lunes, 30 de julio de 2012

Los ojos negros




Todo era gris y estaba fatigado,
igual que el iris de una perla enferma.

Luis Cernuda


Barcelona, enero de 1938:

Según las indicaciones de la carta, el café elegido para nuestra cita se encontraba precisamente en la Rambla, y era uno de los pocos que seguían abiertos en la ciudad durante aquellos días. Por lo que había oído, se trataba de un lugar célebre entre la aristocracia y la alta burguesía barcelonesa, uno de los más elegantes de la zona. Café de l’Òpera, se llamaba.

No me costó encontrarlo. Se trataba de un local amplio y alargado, decorado al estilo modernista, pero con algunos detalles neoclásicos; muy acorde con la personalidad de mi viejo amigo. Dentro no hacía frío, y el agradable ambiente se hallaba envuelto en un delicioso aroma a café recién hecho. Sin dejar de mirar a mi alrededor, me adentré por aquella especie de santuario de calma que contrastaba extrañamente con el caos que se respiraba en la calle. Las paredes estaban cubiertas por inmensos y lujosos espejos, y las lámparas del techo dibujaban formas vaporosas. Me detuve un instante frente a la pared, sobresaltado por mi propio reflejo. La barba de días me otorgaba un aspecto desaliñado, y mi viejo abrigo gris se encontraba fuera de lugar en aquel ambiente, aunque nadie había reparado ni siquiera en mi llegada –algo que, desde luego, hubiera sido muy distinto en la época de esplendor del café; tal vez ni me hubieran dejado pasar con aquellas pintas.

Se escuchaba de fondo el rumor de una radio que retransmitía en esos momentos la voz de Manuel Azaña, pidiendo a los españoles republicanos que no perdiéramos la esperanza. Sin embargo, nadie parecía prestarle atención, como si sus palabras fueran un eco remoto, como si tuvieran la terrible certeza de que la guerra ya estaba perdida. Los rostros de las pocas personas que desayunaban, sentadas en las mesas, parecían reflejar esa misma sensación: un cierto aire elegante y decadente a un tiempo, taciturno, melancólico, casi indolente. Los camareros, ataviados con flamantes chaquetas que parecían de una época pasada, merodeaban por el local; cabizbajos, envueltos en un silencio gris que contrastaba con la vitalidad que por lo general caracteriza a los integrantes de esta profesión.

Dejé vagar la mirada por todo aquel espacio, en busca de un rostro conocido que, por otra parte, temía volver a encontrar. ¿Cuántos años habían pasado? Siete, por lo menos. Y entre medias, ni una triste carta. ¿Cuánto podía cambiar una persona en siete años? Yo, desde luego, lo había hecho: era poco más que un muchacho la última vez que nos vimos. Estando todavía en Madrid, hacía cosa de unos diez días, un amigo común me trajo una carta de su parte. Me escribía desde Barcelona, porque había tenido noticias de que viajaría allí con Elenita, y lo hacía con la intención de concertar un encuentro conmigo. En la carta, me proponía un día y un lugar, y me dejaba la dirección donde estaba alojado para que le respondiera en caso de que me pareciera bien. Supongo que debía intuir que, una vez llegados a Barcelona, no tendría dirección donde mandar más cartas. A pesar de lo mucho que me sorprendió –había pasado demasiado tiempo-, nada más llegar a la capital catalana mandé mi respuesta a la dirección que me había proporcionado.


Y ahí estaba yo, en aquel decadente café de estilo modernista, sintiéndome como un pingüino en el desierto mientras trataba de distinguir su rostro entre los demás rostros grises y meditabundos.

Entonces lo vi, sentado a una mesa del fondo. Mi corazón comenzó a palpitar a un ritmo acelerado, por motivos que aún hoy desconozco. De lejos, lo encontraba cambiado. Y sin embargo… siete años. A su lado se encontraba un hombre joven –quizá más joven que él- que le contaba algo, gesticulando exageradamente. Sin embargo, él concentraba su mirada sobre la superficie de la mesa, y no parecía estar escuchándole, inmerso en esa aura taciturna y melancólica que resultaba tan inherente a su persona. Fui avanzando lentamente entre las mesas, y solo cuando me detuve enfrente de ellos, expectante y nervioso, él alzó la cabeza y clavó sus profundos ojos negros en los míos. Una sonrisa leve se dibujó en sus labios.

-Hola, Aire- dijo simplemente.

Y aquel nombre me trajo una vorágine de recuerdos a todo color.

1 comentario:

Óscar Sejas dijo...

Tienes una manera de describir los escenarios bastante especial, consigues dibujar en las mentes que te leen hasta el más mínimo detalle haciéndote sentir un personaje más dentro del texto, de la historia.

Hasta yo he podido sentir esa vorágine de recuerdos...

En fin, siento que no digo mucho pero es todo lo que consigo decir.

Un abrazo grande.

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