[…] Buscaba alguna palabra para aparentar comunicación. Mas ¿qué decir? Sentía tal frío que ya casi no era cuerpo, sino una idea: la idea de frío, perdida durante un crepúsculo de enero por un triste rincón de la tierra. Sin embargo ¿dónde estaba la tristeza, en mí o en las cosas? No te engañes, Albanio: vivir es sentir intensamente la falta de algo […] Todos esos deseos que llevas ahí, bien clavados en el pecho, nada responden ni demuestran. Limítate a vivir, simplemente. ¿Te acostumbrarás a ello? ¿No? Peor para ti.
Luis Cernuda, Diario de un viaje
Otro año que se muere. Se aleja hacia la orilla opuesta del tiempo, dejando un sabor agridulce en la comisura de los labios. Diminutos instantes de luz en medio de un paisaje anguloso y adverso, enemigo de la imaginación. Diminutos instantes cuyo recuerdo arrastra tras de sí una sombra inmensa, un agujero inexpugnable de oscuridad. Irremediablemente. Pero sin luz, entonces no…
En algún momento indeterminado he comprendido al fin por qué las pupilas son siempre negras. Lo son para ocultar el miedo que se esconde por detrás de los ojos: el miedo a que no pase nada, el miedo a lo que pueda pasar. Tumbarse en la arena de cara al mar tiene el mismo grado de riesgo que cerrar los labios y utilizar una soga de nubes para alcanzar la luna. O que coleccionar bigotes de gato. Nunca descubrirás si lo que tienes enfrente es realmente el mar y, por muchas nubes que encadenes, la luna estará siempre lo suficientemente baja para que no consigas alcanzarla. Después te quedará la opción de descender a los infiernos, que además resultan mucho más tentadores en diciembre.
Vivir es sentir intensamente la falta de algo. Es la única enseñanza que el año moribundo puede proporcionarme, aunque no voy a infravalorar la contribución de los anteriores en dicho descubrimiento. Insatisfacción. Ocurre igual que en esas pesadillas en las que, por mucho que corres, no consigues avanzar ni un centímetro. Así son los deseos: demasiado altos –o bajos, como la luna- para realizarlos. Deseos como copas medio vacías –sí, me declaro pesimista- o como intentos por atrapar el sol con un cazamariposas. E incluso si lo consiguieras, te invadiría una nostalgia irremediable por no ser una humilde estrella, en vez del sol, la que ahora expirara en tu tarro de cristal. Y es que el cielo está cuajado de realidades inalcanzables.
Tengo demasiados poemas y demasiados nadies a quienes dedicárselos. Demasiadas historias que han perdido su protagonista, o demasiados protagonistas sin historia. Prefiero no tener que traducir las letras de las canciones en inglés, y a menudo se me olvida recordar algo que me dejé olvidado mientras caminaba por el mundo. En un día del que tampoco me acuerdo. Y sí: yo soy de esos infelices que no se acostumbran a vivir, simplemente. Todavía conservo la esperanza de que algún día, mirándome al espejo, mi verdadera imagen se asomará por detrás de las pupilas, sonreirá y me tenderá una mano hacia un cuento del que yo sería la protagonista perdida. ¿Huir? Sí; ya sé que es el recurso romántico. Y tal vez ni siquiera de ese modo estaría satisfecha. Pero también el tiempo se va sin preguntar, envuelto en su disfraz de años y de Nocheviejas borrachas de propósitos imposibles.
No olvidemos encender la luz cuando terminen las doce campanadas… En 2012.
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