Roy Lichtenstein
Como las nubes ceden luz
Como un amor dudando nace
Luis Cernuda
Tenía el cabello castaño,
esponjoso, con suaves bucles derramándose sobre la frente. Una sonrisa bonita,
grande e infantil; la nariz recta, aristocrática; los ojos negros y amables. Era
algo así como el amigo de la amiga de una amiga. Lo curioso, sin embargo, es
que tiempo después ella no podía recordar a su amiga original, y sí a aquel
simpático muchacho, alto y delgaducho, que vestía con una camiseta gris de algodón y unos vaqueros,
con el que estuvo hablando toda la noche.
Recordaba la luz de su mirada,
que lo sumía en un aura de inocencia. Era bondad lo que transmitían aquellos
ojos, y una nota de profundidad y calidez que muy pocos seres pueden conservar
después de traspasar el umbral de la adolescencia. Parecía como si se
conocieran desde siempre. Y eso que ella era la chica introvertida, poco
carismática, torpe en cuanto a habilidades sociales; y él representaba todo lo
contrario: no había nadie que no lo conociera, que no lo buscara. Sin embargo,
durante esas horas solo tenía ojos para ella.
Recordaba sobre todo el final
de la noche, cuando ambos, junto con la amiga de la que ya apenas se acordaba,
se tumbaron sobre el césped húmedo, escuchando el coro de grillos que ponía un
broche plateado al verano.
Hablaban de un viaje a quién
sabe dónde: su amiga trataba de convencerla para que se uniera.
-¿Tú también vas? –le preguntó
ella al chico, que en ese momento la miraba profundamente.
De repente, no existía ya la
amiga. Tal vez se hubiera quedado dormida, o tal vez se marchase discretamente;
el caso es que, de repente, se habían quedado los dos solos.
-¿Tú quieres que vaya?
Tenía una voz suave, transparente: una voz que acentuaba aún más su juventud.
Tenía una voz suave, transparente: una voz que acentuaba aún más su juventud.
-Claro…
-No… No me has entendido. Me refiero
a si… si de verdad quieres que vaya.
Dicho esto, la besó brevemente
en los labios. Fue un beso diminuto, dulcísimo. Ella sintió arder sus mejillas,
compuso una sonrisa ruborizada y musitó:
-Sí; de verdad.
Entonces, él también sonrió
con timidez, con exquisita inseguridad, y se apartó un mechón castaño de la
frente.
-Iré.
Después, desapareció. No recordaba
con qué excusa. Ella se quedó esperándolo en el jardín, pensando en su nombre
que el tiempo le haría olvidar.
-No te preocupes; volverá –le dijo
su amiga, divertida ante su solemne espera.
Pero lo cierto es que no
volvió. Nunca volvió. Su recuerdo quedó enquistado para siempre en mitad de un
confuso laberinto de veranos, noches, grillos, cabellos castaños y viajes a
ninguna parte. Se confundía con la materia de la que están hechos los sueños.
Sin embargo, no había pasado
tanto tiempo. Tal vez una noche, tal vez varios años. Qué podía importar… Ella
no dejaría de esperarlo.
2 comentarios:
Poética de la melancolía... ¡Cernuda se hizo mujer!
Algunas vivencias y personas son como sueños que un día están y al otro ya se han ido y sin embargo, nos pasamos la vida esperando que vuelvan.
Quizás nos equivocamos al esperar. Penélope ya cometió ese error por nosotros. A veces es mejor salir y buscar.
Abrazos.
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