domingo, 19 de mayo de 2013

Las adelfas




O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,
dieu trahi par le sort et privé de louanges,

o Satan, prends pitié de ma longue misère!

Charles Baudelaire, "Les fleurs du mal"



Hubo un tiempo en que todo lo sombrío, lo inquietante, lo pérfido; estaba representado por las adelfas.

Lo demás era luz.

Recuerdo aquel patio poblado de rosas, de geranios, de hortensias que se cuajaban de florecitas violáceas de cuatro pétalos, en miniatura –la hortensia es una flor caleidoscópica, múltiple y extraña. Una mesa redonda, de jardín, donde me sentaba a dibujar a mediodía, inmersa en aquel diminuto paraíso cercado por casas de vecinos y, más arriba, por un azul intenso desde el cual bajaban a visitarme las mariposas.  

Todo era suave y luminoso, susceptible de ser acariciado.

Menos aquellas dos adelfas. Alguien me había dicho que eran árboles venenosos.

“Si las tocas, y después te llevas las manos a la boca, te envenenarás”.

Igual que Blancanieves con la manzana de la Reina.

Yo miraba aquellas adelfas, presintiendo que representaban algo siniestro en mi tranquila y tierna existencia. Desde mi ingenuidad, las adelfas simbolizaban el Mal. Y procuraba no acercarme nunca demasiado, dejándome sobrecoger de lejos por sus estilizadas hojas, de un verde oscuro que resultaba sombríamente elegante. Y en primavera, les brotaban preciosas flores: rosas, las de una, y blancas las de la otra.

Nunca pude sentirme completamente tranquila. Mi mirada acababa, irremediablemente, posada sobre las adelfas. Y comprendí que en toda luz siempre existe una parte de oscuridad.




Érase una vez, en un lejano reino, una princesa que jamás había salido de su castillo. Cada día, paseaba por el jardín, hablando con las mariposas y los pájaros, dibujando caricias sobre las flores pálidas, dejándose envolver por el arrullo del sol. La Princesita solo conocía la bondad, y nadie le había hablado de la sombra. La única advertencia de sus padres era siempre la misma: “Que tus labios jamás toquen las flores de la adelfa, sus hojas ni su tallo. Que tus manos no se posen sobre ella”.

Hacía años, antes de que ella hubiese nacido, aquel jardín lo habitaba otra princesa terriblemente bella –hermana de su padre-, de ojos verdes, mejillas rosadas y piel de porcelana. Pero era tan bella como malvada y, para castigarla, un hada buena la transformó en adelfa y la condenó a no abandonar jamás el jardín. El verde de sus ojos se convirtió en pequeñas y elegantes hojas alargadas, invadidas por flores rosas –como lo fueran sus mejillas- y blancas –tan blancas como su antigua piel.

La adelfa era tan hermosa que muchos habitantes del castillo desoían los consejos del Hada y se acercaban para besar la radiante ligereza de sus hojas. A las pocas horas, fallecían irremediablemente.

El Rey nunca quiso cortar la adelfa, porque conocía su verdadera identidad. Aquella princesa mala había sido, a pesar de todo, su hermana. Cuando su hija, la pequeña princesita de labios de cereza, tuvo la edad suficiente para pasear sola por el jardín, el Rey se lo permitió bajo aquella única advertencia: no acercarse a la planta.

La Princesita no podía evitar pasear por el jardín sin sentirse intimidada por la siniestra presencia de la adelfa. Ella no conocía la historia detrás de aquella planta, y no comprendía por qué, siendo tan venenosa, su padre se negaba a cortarla. ¿Tal vez por su belleza? Pero la adelfa enturbiaba su sencilla felicidad, y un día germinóen su interior la idea de acabar con esa situación. Le habían advertido de que algo en sus hojas resultaba mortal, pero todos los que habían muerto, lo habían hecho por rozar sus labios con ellas. La Princesa pensó que, mientras eso no ocurriera, nada malo podría pasarle. Así que reunió todo su valor y se acercó a la planta. Llevó su temblorosa mano hasta una hoja, y la arrancó. En su ingenuidad, creyó que así la adelfa moriría.

De repente, de la hoja arrancada comenzó a brotar un líquido blanco, lechoso, que impregnó toda su mano. La niña sintió que se mareaba y, rápidamente, perdió la conciencia.


