lunes, 30 de julio de 2012

Los ojos negros




Todo era gris y estaba fatigado,
igual que el iris de una perla enferma.

Luis Cernuda


Barcelona, enero de 1938:

Según las indicaciones de la carta, el café elegido para nuestra cita se encontraba precisamente en la Rambla, y era uno de los pocos que seguían abiertos en la ciudad durante aquellos días. Por lo que había oído, se trataba de un lugar célebre entre la aristocracia y la alta burguesía barcelonesa, uno de los más elegantes de la zona. Café de l’Òpera, se llamaba.

No me costó encontrarlo. Se trataba de un local amplio y alargado, decorado al estilo modernista, pero con algunos detalles neoclásicos; muy acorde con la personalidad de mi viejo amigo. Dentro no hacía frío, y el agradable ambiente se hallaba envuelto en un delicioso aroma a café recién hecho. Sin dejar de mirar a mi alrededor, me adentré por aquella especie de santuario de calma que contrastaba extrañamente con el caos que se respiraba en la calle. Las paredes estaban cubiertas por inmensos y lujosos espejos, y las lámparas del techo dibujaban formas vaporosas. Me detuve un instante frente a la pared, sobresaltado por mi propio reflejo. La barba de días me otorgaba un aspecto desaliñado, y mi viejo abrigo gris se encontraba fuera de lugar en aquel ambiente, aunque nadie había reparado ni siquiera en mi llegada –algo que, desde luego, hubiera sido muy distinto en la época de esplendor del café; tal vez ni me hubieran dejado pasar con aquellas pintas.

Se escuchaba de fondo el rumor de una radio que retransmitía en esos momentos la voz de Manuel Azaña, pidiendo a los españoles republicanos que no perdiéramos la esperanza. Sin embargo, nadie parecía prestarle atención, como si sus palabras fueran un eco remoto, como si tuvieran la terrible certeza de que la guerra ya estaba perdida. Los rostros de las pocas personas que desayunaban, sentadas en las mesas, parecían reflejar esa misma sensación: un cierto aire elegante y decadente a un tiempo, taciturno, melancólico, casi indolente. Los camareros, ataviados con flamantes chaquetas que parecían de una época pasada, merodeaban por el local; cabizbajos, envueltos en un silencio gris que contrastaba con la vitalidad que por lo general caracteriza a los integrantes de esta profesión.

Dejé vagar la mirada por todo aquel espacio, en busca de un rostro conocido que, por otra parte, temía volver a encontrar. ¿Cuántos años habían pasado? Siete, por lo menos. Y entre medias, ni una triste carta. ¿Cuánto podía cambiar una persona en siete años? Yo, desde luego, lo había hecho: era poco más que un muchacho la última vez que nos vimos. Estando todavía en Madrid, hacía cosa de unos diez días, un amigo común me trajo una carta de su parte. Me escribía desde Barcelona, porque había tenido noticias de que viajaría allí con Elenita, y lo hacía con la intención de concertar un encuentro conmigo. En la carta, me proponía un día y un lugar, y me dejaba la dirección donde estaba alojado para que le respondiera en caso de que me pareciera bien. Supongo que debía intuir que, una vez llegados a Barcelona, no tendría dirección donde mandar más cartas. A pesar de lo mucho que me sorprendió –había pasado demasiado tiempo-, nada más llegar a la capital catalana mandé mi respuesta a la dirección que me había proporcionado.


Y ahí estaba yo, en aquel decadente café de estilo modernista, sintiéndome como un pingüino en el desierto mientras trataba de distinguir su rostro entre los demás rostros grises y meditabundos.

Entonces lo vi, sentado a una mesa del fondo. Mi corazón comenzó a palpitar a un ritmo acelerado, por motivos que aún hoy desconozco. De lejos, lo encontraba cambiado. Y sin embargo… siete años. A su lado se encontraba un hombre joven –quizá más joven que él- que le contaba algo, gesticulando exageradamente. Sin embargo, él concentraba su mirada sobre la superficie de la mesa, y no parecía estar escuchándole, inmerso en esa aura taciturna y melancólica que resultaba tan inherente a su persona. Fui avanzando lentamente entre las mesas, y solo cuando me detuve enfrente de ellos, expectante y nervioso, él alzó la cabeza y clavó sus profundos ojos negros en los míos. Una sonrisa leve se dibujó en sus labios.

