sábado, 1 de septiembre de 2012

Diarios conileños (I)


Conil de la Frontera

En sueños la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Rafael Alberti


1 de agosto de 2012:

A medida que anochece, tu alma se va desprendiendo levemente de las cortezas del invierno. La ilusión, siempre inmóvil en la esquina más oscura del pensamiento, irrumpe de repente con afanes de estrella y te estremece como una marea.

Es la noche gaditana.

Todo un año soñando con volver a sentir en la piel la presencia invisible del Atlántico, su caricia húmeda y traviesa que descompone tu cabello y le otorga un toque salvaje y leónido; un toque que parece querer decir “has vuelto”, como si el océano te reprochara haberte alejado durante tantos meses formando, como formas, parte de él.

Piensas todo eso mientras tus sentidos se desatan y florecen al contacto con un aroma de azahar y de dama de noche que flota en el viento. La luna llena otorga una claridad insomne al firmamento, ocultando todo rastro de luceros. La contemplas así, enmarcada de palmeras que te regalan recuerdos imposibles de oasis y de velos, y de perfumes y canciones milenarias.

Caminas hacia el pueblo blanco, posado sobre el mar, y casi de forma inconsciente te vas internando por sus calles estrechas que juegan a esconderse y a deslumbrarte con un nuevo tesoro esperando detrás de cada esquina.

Todo te atrae con un magnetismo misterioso: los puestos ambulantes que exponen fulares, objetos de cuero, estrellas de mar; el olor andaluz a pescaíto frito y las aceras invadidas por sillas y mesas donde cenan los turistas. Y más allá, una guitarra española que se desangra.

Desde el cielo, por encima de los tejados, la luna y su hechicera claridad lo envuelven todo en un nimbo de misterio, de ensoñación, despertando una parte de ti que lejos del Sur presientes dormida, como si hibernara. La pasión que te recorre el alma te hace recordar épocas que nunca has vivido, te hace creer que, tal vez, un día también caminaste por aquella ciudad entre sombras y maleficios y danzas orientales. Es un presentimiento fuerte, palpitante, viejo como el tiempo.

Y entonces -¡oh, entonces!- piensas en el amor: en esa dimensión siempre irreal o lejana, siempre inalcanzable –por uno u otro motivo-, siempre oculta. Y tus afanes insatisfechos se elevan directamente hacia la luna, que los expulsa en forma de viento para acunar pausadamente las olas del Atlántico.

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