluso, que
se detengan para leer estas palabras, o que las busquen, buscándome a mí
en ellas. Tan difícil como que alguien me espíe mientras dibujo valses con los
ojos cerrados.
No; nadie me mira. Bailemos…
1 comentario:
Supongo que todos los que hemos leído esto en cierto modo te hemos espiado mientras "bailabas".
Es cierto que cada persona encierra mil mundos y hay muchas otras personas que están dispuestas a navegar por todos y cada uno de ellos, lo que pasa que rara vez el dueño se da cuenta y en lugar de permitir la entrada de visitantes lo que hace es alejarse para que no lo encuentren nunca.
Tener claros los orígenes no significa que no se haya avanzado. A veces los invisibles son las personas más atractivas del mundo.
Besos.
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