A las tres de la mañana,
Federico cambia de asiento una vez más. Coge un cigarrillo que no enciende. Fuma
poco y, cuando lo hace, no aspira el humo.
-Ahora –anuncia, girando sobre
el taburete del piano en el que se ha instalado-, antes de irme, y os pido
perdón por hacerlo tan pronto, voy a cantaros “La canción del burro”.
Y, tras un delicioso preludio
tocado con sutileza, comienza a cantar:
Ya se murió el burro,
que acarreaba la vinagre,
ya se lo llevó Dios
de esta vida miserable.
Que tururururú,
que tururururú…
Y la musiquilla es tan
exquisita, tan tierna y contagiosa, que terminamos, detrás de él, cantando en
coro una estrofa y otra, otra más […]. Federico aplaude. Bueno. Pero ya es hora
de retirarse. En la puerta nos refiere todavía la emoción incomparable que ha
experimentado en la carretera ante el extraordinario espectáculo “de un zapato
colgado en la rama de un árbol”.
-¡Cosa tremenda –exclama- que
vale la pena ir a ver!
-Ponte el abrigo, hombre, que
hace frío…
Como si nos hubiéramos
conocido siempre.
Luego vuelve para recoger un
paquete que por último, no había traído. Se le oye gritar desde un rellano de
la escalera:
-¡Que se ha “apagao” la luz!
Claro. Ha tardado tanto en
despedirse… Se siente el golpe estrepitoso de la puerta de la calle. Se ha
marchado.
Y se produce entonces una cosa
inesperada, que no es normal, que tiene algo de sortilegio. El vacío de su
ausencia. Y ha venido hoy por vez primera.
Carlos Morla Lynch, En España
con Federico García Lorca
Hoy me he acordado,
misteriosamente, de la primera vez que vi sus pupilas inmensas mirándome desde
una fotografía en blanco y negro, en la portada de un disco de Ana Belén que
habían comprado en casa titulado Lorquiana, en el que la cantante versionaba varios
de los poemas más famosos del granadino –con resultados, en algunos casos,
emocionantes. Se trataba de un montaje en el que se veía a Ana Belén junto a un
jovencísimo Lorca que posaba en una silla, con chaqueta oscura y pajarita, el
cabello ensortijado y la mano izquierda sujetándose la mejilla en gesto
reflexivo. Yo era pequeña, y su mirada me parecía grave y profundamente triste;
y esta sensación se intensificó cuando mi madre me dijo que lo habían asesinado
por ser poeta, por ser de izquierdas y por ser homosexual, a comienzos de la
Guerra Civil. Debía ser muy pequeña, porque recuerdo que no tenía demasiada conciencia
de la temporalidad, y que me pareció perfectamente normal ver allí a Ana Belén,
posando junto a Federico, y que pensé “Vaya, así que ella pudo conocerle, y
debieron ser amigos”. La fecha “comienzos de la Guerra Civil” sonaba demasiado
borrosa por entonces.
Era la primera vez que veía una fotografía
de Lorca, aunque me acordaba de algún poema suyo, de un libro llamado Federico
García Lorca para niños, que mi padre me había traído de la biblioteca del
colegio. Empezaba así: “Amanecía en el naranjel, / abejitas de oro / buscaban
la miel. / ¿Dónde estará la miel? / Está en la flor azul, Isabel; / en la flor
del romero aquel”. Me sabía el poema de memoria, porque Isabel era mi nombre
favorito. Yo quería haberme llamado Isabel, en vez de Marina. Mi abuela también
se llamaba Isabel.
Recuerdo, más adelante, aquella
primera lectura obligada del Romancero gitano, ya a los trece años, que tan
árida me resultó. La profesora de Lengua nos había dado a elegir entre esa obra
y las Rimas de Bécquer, pero me decidí por Lorca siguiendo el consejo de mi
padre, que me dijo que “era mucho más moderno”. El caso es que me arrepentí,
porque cuando leía en los libros de algunos compañeros aquellas rimas tan
cortitas y tan románticas, renegaba de las imágenes lorquianas, tan misteriosas
e incomprensibles, que hablaban de asesinatos y de venganzas y de pasiones que
yo encontraba violentas y lejanas.
Nadie me podía decir, por
entonces, todo lo que Federico García Lorca acabaría representando en mi vida. Pero
aun hoy, después de haber leído decenas de biografías, de ensayos, de memorias
que hablan sobre él, sobre su inmenso optimismo y su corazón desbordado, sigue
prevaleciendo en mí la primera imagen que conservo: esa en la que –hoy lo sé-
no tenía más de 21 años y aparecía sentado en una silla, con gesto grave y aquella
“tristeza que tuvo su valiente alegría”.
Preferí recordar todo esto, a
comenzar mi pequeño homenaje diciendo, una vez más: Tal día como hoy, 5 de junio, hace 114
años, nacía en la Vega de Granada Federico García Lorca…