Muchos años después –nunca supo cuántos-, la Princesa despertó, lejos de su jardín. Tenía frío, y se encontraba sola y, por alguna razón, triste. Sin embargo, ya no sentía miedo. El jardín había desaparecido pero, con él, también la adelfa.

Se levantó y vio, junto a ella, un elegante espejo. Antes de preguntarse qué hacía allí aquel objeto, se acercó para contemplar su reflejo.

Entonces vio sus ojos verdes. Y comprendió que todo permanecía inamovible.


sábado, 11 de mayo de 2013

La sombra




“¡Conmuévete! Vacila como una columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio”. Pero los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que dimite.

Vicente Aleixandre



Entraste en aquella biblioteca, sin saber que él te esperaría sentado a una mesa, junto a la puerta. Sonreía con sorna. Las estanterías eran altas como edificios descastados del cielo, y una penumbra romántica se extendía artificiosamente sobre tu calavera.

Pronto, no había más que aquella mesa. Te sentaste en el suelo polvoriento, fundiéndose poco a poco tus huesos en él. Era mejor entonces la lúgubre biblioteca que un campo radiante perfumado de nomeolvides… Podías estornudar. Podías fundirte con el suelo. Podías invocar a todos los cielos de tu iris sin acabar sepultada por la primavera.


En otra biblioteca, el cartel de la entrada lo dejaba claro:

SE EXIGE PASAR ACOMPAÑADO

¿Por qué? Porque hay estanterías demasiado altas, cielos demasiado bajos y primaveras que se han convertido en asesinos a sueldo disecados por el frío. La soledad te extraería tanta sangre que incrementaría tu incapacidad de vomitar estrellas en un plato de nácar.

Elegiste a una mujer cualquiera como tu acompañante. No, no a cualquiera: ella no te conocía. Sí que afirmaba conocerte, de pasada, igual que se conocen las piedras y los pájaros que a veces se posan en la memoria. Realidades ahogadas por palabras. Y la elegiste a ella, porque ni siquiera te paraste a pensar. Solo recordabas una calle luminosa y tu sombra que acababa de salir del colegio.

Así que entraste acompañada. Pero a medida que ibas internándote en aquel espacio de penumbra incierta y largas estanterías susurrantes, la voz de la mujer se alejaba con displicencia, como los pájaros intermitentes que emigran del país del frío. Y te quedaste allí, recordando una mezquita que tenía la misma alfombra de entramados confusos sobre la que se paraban tus pies desnudos.

Y allí volvía a estar él: en una mesa, junto a la puerta.

Tu cuerpo se fue anestesiando con una calma infinita, de esferas vacías de reloj, arrancadas las agujas.

“Es oxígeno. Te vamos a poner oxígeno”.

No, no es oxígeno. Es que todas las bibliotecas son la misma, en realidad; y si no fuera por esa presencia, nunca descansarías. Jamás se fundiría tu vestido negro –no azul, ni blanco, sino negro- con el suelo, ni surgiría de las profundidades una voz sin tiempo que te diese la bienvenida a mayo.


domingo, 28 de abril de 2013

Waiting for the sun



"Las rosas sangrantes", Salvador Dalí, 1930


En sus ojos vacíos había dos relojes pequeños; uno marchaba en sentido contrario que el otro.

Luis Cernuda



Abril se desangra en vientos helados, en lluvias, en velos de tristeza. Variando aquel verso de Baudelaire: Voici l’hiver! –otra vez.

El mundo se niega aún a ingresar en un manicomio –o en un hospital psiquiátrico, como los llaman ahora-, a pesar de que, en su locura dirigida, ha cometido más homicidios que algunos de los más temidos presidiarios.

En cuanto al tiempo, mi fiel enemigo, de repente me sonríe y me guiña un ojo, como si quisiera hacerme partícipe de esta segunda oportunidad que me pone en bandeja de plata. Y yo, cobarde, como siempre, me atrevo solo a rozarla con la punta de los dedos, para que la Tierra no tiemble entera y me sacuda a mí en su estornudo final.

Y el tiempo sigue sonriendo, pero con una chispa de indulgencia en sus ojos cansados de relojes. Jamás se atrevería a sobreestimarme, porque no soy más que aire, ni siquiera viento. Y sólo nos presta las cosas; jamás nos las regala. Las oportunidades se marchan, como los días de sol y como las tristezas adolescentes.