-Hola, Aire- dijo simplemente.

Y aquel nombre me trajo una vorágine de recuerdos a todo color.

lunes, 23 de julio de 2012

Regreso al azul


"Cernuda en la playa. 1934", Ramón Gaya



Llegó el azul y se pintó su tiempo.

Rafael Alberti


Respiro. Así, poco a poco. Una a una van brotando las palabras, desesperadamente evanescentes en este silencio que me aprisiona, del que tienes la llave. Vuelvo al azul que se me escapó en alguna época remota en la que ni siquiera había nacido.

Te imagino junto a mí en una playa: siempre la misma playa. La misma por la que paseaba con Cernuda y –esa vez, realmente- con algún fugaz amor de verano. Es un recuerdo imposible, y he aquí que el Tiempo me ha vuelto a traicionar. Pero bucear en tus ojos es traicionar al propio Tiempo; en tus ojos en los que se ha volcado el cielo de las tardes de junio por el que yo viajaba, tumbada en el césped.

Siempre buscando un azul inalcanzable, o inabarcable.

Tal vez sea cierto que un día caminamos por aquella playa, e incluso que Cernuda nos acompañaba. Quizá sea un recuerdo invertido: que todavía no haya ocurrido. Me pierdo por los años venideros que siembra mi imaginación para encontrarnos, una vez más, caminando junto a las olas que derraman torbellinos de leyendas en la orilla. Hay una luz suave, crepuscular, y un silencio envuelto de gaviotas.

Si algún día se me acaban las horas para soñar, espérame en aquella playa –de la que solo tú tienes la llave. Llegaré allí y nada me sorprenderá menos que encontrarte, sonriendo con esa irremediable ternura que llevas prendida en las pupilas. Qué importa que nuestra playa no exista en realidad. A veces solo necesitamos un sueño –y unos ojos que lo reflejen- para seguir creyendo en la redondez de este mundo.  

martes, 10 de julio de 2012

Retorno a Sansueña


Salvador Dalí, "Cenicitas"



-Nadie conoció a Aire como yo –dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
-¿Aire? ¿Quién era Aire? –le pregunté.
-[…] ¿Qué quién era Aire? ¡Oh, nadie! Al menos socialmente; no crea que fue ministro, ni general, ni siquiera profesor. […] ¿No conoce esas ruinas que hay en la isla de la Pena Muerta? Son restos de una fortaleza nazarita, levantada a su vez sobre los de un templo contemporáneo de las colonias griegas en el país. […] Vine yo aquí en busca de una supuesta estatua helenística, la estatua del dios a quien dieron culto en este templo, y que presumiblemente estaba enterrada junto a las rocas de la Pena Muerta. Las gentes de Sansueña consideran a la isla como maléfica y huyen de ella. Tal vez con razón, como luego verá. Porque yo encontré la estatua, no en mármol corroído, sino en carne viva y animada, con más suerte que Pigmalión, aunque fue mayor mi castigo.

(Luis Cernuda, “El indolente”)


Me pregunto si el islote de la Pena Muerta seguirá allí, cercano a la orilla de Sansueña, preso de las idas y venidas de la marea del Mediterráneo. Tal vez, después de la muerte de Aire, aquellas ruinas hayan quedado sepultadas para siempre en el mar, igual que su recuerdo se ha vaciado en un rincón de la memoria de los lugareños más ancianos.

Hace mucho que ya no está Don Míster para buscar la estatua griega. ¿Era Don Míster, o eras tú? ¿Aquello sucedió en Sansueña, o en mi playa, en nuestra playa? He caminado tantas veces por la orilla de la mano de tu recuerdo: un recuerdo ilusorio, pero más tangible que muchas realidades. En mis sueños siempre sonreías con seriedad, clavando tus ojos negros en el horizonte, dedicándome un ramo de silencios emocionados, construidos con el mismo material que la luna llena.

¿Realmente pudo morir ahogado Aire? ¿Quién fue Aire? ¿Buscabas en él a la estatua griega perdida en las ruinas de la Pena Negra? ¿O es que dicha estatua nunca existió?

Quisiera no creerte. Pensar que Sansueña es en realidad mi playa, y que cuando pueda regresar allí, aquella criatura de mar y viento surgirá desgarrando el ocaso una vez más, buscando a Don Míster. A Don Míster, o a ti. O tal vez, a mí misma.


