lunes, 10 de enero de 2011

Lo malo de la inocencia

La bella Durmiente, de Walt Disney

Creía a los hombres buenos o malos, de una pieza, como en los libros que leyó cuando niño. Su inocencia aún le permitía disgustarse con ellos al chocar de pronto con la perversidad. Aún debían transcurrir algunos años antes de que saliese de su error y comprendiese al fin que es tan difícil hallar un ser medianamente bueno como un ser medianamente malo. Porque el temple humano ha perdido resistencia moral, y van los hombres del bien al mal, fluctuando inestablemente, como una gallina coja, impulsados por la necedad y el egoísmo.
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Luis Cernuda

Lo malo de la inocencia es que, por muchas veces que te topes de bruces con la cruda realidad, jamás aprenderás a esquivar los golpes. La vulnerabilidad que suscita la inocencia es imposible de ocultar ante ojos ajenos, a pesar de que pueda tratar de mitigarse con ingredientes tales como el pesimismo o la prudencia. Pero al final, ni uno ni otro te salvará de caer una vez más en la trampa. De creer ingenuamente que has logrado imponerte a tu propio pesimismo, a tu terrible inseguridad.

La inocencia nos hace pensar en arquetipos: el lobo, el dragón, la princesa, la bruja. El amigo. Bajo el prisma de la inocencia, la amistad se convierte en una hermosa utopía. Confiamos ciegamente en aquellos que nos llaman amigos sin acordarnos de la última vez que eso quedó en entredicho. E inevitablemente llega el momento –porque siempre llega- en que ese amigo te la juega, como se suele decir. Por alguna razón, la inocencia suele ir acompañada de una absurda y blanda hipersensibilidad, y es cuando sale a la luz la consabida frase de Yo nunca me lo hubiera esperado de… Y realmente, no te lo esperabas. Y también realmente te afecta; por mucho que pretendas negarlo. Es lo malo de la inocencia.

Las personas no son malas ni buenas, sino una especie de híbridos entre el bien y el mal que pueden explotar más o menos una de esas dos partes. La inocencia incapacita para actuar con algo más que picardía: nunca permite llegar a la maldad. Pero, paradójicamente, atrae el lado más negativo de las personas que nos rodean puesto que, aunque sea de modo inconsciente, todos ven en esa inocencia ajena una oportunidad para obtener un beneficio o para reafirmar su propia seguridad, en el mejor de los casos. Por eso, en el momento en que alguien descubre tu inocencia… bueno, en ese momento ya estás perdido.

Tal vez, el concepto que la inocencia tiene de la amistad sea precisamente eso… inocente. Hace unos días, alguien me dijo que la amistad era algo mucho más frívolo e interesado de lo que yo creía. ¿Confiar tus secretos, tus temores, tus ilusiones? Eso se hace con los hermanos, con los padres, y poco más. Después de todos los golpes experimentados, la familia más cercana es la única que ha demostrado no fallar. La gente se mueve por intereses, me dijo esa misma persona, y nadie va a interponer tu persona a su propio interés. O al menos, no será un simple amigo el que lo haga. Un día llegará una persona, me dijo, para la que tu felicidad importe más que la suya; pero no será más que una persona, y llegará en el momento más inesperado.

¿Y mientras tanto? Actuar con más indolencia, dejarte llevar. Yo me considero afortunada por tener tres personas en las que puedo confiar por encima de todo, que han conocido mi infancia, mi adolescencia y este extraño limbo en el que me muevo ahora. Dos de ellas me han visto nacer. A una, he sido yo quien la ha visto nacer. Y las tres conocen de sobra mi ingenuidad, pero eso no me hace sentirme vulnerable ante ellas. Al contrario.

Esa misma persona de la que antes hablé me dijo algo que resulta difícil olvidar, en lo que llevo pensando desde hace días. Me dijo que es mejor no plantearnos cuántos amigos tenemos, o cuáles de ellos son de verdad; porque puede ocurrir que nos demos cuenta de que, en realidad, no tenemos ninguno.

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