¿… pero puedes recordar todo el tiempo que lloramos?


Lo sé, Jim, lo sé. Solo espero el sol; como tú, como todas las flores y como los barcos que sobreviven a las tempestades. Seré valiente, te lo prometo. Quiero vivir intensamente aunque no haya cumplido los veintisiete. Y después, quiero seguir viviendo. Tengo el valor suficiente para hacerlo.

Lo importante es que ahí fuera se den cuenta de que yo sé bailar. Quien no quiera mirarme, adelante, ¡que no me mire! Tengo que salir de aquí. Tengo que bailar un vals con los relojes y acabar dando la vuelta a los calendarios, y que las segundas oportunidades se conviertan en primeras. Tengo que lograr que la luz, la poca que queda en esta primavera muerta, no se marchite.

Si por lo menos amaneciera.

sábado, 20 de abril de 2013

Dentro


Casablanca (1942), de Michael Curtiz




Sí, ya recuerdo cómo empezaba: On a morning from a Bogart movie, in a country when they turn back time… Humphrey nunca fue guapo, ¿verdad? Pero tenía algo en la mirada que… Algo que parecía decir: “Volveré”.



Los acordes de piano son el exquisito prólogo a aquella historia en que la que la muchacha vestida de seda emerge desde detrás del sol para perderse por las calles imposibles de una ciudad en forma de acuarela. Tus pupilas son el lienzo. Todo ocurre allí, en el fondo de tus ojos. La noche se sucede tan rápido que apenas recuerdas fogonazos de luz que aceleran tu corazón y le arrancan fuegos artificiales (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN).

Es mejor perder el sentido de la orientación, o de la realidad. La realidad también tiene un fondo de acuarela. Al menos, la tuya. Igual que Peter Lorre, contemplas de lejos un crimen, perdida entre la multitud. Eres tú, disparando sobre una proyección de ti misma. Ríes amargamente, porque el arma ni siquiera estaba cargada.

Amanece y, como en la canción, te resistes a salir de allí, aunque sepas que deberías hacerlo. Los acordes de piano no durarán siempre: y los que suenan ahora componen el epílogo. Lo curioso es que son exactamente los mismos del prólogo, y eso te hace soñar con que todo vuelve a empezar de nuevo.

Bueno, ¿y por qué no? La vida puede ser como tú la pintes, dentro de tus pupilas. Una acuarela, un espejismo que dure para siempre. Tienes la íntima certeza de que no estás hecha para el mundo de ahí fuera: siempre olvidarás cómo vivirlo: condenada a sufrir o a causar sufrimiento. Dentro de ti, todo es perfecto. Una vida independiente a la de fuera, que siempre te acompaña aunque nadie más que tú pueda verla.

Tal vez, la acuarela seas tú, y no el mundo. Un personaje de drama en blanco y negro que se desvanece nada más anunciarse el final: un personaje ingobernable. El crimen es exactamente ese: asesinar a la realidad –por no haber sabido cómo manejarla- para viajar a tu propio mundo. Hay veces en que la realidad sangra -no consigues cambiar el final de la historia-, y es terriblemente fría, y entonces solo deseas suicidarte de sueños, y vivir allí dentro. Con los fogonazos (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN), las ciudades imposibles, los acordes interminables y un guión que te hace saber exactamente cómo actuar. Fuera, Al Stewart se ha callado para siempre, pero dentro, la canción se repite una y otra vez.

Nadie sabe lo que sucedió después: si Rick regresó al aeropuerto para esperar el avión que devolvería a Ilsa a Casablanca; y aunque no se vea en la película, existe una secuela en la que Escarlata O’Hara se marchó a buscar a Rhett Butler, porque sabía que era su amor verdadero. Y a pesar de que Humphrey jamás regrese, su mirada está cargada de ese aire grave y tierno que te permite decolorarte en blanco y negro para seguir soñando con un último beso, que dé a luz, otra vez, al primero. 



Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.

Alguna vez volveremos a ser.


Alejandra Pizarnik

jueves, 4 de abril de 2013

Pincel de tiempo (II)


Villafranca de los Barros, Badajoz


Serio retrato en la pared clarea
todavía. Nosotros divagamos.

