Septiembre de 2005
Adolescente fui en días
idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por
penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo
busco,
que tanto, tanto duela sobre
el cuerpo de hoy.
Luis Cernuda
I.
No importa los años que pasen:
siempre arrastrarás tras de ti la sombra de aquella niña solitaria que dibujaba
muñecas en los márgenes en blanco de los cuadernos, que adelantaba los deberes
de clase en los recreos, que jugaba a pincharse el dedo con el portaminas
imaginando que ello le haría caer en un sueño tan profundo como el de la Bella
Durmiente.
Has crecido, sí. Te defiendes
bien en sociedad –al menos, decentemente-, te mueves en varios círculos y cada
vez dispones de menos tiempo para conversar con tu alma por medio de la poesía.
Sin embargo, en ocasiones destellan fogonazos de épocas lejanas, de fines de
semana solitarios, viendo llover por detrás del cristal. De princesas de boca
de fresa, prisioneras en los poemas de Rubén Darío.
Esa persona también fuiste tú,
y todavía bucea dentro de tu sangre, y se refleja en tus pupilas cuando algo en
la realidad parece más fuerte que tú misma, y te desarma. Quienes te conocieron
en esos años no se han olvidado, y mezclan aquella imagen con la otra nueva que
pretendes consolidar, que no termina de echar raíces y a veces tiembla y se
desdibuja, desmintiéndote.
II.
Ella te conoció cuando eras
esa otra persona. Ella te vio crecer, evolucionar, abrirte al mundo y despertar
a la realidad de la nieve que se deshace. La sentiste tan dentro que a veces
olvidas que ya no esté, y te parece que su silencio es sólo uno más.
No puede ser real, te dices.
La amistad, para ti, era ella. En el sentido más amplio y profundo de la
palabra. Pero sí es real el cuchillo afilado de la indiferencia. Cualquier
insulto, bronca, reproche, hubiera sido mejor que el hielo sombrío de su
mirada.
La herida cicatrizará, pero
jamás serás capaz, de nuevo, de sentir tan intensamente la amistad en alguien.
De caminar junto a esa otra persona, deshaciendo la noche, compartiendo sueños
mientras el mundo gira y, sin daros cuenta, os vais haciendo mayores.
Ahora empiezas a comprender
que siempre faltaron lágrimas.
III.
Descubres unos poemas antiguos
en archivos aún más antiguos. Los escribió tu otro yo en alguna tarde de
tormenta, mirando por la ventana y soñando con un beso imposible.
Son poemas tan emocionados,
tan ingenuos, que casi podrías volver a enamorarte del protagonista –y
antagonista- de sus versos. No se corresponde con la persona de carne y hueso
que ahora camina desgarbadamente sobre el asfalto del presente. Lo miras y te
sorprende la falta de complicidad que os separa.
Hay un cristal. Al otro lado,
está él.
Y sin embargo, aquel amor
inconsciente y en cierto modo imaginario fue el faro que te guió lejos de la
niña introvertida y solitaria que no se atrevía a hablar en público. Pero si
aquel amor no tenía un destinatario real, significa que tú eres la única
responsable de tu propia evolución.
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