Sólo sabíamos que una recta,
si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes
son niños que ignoran la aritmética.
Rafael Alberti
Isabel baja los escalones de
la nave de dos en dos, recogiéndose el vestido como ha visto hacer a las
princesas de las películas –a pesar de que su vestido no llega más que hasta
las rodillas y no sea necesario recogerlo. Pablito va detrás de ella, inmerso
en un trotecillo alegre, preguntándole insistentemente dónde van a viajar ese
día. Isabel prefiere mantener el misterio y aguarda hasta el momento en que
ambos atraviesan el portal del edificio. Entonces anuncia:
-Pablito, hemos aterrizado en
Saturno.
-¿Saturno? Jo, yo quería
Júpiter. ¡Júpiter es más grande!
-Pero Saturno tiene anillos,
¡enano!
Pues claro: Saturno tiene
anillos. Y son anillos por los que se puede pasear alegremente, o incluso
correr, en caso de que algún meteorito amenace la seguridad de los intrépidos
astronautas.
-¡Vamos, Pablito, debemos
entrar en la Nave Estrella antes de que sea tarde!
La Capitana ha hablado, y
nadie podría llevarle la contraria. La Nave Estrella resulta misteriosamente
parecida a un arenero, con puestos de mando que se asemejan a columpios. Isabel
y Pablito ocupan cada uno un asiento, y la valiente capitana inicia el
despegue. Ambos se despiden de la inestable superficie de Saturno –y de sus
anillos-, flanqueados por un coro de grillos inherente a las noches de verano.
-Isabel, ¿podemos ir ahora a
Júpiter? –pregunta Pablito.
-De eso nada, enano, ahora la
Tierra nos necesita. Tú y yo tenemos un viaje a la selva del Amazonas pendiente.
La Nave Estrella es tan rauda
que consiguen alcanzar el Planeta Azul en cuestión de minutos. El paisaje que
se presenta parece –sólo parece- idéntico al de Saturno, con su coro de grillos
incluido. Isabel guía la expedición hacia una profunda cuesta y le explica a su
hermano pequeño:
-Pablito, estamos frente al
río Amazonas. Hay que cruzarlo para seguir el viaje, pero mucho cuidado: el
agua está plagada de cocodrilos… Tú intenta seguirme, ¿vale?
Pablito al principio no ve el
agua –el río parece más bien un desnivel del terreno por el que se accede a una
pista de paddle-, pero en cuanto su hermana le pone sobre aviso, es testigo de
cómo crece el inmenso caudal ante sus propios ojos. Tiene miedo de los
cocodrilos, pero sabe que si se mantiene cerca de Isabel, todo irá bien.
Isabel avanza con arrojo por
entre las aguas y, en un momento dado, coge a Pablito de la mano para que no se
quede atrás. Al final, consiguen alcanzar la otra orilla sanos y salvos,
mientras los cocodrilos se arremolinan, frustrados, unos metros más allá.
-Por fin hemos llegado a la
Laguna de la Muerte –anuncia Isabel-. Los nativos de esta tierra la llaman así
porque entre sus aguas se esconden criaturas mitológicas que aguardan
impacientes a que algún desprevenido explorador se interne en ellas, y entonces
lo invaden con su maldición y nunca, jamás, puede salir de allí. El explorador
se transforma en monstruo, y solo a veces, cuando se refleja la luna llena en
la superficie del agua, recupera su verdadera forma y emerge como una sombra
sobre las aguas, para después volver a sumergirse…
Pablito guarda silencio,
impresionado, mientras contempla la Laguna de la Muerte que, de noche, parece
mucho más amenazadora que por la mañana, cuando solo es una piscina en la que
Isabel y él se transforman en algo llamado “gatos de agua”, que son unos
felinos que pueden respirar debajo del agua, y que corren aventuras huyendo de
los tiburones y desafiando las tempestades –en las piscinas también hay
tiburones y tempestades, ¿quién ha dicho que no? Y él, Pablito, deja de ser
Pablito para convertirse en un gato de agua llamado Miautonto, que es un nombre
inventado por Isabel y que, por mucho que pueda parecer ofensivo, en realidad
es un alarde a su inteligencia. Si lo dice Isabel, ya no hay más que hablar.
-¿Isabel?
El niño deja atrás sus
cavilaciones y contempla a su hermana, que parece haberse quedado abstraída mirando
la superficie de la Laguna de la Muerte.
-No soy Isabel… Soy la gata
Blanquita: he poseído el cuerpo de tu hermana durante un rato para ayudarte a
desafiar a los monstruos de estas tierras.
Blanquita –o Isabel- mira al
estupefacto Pablito, orgullosa de sí misma y de su poder de convicción. ¿Hasta
cuándo se lo seguirá creyendo…?
Faltarían unos años para
aquella otra aventura acaecida en 2006, la búsqueda del Terodactylus Waxineubus
Supremus: http://www.youtube.com/watch?v=7YfefDlaxeM
1 comentario:
He de reconocer que tu texto de hoy me ha emocionado. No solo por el contenido (que también) y porque sepa de dónde nace todo esto (que lo sé) sino porque me ha hecho evocar viejos tiempos, recordar antiguas historias, transportarme otra vez de lleno a una época feliz en mi infancia.
Dicen que los escritores nacen, que no se hacen. Creo que ya desde pequeña apuntabas maneras en eso de narrar, en eso de inventar historias.
Hoy no puedo hacer otra que quitarme el sombrero y aplaudir. El tiempo pasa pero las historias siempre quedan como parte de esa memoria, que las recuerdes certifica que ahí siguen, latentes, esperando ser recordadas, aunque los protagonistas cambien, aunque hayan crecido.
Un abrazo grande.
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