Conil de la Frontera
En sueños la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
Rafael Alberti
1 de agosto de 2012:
A medida que anochece, tu alma
se va desprendiendo levemente de las cortezas del invierno. La ilusión, siempre
inmóvil en la esquina más oscura del pensamiento, irrumpe de repente con afanes
de estrella y te estremece como una marea.
Es la noche gaditana.
Todo un año soñando con volver
a sentir en la piel la presencia invisible del Atlántico, su caricia húmeda y
traviesa que descompone tu cabello y le otorga un toque salvaje y leónido; un
toque que parece querer decir “has vuelto”, como si el océano te reprochara
haberte alejado durante tantos meses formando, como formas, parte de él.
Piensas todo eso mientras tus
sentidos se desatan y florecen al contacto con un aroma de azahar y de dama de
noche que flota en el viento. La luna llena otorga una claridad insomne al
firmamento, ocultando todo rastro de luceros. La contemplas así, enmarcada de
palmeras que te regalan recuerdos imposibles de oasis y de velos, y de perfumes
y canciones milenarias.
Caminas hacia el pueblo
blanco, posado sobre el mar, y casi de forma inconsciente te vas internando por
sus calles estrechas que juegan a esconderse y a deslumbrarte con un nuevo
tesoro esperando detrás de cada esquina.
Todo te atrae con un
magnetismo misterioso: los puestos ambulantes que exponen fulares, objetos de
cuero, estrellas de mar; el olor andaluz a pescaíto frito y las aceras
invadidas por sillas y mesas donde cenan los turistas. Y más allá, una guitarra
española que se desangra.
Desde el cielo, por encima de
los tejados, la luna y su hechicera claridad lo envuelven todo en un nimbo de
misterio, de ensoñación, despertando una parte de ti que lejos del Sur
presientes dormida, como si hibernara. La pasión que te recorre el alma te hace
recordar épocas que nunca has vivido, te hace creer que, tal vez, un día
también caminaste por aquella ciudad entre sombras y maleficios y danzas
orientales. Es un presentimiento fuerte, palpitante, viejo como el tiempo.
Y entonces -¡oh, entonces!-
piensas en el amor: en esa dimensión siempre irreal o lejana, siempre
inalcanzable –por uno u otro motivo-, siempre oculta. Y tus afanes
insatisfechos se elevan directamente hacia la luna, que los expulsa en forma de
viento para acunar pausadamente las olas del Atlántico.
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