Una mañana estaba yo en el lugar apartado de la playa cuyo maleficio legendario alejaba a las gentes y donde solía pasar largas horas. Recordé los cuentos que corrían por el pueblo, la estatua sepultada que yo había venido a buscar, y que con pereza nueva en mí tenía casi olvidada. ¿Lo diré? Sentí cierto recelo. Los dioses se vengan de quien los olvida. Después de todo las gentes de Sansueña podían tener alguna razón que abonase su temor supersticioso. Miré al islote de la Pena Muerta. […]

Entonces surgió una aparición. Al menos por tal la tuve, porque no parecía criatura de las que vemos a diario, sino emanación o encarnación viva de la tierra que yo estaba contemplando.

Aquella criatura, fuese quien fuese, saltando desnuda entre las peñas, con agilidad de elemento y no de persona humana, se fue acercando poco a poco. Así conocí a Aire.

jueves, 28 de junio de 2012

El último día sobre la Tierra


"Los amantes", René Magritte


Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

[…] Extender entonces una mano
Es hallar una montaña que prohíbe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.

[…] Abajo, estatuas anónimas,
Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;
Una chispa de aquellos placeres
Brilla en la hora vengativa.
Su fulgor puede destruir vuestro mundo.

Luis Cernuda



A veces se cansaba de huir. Eran esas ocasiones en las que le hubiera gustado acallar su conciencia y saltar al precipicio, y jugar a que alguien la encontrase. El mundo entonces no era más que aquella hierba fresca y mullida sobre la que descansaba, la suave brisa que mecía las ramas de los árboles y el azul inmenso del cielo de las tardes de verano. Siempre el mismo azul, siempre el mismo verano. El tiempo seguía su curso inexorable, pero aquel pedazo de realidad nadie podría arrancárselo. Cerró los ojos y volvió a soñar…


-¿Qué harías si supieras que hoy es el último día sobre la Tierra? –preguntó ella.
-Me lo pones difícil… Quién sabe: tal vez trataría de escribir un fragmento de mis memorias para dejar un testimonio de mi existencia sobre este mundo; o puede que intentase realizar un fugaz viaje a algún lugar al que siempre haya querido ir y aún no conozca. Claro que no podría ser muy lejos… No sé: la verdad es que no me siento capaz de ponerme en situación e imaginar lo que haría o cuál sería mi reacción. ¿Y tú?
-Probablemente, te besaría.

miércoles, 27 de junio de 2012

El viaje





Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.

Rafael Alberti


Isabel baja los escalones de la nave de dos en dos, recogiéndose el vestido como ha visto hacer a las princesas de las películas –a pesar de que su vestido no llega más que hasta las rodillas y no sea necesario recogerlo. Pablito va detrás de ella, inmerso en un trotecillo alegre, preguntándole insistentemente dónde van a viajar ese día. Isabel prefiere mantener el misterio y aguarda hasta el momento en que ambos atraviesan el portal del edificio. Entonces anuncia:

-Pablito, hemos aterrizado en Saturno.
-¿Saturno? Jo, yo quería Júpiter. ¡Júpiter es más grande!
-Pero Saturno tiene anillos, ¡enano!

Pues claro: Saturno tiene anillos. Y son anillos por los que se puede pasear alegremente, o incluso correr, en caso de que algún meteorito amenace la seguridad de los intrépidos astronautas.

-¡Vamos, Pablito, debemos entrar en la Nave Estrella antes de que sea tarde!

La Capitana ha hablado, y nadie podría llevarle la contraria. La Nave Estrella resulta misteriosamente parecida a un arenero, con puestos de mando que se asemejan a columpios. Isabel y Pablito ocupan cada uno un asiento, y la valiente capitana inicia el despegue. Ambos se despiden de la inestable superficie de Saturno –y de sus anillos-, flanqueados por un coro de grillos inherente a las noches de verano.

-Isabel, ¿podemos ir ahora a Júpiter? –pregunta Pablito.
-De eso nada, enano, ahora la Tierra nos necesita. Tú y yo tenemos un viaje a la selva del Amazonas pendiente.

