viernes, 8 de febrero de 2013

Decadencias de comienzos de siglo


Salvador Dalí, "La miel es más dulce que la sangre"


Y la vida, que adquiere
carácter panorámico,
inmensidad de instante también casi angustioso
-como de amanecer en campamento
o portal de belén-, la vida va espaciándose
otra vez bajo el cielo enrarecido
mientras que aceleramos.

Jaime Gil de Biedma



Me ha tocado vivir en un siglo decadente, en todos los sentidos. También en el musical. O debería decir: “sobre todo” en el musical. Si hubiera nacido en los sesenta, tendría a los Beatles, a Elvis y a los Doors; en los setenta, a The Police, Cat Stevens, Stevy Wonder, los Moody Blues… En los ochenta, hubiese vivido la gran movida madrileña.

No me puedo quejar. Al menos, me enorgullezco de haber existido en los noventa, donde aún se dejaban notar unos últimos coletazos de lucidez musical.

¿Y qué tenemos en el siglo XXI? Fabulosos vocalistas de la talla de Lady Gaga, Daddy Yankee, Pitbull, David Guetta, José de Rico, Danny Romero; dúos conmovedores como Wisin & Yandel, Kalee y el Dandee, Yandar & Yostin; bandas que pasarán a la historia -¿alguien lo duda de Tacabro? Sí; en años futuros podré afirmar que yo viví en la época del legendario Juan Magán, que “bailé por ahí” con sus éxitos del verano, esos que llevan títulos tan líricos como “No sigue modas” o “Ella se vuelve loca”. Y que se quite cualquier Bob Dylan vulgarote, ¡hombre!

Definitivamente, es para morirse de la pena. Y sin embargo, es la época que me ha tocado vivir. Es mi adolescencia, mi juventud inadaptada. Siempre me puedo seguir resistiendo desde mis barricadas de rock clásico, de flamenco, de cantautores; no he perdido mi personalidad musical por el camino. Pero tengo, muy a mi pesar, tantos recuerdos envueltos en esos mediocres éxitos de 2010, 2011, 2012. Y casi parece que, al escucharlos, pierden la mediocridad para dar paso a un torrente de imágenes a todo color, de rostros hoy difusos, de noches inolvidables, desteñidas por las luces absurdas de discoteca.

Me olvido a mí misma, y pienso. Pienso en aquel sueño en mitad del Mediterráneo, y en la forma que tenía mi estómago de encogerse cada vez que él me sacaba a bailar. Todavía no he conocido a nadie que tenga esa gracia bailando éxitos vulgares de discoteca. Sus ojos ambarinos se encendían mientras mantenía embelesados a todos aquellos adolescentes fácilmente impresionables. Y de entre todos ellos, me eligió a mí para bailar. Era un remix horrible de una canción antigua, que ha pasado a la historia discotequera como “Paparamericano”. No puedo pensar en él sin escuchar de fondo ese chunda-chunda. Y así, la historia de amor platónico en el Mediterráneo se colorea de tintes mediocres, con fecha de caducidad. Igual que la canción.

Son también las bandas sonoras de nuestras correrías nocturnas por Conil, de las madrugadas de playa y levante, y de caminar descalza por la arena a la vuelta, porque los tacones hacían demasiado daño, o tal vez porque la arena estaba fría y aquella era una de las sensaciones más maravillosas que puedo recordar. Nos burlábamos de esas letras, aunque después las bailáramos, y todo lo que hacíamos era “no seguir modas”. Allí aprendí a beber cerveza, a simular que bailaba, y a no agobiarme en medio de las mareas humanas que colonizaban aquel pub llamado “El Sitio”. Ese año, los ojos verdes tenían el color de una Heineken, por lo que aquellos otros, azul grisáceo, me parecieron extremadamente llamativos y elegantes, como si no estuvieran en su lugar. Lo recuerdo bien: sonaba un pegajoso éxito de reggaetón llamado “La despedida”, y él me dijo, reproduciendo la letra, “antes que te vayas, dame un beso”. Pasando por alto las evidentes incorrecciones sintácticas de la frase, he de decir que aquel beso no se pudo producir por ser yo quien soy, porque ni en las discotecas –ni en las de verano- pierdo mi vena idealista-romántica. Y un primer beso en esas condiciones supone un atentado contra cualquier tipo de romanticismo.

Al final su recuerdo se desvaneció en el tiempo y la distancia; apenas duró unas horas, y el resto fue obra de mi imaginación. Porque cuando una se queda sin historias, y sin protagonistas, tiene que inventarlos basándose, si es posible, en una mínima realidad. Y resulta más maravilloso pensar que era un vals lo que bailamos en medio del Mediterráneo, o que la llegada de aquellos ojos azul grisáceo se produjo en otro lugar, desvanecido de espejos y de suelos de mármol. Tal vez, ese sea el secreto para sobrevivir en el siglo que nos ha tocado: inventar todo lo que la realidad no puede ofrecernos, soñar para permanecer despiertos, hasta que alguien nos despierte de verdad. Después, solo quedan imágenes mezcladas con letras y músicas absurdas, gérmenes de poemas, irrealidades. Ninguna de aquellas historias fue una historia de amor, porque las verdaderas historias de amor suceden cuando ambos pueden llegar a sentirse fuera del mundo, y las bandas sonoras nunca son éxitos del verano.

Pero no puedo oír esos éxitos sin que una oleada de recuerdos acuda a mi mente. Quizá lo más verdadero que haya llegado a experimentar con ellos sea aquella antigua amistad marchita, cuajada de altibajos: la amistad más sincera que yo he podido sentir en toda mi vida. Al final, las cosas que se apagan lo hacen sin más, y no hay manera de volver a encenderlas. Y cuanto más fuerte ha sido algo, más vacío se queda el corazón. Pienso en las sesiones de maquillaje y peluquería, en los tacones, en las noches por Huertas, en los mojitos y en las confesiones, en las miradas cómplices que ponían fin a todos los períodos de silencio. En los regresos a casa, de madrugada, con el sabor agridulce de la amistad y de algo inexplicable e indeterminado que nunca terminaba de ocurrir. Como si cada vez que saliera, me dejara un trocito de ilusión por el camino.

Algo me lleva a presentir que, tal vez, aquella historia fue una más de las construidas por mi imaginación, que todos los sentimientos tuvieron un sentido único, y una vez más, fue necesario inventar una realidad a mi medida. Sin embargo, prefiero convencerme a mí misma de que no: de que fue verdadero. Aunque siempre, al recordarlo, suenen de fondo los horribles –y, paradójicamente, entrañables- éxitos del verano.

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