Antonio Machado



I.

Encinares. El ronroneo suave del motor del coche y, de fondo, la torre del campanario, destacando sobre el delicioso conjunto de casitas bajas. Extremadura, extendiéndose fuerte, reseca, sangrienta de guitarras, ante tus ojos ilusionados.

Villafranca de los Barros. No había un lugar mejor. Eran los tiempos en los que todavía llorabas cuando, pasados los tres o cuatro días de rigor, tu familia decidía volver a Madrid. Los tiempos en los que dibujabas “Titas Mandis” en tus cuadernos –no eran más que monigotes con un garabato rizado a modo de pelo, que todavía no habían evolucionado lo suficiente para que las piernas no les salieran de la cabeza. La Carrera Chica y la Carrera Grande. Las procesiones y tu obsesión por “disfrazarte” de “capirucho” –nazareno. Los merengues del Falces, los pollos del Tito Manolo, Carrán y sus perros. Los gatos de Manuela. El cuadro antiquísimo del pasillo llamado “El barco fantasma”, que te estremecía y te fascinaba a partes iguales.

La última vez, casi volviste a llorar cuando os marchabais. Aunque hubieran pasado tantos años. Aunque la mitad de las cosas que hacían maravilloso el pueblo fuesen solo recuerdos.


II.

En el dormitorio que todos llaman “la sala” había antes un armario fuerte, de madera de roble, lleno de muñecas que fueron de mamá. Las cogías todas –junto con un Dartacán de tu cosecha y algún que otro nuevo invitado extra- y las sentabas en aquellas sillas de mimbre del pasillo. Después llevabas a tu hermanito, como si fuera un muñeco más, y le invitabas también a sentarse. Desde aquel momento, tú eras la profesora, y ellos, tus maravillados alumnos. Lo mejor era poner las notas…

No puedes evitar revivir estas imágenes mientras miras a tus alumnos de carne y hueso, que parecen tan pequeños, a pesar de ser mucho mayores de lo que eras tú en tus primeros días de profesora improvisada…


III.

En el salón de la casa del pueblo hay todavía un retrato que lleva allí desde que te alcanza la memoria. Una mujer joven, de mirada oscura y penetrante, y pelo espeso de ébano. Nunca te planteaste que fuera alguien de carne y hueso.

Recuerdas a tu abuela y siempre la recuerdas cantando, o riéndose. Sentándote sobre sus rodillas, con aquel vestido de cuadros azules y blancos que usaba para estar por casa, o su falda negra de lunares blancos.

Todos en tu familia, y fuera de ella, hablan de ella con adoración, con devoción, como si hubiera sido un hada en vez de una persona real. Tú solo recuerdas que la querías con locura, y piensas que ojalá te hubiera dado tiempo a conocerla mejor.

A los ocho años, cuando ella ya no estaba, descubriste la identidad de la mujer del cuadro del salón.

viernes, 22 de marzo de 2013

Nombres

Pablo Neruda y Albertina Rosa


“Pablo, perdóname, ya sé que no sirvo para nada. Ha sido sin querer.”

Releo estas palabras,  escritas con una caligrafía blanda y fluida, de trazos a veces separados y en otras ocasiones unidos, que no siguen una regla lógica, produciendo un conjunto que da la impresión de algo líquido e impulsivo. Dichas palabras van seguidas de una firma ininteligible en la que solo se distingue la “a” del final y, tal vez, con mucha imaginación, una “l” y una “i” previas. ¿Julia? ¿Celia?

Las palabras se encuentran en un papel diminuto y amarillento, de cuadros, como los que hay en los cuadernos. La autora no se molestó en quitarle el borde, lo que permite ver que se trata de una hoja arrancada de un pequeño bloc de notas. Está doblada a la mitad, oculta en la segunda página de un libro bastante antiguo. Es una interesante edición de 1974 titulada Cartas de amor de Pablo Neruda, publicada por Rodas, con introducción y epílogo de Sergio Fernández Larraín. El libro estuvo olvidado durante muchos años en una estantería, en casa de mis abuelos; hasta que hace muy poco, haciendo limpieza, cayó en mis manos.

