Salvador Dalí, "Las tentaciones de San Antonio"
Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran
vagando.
¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre
amapolas?
¿Y quién no posee un fuego,
una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?
Alejandra Pizarnik
-Lorenzo, nunca pensé que
volverías.
Anochecía. Ella le hablaba
otra vez a su ausencia, que ocupaba de nuevo un espacio que no se había
terminado de borrar.
El mar, el cielo rosa.
Las gaviotas.
Ninguno de aquellos elementos
resultaba real. Ella comenzó a bailar en círculos consigo misma.
-Lorenzo, mírame.
Pero Lorenzo se había dejado
el corazón por el camino, y se hallaba perdido en sus propias y amargas
cavilaciones. La miraba, claro que la miraba. Pero continuaba sin verla.
Lorenzo era dulce, suave,
desapasionado, lo mismo que una nube algodonosa flotando por el cielo de abril.
Lorenzo llevaba en los ojos promesas apagadas de pacíficas mañanas y amores
tranquilos, monótonos y entrañables.
Lorenzo era un pasado
reciente, una historia inacabada, una parte de sí misma. Lorenzo no era real, y
eso, más que nada, la hacía creer en su existencia, y en la necesidad de volver
a encender todas aquellas promesas dormidas.
Levanté los ojos del libro. Yo
podría ser la joven bailarina y empezar a soñar con los ojos suaves de Lorenzo.
También podría convertirme en Lorenzo y seguir caminando por el mundo, perdido
en mis melancolías y sin percatarme de las que yo mismo levantaba a mi paso.
¿Perseguir un imposible o erigirse una misma en imposible? O mejor aún: arrinconarlo
todo en algún argumento de novela sin futuro. Dejar los personajes: herirse –o embriagarse-
de realidad.
1 comentario:
En algún sitio leí que los mejores amores son siempre los que no existen. Supongo que será porque en la no existencia son perfectos y hechos totalmente a la medida de nuestras cavilaciones y deseos.
Besos.
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