Blanco Cádiz de plata en el recuerdo.
(Rafael Alberti)
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Anoche, se me coló un rayo de verano por el corazón. Y un rayo de verano en mitad de enero puede ser algo indescriptiblemente precioso. En solo unos segundos, la noche dio paso al día, el frío al calor; el paisaje tras la ventana se difuminó para dibujar una playa, pero no una playa cualquiera, sino mi playa. El embrujo de Andalucía aparecía tamizado de melancolía, envuelto en los acordes tristes de guitarra de una composición de Albéniz; como si llorara de añoranza. Cádiz surgía en mi memoria suave y preciso, recubierto de cal blanca y de palmeras.
Anochecía en mi playa, y a lo lejos volvía a ver el faro, y aquella torre en mitad de la arena a la que nunca conseguía llegar por mucho que caminase, como si en vez de una presencia real no fuera más que un espejismo. Anochecía, y supe que después el firmamento suspiraría desde su negrura por encima del mar, y que cada uno de sus suspiros sería una estrella que caería sobre las olas y se reflejaría en aquella verde y sonriente mirada que no es más que otro destello del embrujo de Andalucía. Un hechizo que apenas dura unos pocos días al año, pero que le insufla al corazón el fuego preciso para continuar latiendo en esos meses en los que el mar adquiere los colores desvanecidos del recuerdo.
Cuanto daría por volver a aquellos días de irrealidad poética. Y es que no hay nada más real que lo soñado, sobre todo si el mundo de detrás de la ventana aparece cubierto de frío, olvidados los azules del Atlántico. Nunca he dejado de soñar en que volvería. Volverían la playa, las estrellas extraviadas en la arena y los puestos del mercadillo del pueblo; las miradas robadas y los ojos verdes. Y es todo en lo que necesito creer para seguir viva en este invierno.
Nadie que no haya ido al sur lo entendería…
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