Me dirijo a la página donde encontré la nota, con la esperanza de hallar alguna pista. Corresponde al título. Debajo, hay un nombre compuesto y una fecha, “verano del 75”. Conozco ese nombre: pertenece a una antigua novia del primer poseedor del libro. No es ni Celia ni Julia, ni nada que se le parezca. Tampoco se trata de la misma caligrafía: esta es de trazos más redondos y dulcificados. La tinta es azul, al contrario que la de la nota, que es negra.

Pablo y Celia. O Julia. O algo similar. He preguntado a mi familia por estos nombres, pero nadie parece recordarlos, ni siquiera el propio poseedor del libro. ¿No los recuerda, o no quiere hacerlo?



Me enfrasco en la lectura de las Cartas de amor. Están llenas de nombres en clave. Lombriz regalona. Lombriz zalamera. Niña de los secretos.  Mocosa mía. Rana, culebra, araña. Mi pequeña. Escarabajo. Mala pécora. Muñeca adorada. Pequeña canalla. Mocosa de los recuerdos. Mi chiquilla fea. Chiquilla bonita. Ratoncilla. Caracola. Abeja. Arabella. Amareza. Fea mía. Netocha. Mi Netocha de los recuerdos. Netocha, como la Netocha de Dostoievski.

Albertina Rosa es el nombre oculto detrás de todos ellos. Albertina Rosa, la inspiradora de los Veinte poemas de amor, la hermosa compañera de ojos tristes: el primer amor de Ricardo Neftalí, que también escondió su nombre bajo el de Pablo Neruda. Su compañera de francés en el Instituto Pedagógico, coprotagonista de un apasionado romance –muy epistolar- que se consumió en pocos años.

Después, Ricardo escondería mucho más que su nombre. A su primera esposa, María Antonieta Hagenaar, no le ocultaría a su amante, Delia del Carril, con la que se amaba delante de ella y de la hija de ambos, la pequeña Malva Marina, que sufría de hidrocefalia. Neruda no dudó en dejar abandonadas a su mujer y a su hija en España, al final de la Guerra Civil, para marcharse fuera con Delia. Pero a Delia, veinte años mayor que él, activa y alegre, sí le escondió sus secretos encuentros con Matilde Urrutia, a la que conoció viviendo ya en México, y desposado con Delia.

Fue amante de ambas mujeres hasta que, finalmente, abandonó a su esposa por Matilde. Y la dualidad sentimental se repitió una vez más, con la sobrina de Urrutia, una muchacha llamada Alicia. La doble relación de Neruda se mantuvo en secreto hasta la muerte del poeta.



Vuelvo a releer la nota. Pablo y Julia, o Celia. ¿Qué historia se esconderá detrás de esos nombres? Ambos podrían ser nombres en clave. O tal vez Celia, o Julia, solo estuviese escribiendo al recuerdo de Neruda, igual que yo a veces siento deseos de escribir a Cernuda, porque se me ocurre que él sí me comprendería.

Quién sabe. Me gustaría averiguar por qué la autora trata de disculparse, y a quién. Presiento que fue una historia profunda y tormentosa la que inspiró esa nota, y creo que algún día escribiré una novela para resucitar palabras que tal vez ocultan un amor furiosísimo, o quizá triste: un amor olvidado en el tiempo, vivo en el papel, como el de aquel Neruda de pocos años que escribía a Albertina…

Pequeña, ayer debes haber recibido un periódico, y en él un poema de la ausente (Tú eres la ausente). Te gustó, Pequeña? Te convences que te recuerdo? En cambio tú. En diez días, una carta. Yo, tendido en el pasto húmedo, en las tardes, pienso en tu boina gris, en tus ojos que amo, en ti. […] Qué harás a esta hora, mi dolorosa querida: te veo la cabecita mía alegre o enfurruñada, te recuerdo desde la frente hasta las uñitas del pie, todo, todo me hace falta hasta la angustia, como tú nunca, nunca podrás comprenderlo, vida mía. […] Te quiero mucho, siempre. A veces, hoy, me da una angustia de que no estés conmigo. De que no puedas estar conmigo, siempre.

Largos besos de tu

Pablo

Septiembre 16. De noche.

sábado, 16 de marzo de 2013

Désarmer un silence




Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo? Deseaba un silencio perfecto. Por eso hablo.

Alejandra Pizarnik



I.

