jueves, 21 de julio de 2011

La Leyenda del Trapecista


Todavía un instante, mientras todo se pierde,

la memoria que guarda la belleza de un rostro,

esos ojos lejanos que derraman

su claridad aquí, tan dulce y leve...

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Ángel González

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Hay historias cuyo final no nos convence. Seres tan lejanos que parecen haber muerto, aunque sigan respirando en algún rincón olvidado de nuestra realidad o en la otra punta del mundo –y si no en la otra punta, en un lugar suficientemente distante. Aunque, para ellos, nosotros seamos esa realidad olvidada. Aunque nunca nos hayan dicho que nos amaban. El tiempo y el espacio son dimensiones opuestas al frágil deseo humano, o al palpitar de una estrella fugaz en el firmamento. Entre la muerte y el olvido, ¿dónde está la frontera? Hay historias que el subconsciente trata de modificar, dibujando un nuevo y poético final que, si no feliz, al menos sí es lo suficientemente dramático como para satisfacernos. Porque las mejores leyendas surgen precisamente de un sueño insatisfecho. La que sigue constituye una más de entre todas esas historias soñadas:

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Todos adoraban al Trapecista. En el aire, su figura parecía un remolino de negro y ámbar refulgiendo como un loco y fogoso lucero sobre la penumbra de los días. No había nada más bello para contemplar que su silueta delgada, flexible; que aquel rostro aniñado sobre el que caían, con rebeldía incandescente, un par de mechones de cabello azabache. Su mirada era el ámbar de aquel fugaz torbellino: iris de miel derretida, tan dulce que hasta se podía paladear al perderse mucho tiempo en sus límites. Y así era él: un pedazo de cielo arrancado y depositado suavemente sobre la Tierra.

En cuanto a ella… Ella no era más que una joven frágil de cabellos dorados, tan leve que debía caminar con cuidado de no apagarse. Sin embargo, su corazón albergaba una diminuta esperanza: la de iluminarse con la luz que irradiaba aquel ser de fuego y sueño que era el Trapecista. Y esa diminuta esperanza ruborizaba las mejillas de la joven con una tenue claridad. Lo amaba en silencio, desde lejos, con la paciencia resignada de Penélope y la adoración ciega de Julieta.

Aquella noche, todo fue distinto. Nada existía fuera del inmenso mundo de la escalera de caracol, de aquel suelo brillante de mármol y la espectral luz dorada, proveniente de una gigantesca araña colgante del techo, que se extendía por el onírico espacio. La joven, mientras bajaba interminables escalones, reparó en que su persona poco a poco se iba haciendo más visible, más fuerte. Por el camino, se cruzaba con gentes extrañas que, a diferencia de otras noches, la miraban a los ojos y sonreían.

Al fin llegó la muchacha de cabellos dorados al final de la escalera. Una inmensa sala circular se abría ante ella y, situado en el centro, estaba el Trapecista, con el delgado torso desnudo y los negros mechones resbalando con osadía sobre la frente. En torno a él había un aura de luz blanca en cuya claridad flotaban diminutas partículas de polvo. La joven se fue acercando lentamente, hasta que la voz de él la detuvo. Y esta vez, fue el Trapecista –y su luz- quien caminó hacia ella y la miró, con toda la magnitud de sus ojos de miel. Dijo unas palabras en un idioma desconocido –al menos, para la muchacha-, y sonrió con sonrisa dulcísima. Entonces ella también sonrió, contagiada de sol. Y fue aquella sonrisa –y su mirada de luz- la que la convencieron del significado de las extrañas palabras. Él había dicho: “Te amaré siempre”.

Tras perderse unos escasos minutos en sus ojos, la joven se separó de su amor y comenzó a subir los escalones que antes había bajado. A medida que se alejaba, todo parecía oscurecerse; y también comenzó a nacer en ella una súbita inquietud aún indefinida.

El Trapecista, después de mirar a la muchacha de cabellos dorados por última vez, ascendió con agilidad por una soga blanca que le llevaría hasta lo más alto de aquella bóveda infinita, donde podría llevar a cabo su función. Un trapecio de bronce lo esperaba allá arriba, y el Trapecista se deslizó sobre él casi sin pensarlo, consciente de que cientos de ojos, dispersos por aquella escalera, lo contemplaban.

Entonces, ocurrió. Una de las blancas sogas que sujetaban el trapecio se rompió, y el Trapecista resbaló hasta caer por el inabarcable precipicio: su delgado cuerpo inmerso aún en aquella luz blanca. Atónita, desde algún escalón indefinido, la muchacha de los cabellos de oro lo miraba caer. Y tuvo que taparse la cara con las manos para no ser testigo de cómo aquella criatura chocaba contra el suelo de mármol. Miles de gritos mudos la hicieron abrir los ojos de nuevo, y la única diferencia que percibió a su alrededor fue que todo parecía más oscuro. Después, dos personas sin rostro cargaban una camilla cuyo ocupante habían tapado con una sábana blanca, y se lo llevaban fuera de aquella escalera y fuera también del mundo.

Y la muchacha frágil lloró, con un desconsuelo de luces apagadas y carne que se desvanece. Pero en el fondo de su corazón, supo que siempre brillaría aquella débil llama que nació tras las palabras impronunciables de él: “Te amaré siempre”. Y ella nunca dejaría de ser el amor del Trapecista, igual que a él nadie podría olvidarlo.

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En el fondo, me consuela saber que esta historia no es más que un sueño, que ese remolino de negro y ámbar que la inspiró –y que, posiblemente, nada tiene que ver con el Trapecista del relato- sigue brillando al otro lado de mi realidad, aunque hasta mí no lleguen más que los efímeros destellos de su recuerdo.

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