La Nave Estrella es tan rauda que consiguen alcanzar el Planeta Azul en cuestión de minutos. El paisaje que se presenta parece –sólo parece- idéntico al de Saturno, con su coro de grillos incluido. Isabel guía la expedición hacia una profunda cuesta y le explica a su hermano pequeño:

-Pablito, estamos frente al río Amazonas. Hay que cruzarlo para seguir el viaje, pero mucho cuidado: el agua está plagada de cocodrilos… Tú intenta seguirme, ¿vale?

Pablito al principio no ve el agua –el río parece más bien un desnivel del terreno por el que se accede a una pista de paddle-, pero en cuanto su hermana le pone sobre aviso, es testigo de cómo crece el inmenso caudal ante sus propios ojos. Tiene miedo de los cocodrilos, pero sabe que si se mantiene cerca de Isabel, todo irá bien.

Isabel avanza con arrojo por entre las aguas y, en un momento dado, coge a Pablito de la mano para que no se quede atrás. Al final, consiguen alcanzar la otra orilla sanos y salvos, mientras los cocodrilos se arremolinan, frustrados, unos metros más allá.

-Por fin hemos llegado a la Laguna de la Muerte –anuncia Isabel-. Los nativos de esta tierra la llaman así porque entre sus aguas se esconden criaturas mitológicas que aguardan impacientes a que algún desprevenido explorador se interne en ellas, y entonces lo invaden con su maldición y nunca, jamás, puede salir de allí. El explorador se transforma en monstruo, y solo a veces, cuando se refleja la luna llena en la superficie del agua, recupera su verdadera forma y emerge como una sombra sobre las aguas, para después volver a sumergirse…

Pablito guarda silencio, impresionado, mientras contempla la Laguna de la Muerte que, de noche, parece mucho más amenazadora que por la mañana, cuando solo es una piscina en la que Isabel y él se transforman en algo llamado “gatos de agua”, que son unos felinos que pueden respirar debajo del agua, y que corren aventuras huyendo de los tiburones y desafiando las tempestades –en las piscinas también hay tiburones y tempestades, ¿quién ha dicho que no? Y él, Pablito, deja de ser Pablito para convertirse en un gato de agua llamado Miautonto, que es un nombre inventado por Isabel y que, por mucho que pueda parecer ofensivo, en realidad es un alarde a su inteligencia. Si lo dice Isabel, ya no hay más que hablar.

-¿Isabel?

El niño deja atrás sus cavilaciones y contempla a su hermana, que parece haberse quedado abstraída mirando la superficie de la Laguna de la Muerte.

-No soy Isabel… Soy la gata Blanquita: he poseído el cuerpo de tu hermana durante un rato para ayudarte a desafiar a los monstruos de estas tierras.

Blanquita –o Isabel- mira al estupefacto Pablito, orgullosa de sí misma y de su poder de convicción. ¿Hasta cuándo se lo seguirá creyendo…?


Faltarían unos años para aquella otra aventura acaecida en 2006, la búsqueda del Terodactylus Waxineubus Supremus: http://www.youtube.com/watch?v=7YfefDlaxeM


lunes, 18 de junio de 2012

You're lost


"Capuchin friar by the sea", Caspar David Friedrich


Escribir un poema bajo la lluvia es equivalente a firmar una especie de silencioso pacto de locura con la Naturaleza. No puedes evitar pensarlo mientras, a tu alrededor, la gente recoge las toallas y las hamacas apresuradamente, como si en vez de agua lloviera fuego. Sus rostros te son tan familiares: son los mismos rostros de cada verano, de cada temporada de piscina, de cada saludo incómodo proferido sin entusiasmo mientras acaba de abrirse el ascensor. El paso del tiempo ha establecido una barrera entre ellos y tú: os miráis de lejos, contemplándoos mutuamente como raros especímenes pendientes de estudio. Nada mejor que aprovechar la etiqueta que amablemente te han concedido de antipática, rara, solitaria. Hace ya años que ni siquiera te molestas en ensayar la hipocresía. Y así, los contemplas levantando el campamento, corriendo estúpidamente como un rebaño de ovejas asustadas, abriendo desmesuradamente los ojos con una mezcla de emoción y estupor, articulando sus labios frases que no llegas a escuchar, porque lo único que escuchas en ese momento es la voz de Jim Morrison emergiendo de tus auriculares, grave y oscura, tormentosa como la tarde. Y eso los hace más lejanos.

You're lost, little girl.
You're lost, little girl.
You're lost…
Tell me: who
are you?