A veces escribir es vengarse del silencio a destiempo. En este caso, la poesía más bien sería un arma cargada de pasados.

II.

La historia nos ha demostrado que la literatura puede escandalizar, ofender, doler y ser responsable de un asesinato. La otra, la que solo acaricia, pasa desafortunadamente desapercibida.

La rabia es el antídoto más fuerte contra el silencio.

Escribo, luego existo.

III.

La contradicción en dos modalidades que, a su vez, se contradicen: tratar de demostrar que alguien no te importa y delatarte; decir “me importas” y ceder a las tentaciones del olvido.

Variación de un refrán popular: La indiferencia tiene las patas muy cortas.

IV.

Hay silencios enfermos de derrota, también los hay que son cómplices del orgullo. Todos ellos ocultan un abanico de miradas a escondidas en las esquinas del presente.

Los olvidos que no lo son sólo por su nombre jamás eligen voluntariamente el disfraz del silencio. Lo demás, no llegaría a ser algo distinto del recuerdo de un olvido.

V.

El silencio nunca será el prólogo de un final. Es necesario que estalle la tormenta para que una historia pueda haber sido una historia. La tormenta sería el verdadero crepúsculo.

Como en aquella canción, sigo esperando la lluvia de verano.

martes, 12 de marzo de 2013

Pincel de tiempo (I)


Septiembre de 2005




Adolescente fui en días idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo busco,
que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.

Luis Cernuda



I.

No importa los años que pasen: siempre arrastrarás tras de ti la sombra de aquella niña solitaria que dibujaba muñecas en los márgenes en blanco de los cuadernos, que adelantaba los deberes de clase en los recreos, que jugaba a pincharse el dedo con el portaminas imaginando que ello le haría caer en un sueño tan profundo como el de la Bella Durmiente.

Has crecido, sí. Te defiendes bien en sociedad –al menos, decentemente-, te mueves en varios círculos y cada vez dispones de menos tiempo para conversar con tu alma por medio de la poesía. Sin embargo, en ocasiones destellan fogonazos de épocas lejanas, de fines de semana solitarios, viendo llover por detrás del cristal. De princesas de boca de fresa, prisioneras en los poemas de Rubén Darío.

Esa persona también fuiste tú, y todavía bucea dentro de tu sangre, y se refleja en tus pupilas cuando algo en la realidad parece más fuerte que tú misma, y te desarma. Quienes te conocieron en esos años no se han olvidado, y mezclan aquella imagen con la otra nueva que pretendes consolidar, que no termina de echar raíces y a veces tiembla y se desdibuja, desmintiéndote.


II.

Ella te conoció cuando eras esa otra persona. Ella te vio crecer, evolucionar, abrirte al mundo y despertar a la realidad de la nieve que se deshace. La sentiste tan dentro que a veces olvidas que ya no esté, y te parece que su silencio es sólo uno más.

No puede ser real, te dices. La amistad, para ti, era ella. En el sentido más amplio y profundo de la palabra. Pero sí es real el cuchillo afilado de la indiferencia. Cualquier insulto, bronca, reproche, hubiera sido mejor que el hielo sombrío de su mirada.

La herida cicatrizará, pero jamás serás capaz, de nuevo, de sentir tan intensamente la amistad en alguien. De caminar junto a esa otra persona, deshaciendo la noche, compartiendo sueños mientras el mundo gira y, sin daros cuenta, os vais haciendo mayores.

Ahora empiezas a comprender que siempre faltaron lágrimas.


III.

Descubres unos poemas antiguos en archivos aún más antiguos. Los escribió tu otro yo en alguna tarde de tormenta, mirando por la ventana y soñando con un beso imposible.

Son poemas tan emocionados, tan ingenuos, que casi podrías volver a enamorarte del protagonista –y antagonista- de sus versos. No se corresponde con la persona de carne y hueso que ahora camina desgarbadamente sobre el asfalto del presente. Lo miras y te sorprende la falta de complicidad que os separa.

Hay un cristal. Al otro lado, está él.

Y sin embargo, aquel amor inconsciente y en cierto modo imaginario fue el faro que te guió lejos de la niña introvertida y solitaria que no se atrevía a hablar en público. Pero si aquel amor no tenía un destinatario real, significa que tú eres la única responsable de tu propia evolución.

Entradas populares

Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título