miércoles, 27 de junio de 2012

El viaje





Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.

Rafael Alberti


Isabel baja los escalones de la nave de dos en dos, recogiéndose el vestido como ha visto hacer a las princesas de las películas –a pesar de que su vestido no llega más que hasta las rodillas y no sea necesario recogerlo. Pablito va detrás de ella, inmerso en un trotecillo alegre, preguntándole insistentemente dónde van a viajar ese día. Isabel prefiere mantener el misterio y aguarda hasta el momento en que ambos atraviesan el portal del edificio. Entonces anuncia:

-Pablito, hemos aterrizado en Saturno.
-¿Saturno? Jo, yo quería Júpiter. ¡Júpiter es más grande!
-Pero Saturno tiene anillos, ¡enano!

Pues claro: Saturno tiene anillos. Y son anillos por los que se puede pasear alegremente, o incluso correr, en caso de que algún meteorito amenace la seguridad de los intrépidos astronautas.

-¡Vamos, Pablito, debemos entrar en la Nave Estrella antes de que sea tarde!

La Capitana ha hablado, y nadie podría llevarle la contraria. La Nave Estrella resulta misteriosamente parecida a un arenero, con puestos de mando que se asemejan a columpios. Isabel y Pablito ocupan cada uno un asiento, y la valiente capitana inicia el despegue. Ambos se despiden de la inestable superficie de Saturno –y de sus anillos-, flanqueados por un coro de grillos inherente a las noches de verano.

-Isabel, ¿podemos ir ahora a Júpiter? –pregunta Pablito.
-De eso nada, enano, ahora la Tierra nos necesita. Tú y yo tenemos un viaje a la selva del Amazonas pendiente.

La Nave Estrella es tan rauda que consiguen alcanzar el Planeta Azul en cuestión de minutos. El paisaje que se presenta parece –sólo parece- idéntico al de Saturno, con su coro de grillos incluido. Isabel guía la expedición hacia una profunda cuesta y le explica a su hermano pequeño:

-Pablito, estamos frente al río Amazonas. Hay que cruzarlo para seguir el viaje, pero mucho cuidado: el agua está plagada de cocodrilos… Tú intenta seguirme, ¿vale?

Pablito al principio no ve el agua –el río parece más bien un desnivel del terreno por el que se accede a una pista de paddle-, pero en cuanto su hermana le pone sobre aviso, es testigo de cómo crece el inmenso caudal ante sus propios ojos. Tiene miedo de los cocodrilos, pero sabe que si se mantiene cerca de Isabel, todo irá bien.

Isabel avanza con arrojo por entre las aguas y, en un momento dado, coge a Pablito de la mano para que no se quede atrás. Al final, consiguen alcanzar la otra orilla sanos y salvos, mientras los cocodrilos se arremolinan, frustrados, unos metros más allá.

-Por fin hemos llegado a la Laguna de la Muerte –anuncia Isabel-. Los nativos de esta tierra la llaman así porque entre sus aguas se esconden criaturas mitológicas que aguardan impacientes a que algún desprevenido explorador se interne en ellas, y entonces lo invaden con su maldición y nunca, jamás, puede salir de allí. El explorador se transforma en monstruo, y solo a veces, cuando se refleja la luna llena en la superficie del agua, recupera su verdadera forma y emerge como una sombra sobre las aguas, para después volver a sumergirse…

Pablito guarda silencio, impresionado, mientras contempla la Laguna de la Muerte que, de noche, parece mucho más amenazadora que por la mañana, cuando solo es una piscina en la que Isabel y él se transforman en algo llamado “gatos de agua”, que son unos felinos que pueden respirar debajo del agua, y que corren aventuras huyendo de los tiburones y desafiando las tempestades –en las piscinas también hay tiburones y tempestades, ¿quién ha dicho que no? Y él, Pablito, deja de ser Pablito para convertirse en un gato de agua llamado Miautonto, que es un nombre inventado por Isabel y que, por mucho que pueda parecer ofensivo, en realidad es un alarde a su inteligencia. Si lo dice Isabel, ya no hay más que hablar.

-¿Isabel?

El niño deja atrás sus cavilaciones y contempla a su hermana, que parece haberse quedado abstraída mirando la superficie de la Laguna de la Muerte.

-No soy Isabel… Soy la gata Blanquita: he poseído el cuerpo de tu hermana durante un rato para ayudarte a desafiar a los monstruos de estas tierras.

Blanquita –o Isabel- mira al estupefacto Pablito, orgullosa de sí misma y de su poder de convicción. ¿Hasta cuándo se lo seguirá creyendo…?


Faltarían unos años para aquella otra aventura acaecida en 2006, la búsqueda del Terodactylus Waxineubus Supremus: http://www.youtube.com/watch?v=7YfefDlaxeM


1 comentario:

Óscar Sejas dijo...

He de reconocer que tu texto de hoy me ha emocionado. No solo por el contenido (que también) y porque sepa de dónde nace todo esto (que lo sé) sino porque me ha hecho evocar viejos tiempos, recordar antiguas historias, transportarme otra vez de lleno a una época feliz en mi infancia.

Dicen que los escritores nacen, que no se hacen. Creo que ya desde pequeña apuntabas maneras en eso de narrar, en eso de inventar historias.

Hoy no puedo hacer otra que quitarme el sombrero y aplaudir. El tiempo pasa pero las historias siempre quedan como parte de esa memoria, que las recuerdes certifica que ahí siguen, latentes, esperando ser recordadas, aunque los protagonistas cambien, aunque hayan crecido.

Un abrazo grande.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

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