Conil de la Frontera
Una mujer dormida
lanzó el mar en la arena esta mañana,
una mujer creada por ti bajo las olas
ya hace tiempo.
No se parece a nadie, sólo a ella.
¿Quién es? El mar la mira.
Mudo está el mar. ¿Acaso
puede saber el mar lo que tú inventas?
Rafael Alberti
3 de agosto de 2012:
La playa de Conil es ancha e interminable; su cielo manchado de
gaviotas se confunde con el azul del Atlántico, ambos separados por una línea
recta, apenas perceptible para el ojo humano.
Caminas a buen paso por la orilla, estremeciéndote con cada sacudida
de la marea sobre tus pies, respirando muy profundamente, como si quisieras
retener para siempre en tus pulmones el olor limpio del mar. A lo lejos, muy
lejos, recortado sobre el horizonte, se erige el misterioso Torreón.
El Torreón es una edificación abandonada en medio de la arena, en un
lugar en que la playa termina para el turista común, en un paisaje al que no
han llegado los hoteles ni los apartamentos, y que se halla colonizado por las
dunas y los acantilados. No podrías definirlo con exactitud. Bien pudiera
tratarse de las ruinas de una antigua fortaleza de la que se hubiera perdido
todo, salvo una torre: esa explicación justificaría el hecho de que alrededor
de ella no haya nada más que arena y cielo.
Tu loca imaginación de poeta, sin embargo, te susurra que, sin duda,
ese Torreón fue la prisión de una princesa que envejeció esperando a un
aguerrido caballero que la liberara.
De lejos, en el Torreón se distingue una ventana diminuta, por la que
debía asomarse la Princesa cada anochecer. Tal vez aún, cuando brilla la luna
llena y se refleja sobre la oscuridad insomne del Atlántico, una silueta fría,
desvanecida en la distancia, vuelva a asomarse por aquella ventana.
Porque tú sabes que el aguerrido caballero nunca llegó: que la
Princesa sucumbió al Tiempo y se deshizo como una hoja crujiente en el otoño,
soñando con alguien que nunca la encontraría. Porque la mayoría de cuentos
están equivocados, y los caballeros en realidad nunca lograron liberar a las
princesas de sus respectivas prisiones, movidos por un sentimiento de amor
infinito capaz de derrumbar montañas. Porque la eternidad no es válida para los
amores correspondidos, suponiendo que estos en verdad existan.
No hay ningún camino que conduzca al Torreón. Se encuentra este posado
sobre la arena, inmóvil y frágil, y a la vez desafiante ante el paso del
tiempo, porque nadie se atreverá jamás a derruirlo. Igual que tú tampoco te
atreverías a llegar hasta él y cruzar por su puerta, en busca del cadáver de la
princesa marchita. Tal vez porque temas romper para siempre la leyenda.
Y así, el Torreón para ti nunca dejará de ser un límite: el punto
máximo al que consigues llegar caminando por la playa. Porque si no te
impusieras ningún límite, quizás seguirías caminando y caminando por la orilla
hasta bordear la costa entera del universo, acariciada por la lengua salada del
mar.
El misterioso hechizo del Torreón reside en que, por mucho que
camines, siempre parece inmóvil en su lejanía, como fundido con la inalcanzable
línea del horizonte.
1 comentario:
¿Y si caminaras por la orilla hasta bordear la costa entera del universo aún así el Torreón seguiría siendo inalcanzable?
Quizás el Torreón no sea una meta o un fin o un límite, tal vez el Torreón sólo sirva para hacernos soñar que allí un día alguien esperaba, quizás todavía espere, quizás desde esa ventana todavía se pueda contemplar la inmensidad del océano. Quizás nadie haya llegado nunca pero quizás quién allí vive tampoco ha querido que nadie llegue. Los torreones siempre tienen una escalera de caracol y abajo hay una puerta para salir...¿alguna vez alguna de esas princesas intentó siquiera hacer el esfuerzo de tratar de abrir la puerta? A lo mejor esta siempre estuvo abierta.
Pero dejando a un lado las divagaciones, me encantó esa playa que describes, me encantó el paseo y ahora siento un poco mojados los pies. Ya ves, así de poderosas son las letras.
Abrazos.
Publicar un comentario