Alguno parece darse cuenta de tu presencia indiferente bajo la lluvia, esboza una mueca burlona y sigue corriendo. No importa: la lluvia de verano es distinta. Continúas sentada en la toalla, sobre el césped, mientras el aire comienza a perfumarse de humedad y las diminutas gotas acarician tu piel casi con dulzura. Pronto no queda nadie a tu alrededor. El cuaderno se ha llenado de motitas dispersas de agua que emborronan las pocas frases escritas. No importa…

Y eso que tú solo saliste al jardín para recrearte en el azul del cielo y traducirlo a palabras antes de ahogarte entre los muros de tu habitación. Pero el clima parece haberse puesto de acuerdo con tu estado de ánimo, igual que les ocurría a los poetas románticos; y las tardes lluviosas de verano solo sirven para caminar sola muy lejos, sin rumbo aparente, afirmándote en tu soledad y, si es posible, escuchando a Jim Morrison –el Adagio de Albinoni resultaría más aconsejable para los otoños.

I think that you know what to do.
Impossible? Yes, but it's true.
I think that you know what to do, yeah…
I'm sure that you know what to do.


Desde hace días, un alien parece haberse adueñado de tu espíritu, como en aquella película setentera llamada La invasión de los ultracuerpos. Y te impide concentrarte en cualquier actividad, y trazar planes prácticos, y organizar las vacaciones; y estira las horas del reloj; y te induce un extraño cansancio, como si te estuviera chupando toda la energía desde algún punto indeterminado de tu organismo. Cualquier momento es bueno para amodorrarte: se acabo el trasnochar, el madrugar. La evasión en los sueños es demasiado tentadora, piensas, o tal vez te esté ocurriendo lo mismo que al desgraciado protagonista de La metamorfosis, excepto porque –afortunadamente- en vez de mutar a cucaracha, mutas a gato. Ellos también pasan el día sin hacer nada práctico, amodorrados.

La lluvia comienza a remitir, y de repente te das cuenta de que al fin has sido capaz de hacer algo, aunque sea no sea más que plasmar extrañas divagaciones en la empapada hoja del cuaderno. Tal vez mañana recuperes la vitalidad perdida… Tal vez.

You're lost little girl…
You're lost little girl…
You're lost… 


*Nota: La estrofas transcritas pertenecen a la canción You're lost, little girl, de The Doors: http://www.youtube.com/watch?v=U_KXd6fqflI

domingo, 17 de junio de 2012

La llave





Pero a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del borde filoso de la noche.


Alejandra Pizarnik




Nunca había conocido a nadie con tu color de ojos. Eran grises y serenos, como el océano bajo un cielo nuboso en esas horas de calma que siempre preceden a la tempestad, y contrastaban exquisitamente con el azabache de tu cabello. Muy delgado, no demasiado alto, con una sonrisa seria pintada en el rostro; así es como recuerdo haberte visto por primera vez, destacando sobre la multitud parda de aquel antro como un lucero en mitad de una noche sin estrellas. Llevabas una camisa de cuadros y una especie de sandalias, de esas que llaman mallorquinas, que tanto gustan por Cataluña. Rápidamente, te imaginé con un traje al estilo de la época victoriana, porque algo en tu porte y en tu rostro me hacía verte como a uno de los elegantes personajes masculinos de las novelas de Jane Austen.

La multitud desapareció de repente, cuando noté que mi mirada era correspondida por la pálida lucidez de tus ojos. Nos encontrábamos ya en el salón de baile de un palacio inglés. Luces veladas y un suave vals eran el telón de fondo de mi loca imaginación. Caminaste hacia mí, como si eso también formara parte del sueño –sin embargo, era una realidad tan inmensa que casi consiguió cegarme. Y al hablar, hasta tu voz era delicada, con un sutil acento catalán que llenaba de azules el aire.

martes, 5 de junio de 2012

La tristeza que tuvo tu valiente alegría




A las tres de la mañana, Federico cambia de asiento una vez más. Coge un cigarrillo que no enciende. Fuma poco y, cuando lo hace, no aspira el humo.

-Ahora –anuncia, girando sobre el taburete del piano en el que se ha instalado-, antes de irme, y os pido perdón por hacerlo tan pronto, voy a cantaros “La canción del burro”.

Y, tras un delicioso preludio tocado con sutileza, comienza a cantar:

Ya se murió el burro,
que acarreaba la vinagre,
ya se lo llevó Dios
de esta vida miserable.
Que tururururú,
que tururururú…

Y la musiquilla es tan exquisita, tan tierna y contagiosa, que terminamos, detrás de él, cantando en coro una estrofa y otra, otra más […]. Federico aplaude. Bueno. Pero ya es hora de retirarse. En la puerta nos refiere todavía la emoción incomparable que ha experimentado en la carretera ante el extraordinario espectáculo “de un zapato colgado en la rama de un árbol”.

-¡Cosa tremenda –exclama- que vale la pena ir a ver!
-Ponte el abrigo, hombre, que hace frío…

Como si nos hubiéramos conocido siempre.

Luego vuelve para recoger un paquete que por último, no había traído. Se le oye gritar desde un rellano de la escalera:

-¡Que se ha “apagao” la luz!

Claro. Ha tardado tanto en despedirse… Se siente el golpe estrepitoso de la puerta de la calle. Se ha marchado.

Y se produce entonces una cosa inesperada, que no es normal, que tiene algo de sortilegio. El vacío de su ausencia. Y ha venido hoy por vez primera.


Carlos Morla Lynch, En España con Federico García Lorca




Hoy me he acordado, misteriosamente, de la primera vez que vi sus pupilas inmensas mirándome desde una fotografía en blanco y negro, en la portada de un disco de Ana Belén que habían comprado en casa titulado Lorquiana, en el que la cantante versionaba varios de los poemas más famosos del granadino –con resultados, en algunos casos, emocionantes. Se trataba de un montaje en el que se veía a Ana Belén junto a un jovencísimo Lorca que posaba en una silla, con chaqueta oscura y pajarita, el cabello ensortijado y la mano izquierda sujetándose la mejilla en gesto reflexivo. Yo era pequeña, y su mirada me parecía grave y profundamente triste; y esta sensación se intensificó cuando mi madre me dijo que lo habían asesinado por ser poeta, por ser de izquierdas y por ser homosexual, a comienzos de la Guerra Civil. Debía ser muy pequeña, porque recuerdo que no tenía demasiada conciencia de la temporalidad, y que me pareció perfectamente normal ver allí a Ana Belén, posando junto a Federico, y que pensé “Vaya, así que ella pudo conocerle, y debieron ser amigos”. La fecha “comienzos de la Guerra Civil” sonaba demasiado borrosa por entonces. 

Era la primera vez que veía una fotografía de Lorca, aunque me acordaba de algún poema suyo, de un libro llamado Federico García Lorca para niños, que mi padre me había traído de la biblioteca del colegio. Empezaba así: “Amanecía en el naranjel, / abejitas de oro / buscaban la miel. / ¿Dónde estará la miel? / Está en la flor azul, Isabel; / en la flor del romero aquel”. Me sabía el poema de memoria, porque Isabel era mi nombre favorito. Yo quería haberme llamado Isabel, en vez de Marina. Mi abuela también se llamaba Isabel.

Recuerdo, más adelante, aquella primera lectura obligada del Romancero gitano, ya a los trece años, que tan árida me resultó. La profesora de Lengua nos había dado a elegir entre esa obra y las Rimas de Bécquer, pero me decidí por Lorca siguiendo el consejo de mi padre, que me dijo que “era mucho más moderno”. El caso es que me arrepentí, porque cuando leía en los libros de algunos compañeros aquellas rimas tan cortitas y tan románticas, renegaba de las imágenes lorquianas, tan misteriosas e incomprensibles, que hablaban de asesinatos y de venganzas y de pasiones que yo encontraba violentas y lejanas.

Nadie me podía decir, por entonces, todo lo que Federico García Lorca acabaría representando en mi vida. Pero aun hoy, después de haber leído decenas de biografías, de ensayos, de memorias que hablan sobre él, sobre su inmenso optimismo y su corazón desbordado, sigue prevaleciendo en mí la primera imagen que conservo: esa en la que –hoy lo sé- no tenía más de 21 años y aparecía sentado en una silla, con gesto grave y aquella “tristeza que tuvo su valiente alegría”.



Preferí recordar todo esto, a comenzar mi pequeño homenaje diciendo, una vez más: Tal día como hoy,  5 de junio, hace 114 años, nacía en la Vega de Granada Federico García Lorca…

Entradas populares

Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título