Aquello
que quizá hubiese sido
posible,
que sería posible todavía
hoy o mañana si no fuese
un sueño.
Ángel González
Era una ciudad con tranvías y cielos grises y monumentos, era una ciudad… Qué más da. Podría decir su nombre, pero no viene al caso, sobre todo porque podría ser cualquier otra; y además los tranvías, los cielos grises y los monumentos no aparecían en el sueño. Baste con decir que era una ciudad europea, muy europea; de esas que se proclaman a sí mismas como capitales de la moda, en las que anochece pronto y, después del crepúsculo, no queda un alma por las calles. Pero esto continúa sin venir a cuento en la presente narración, sobre todo porque tampoco aparecían calles ni tiendas en el sueño que intento describir.
Baste con decir, entonces, que más que una ciudad era un símbolo, o un nombre, que me obsesionó durante un tiempo, del que volví a oír hablar hace solo unos días. Tal vez por eso acudió a mi subconsciente. Yo sabía que me encontraba allí simplemente porque lo sabía. Y es que en el sueño no aparecía nada que resultara distintivo de ella; solo una estación de trenes que ni siquiera debe existir en realidad –de hecho, se parecía bastante a la estación de trenes de Atocha. Una estación oscura, gris –más que el cielo de la ciudad- y enferma de gente y de bullicio. Precisamente uno de esos lugares en los que no me deberían buscar si alguna vez me pierdo. Uno de esos lugares de visita obligada para cualquier turista.
Y justamente eso era yo en el sueño: una turista. Estaba sola y perdida, y desconocía el idioma. Suerte que llegó él… No me sorprendió verlo allí, a pesar de ser la huella de un recuerdo. Uno de esos recuerdos que sabes que nunca volverás a ver, que invaden como fuego el corazón durante un breve espacio de tiempo, y posteriormente pasan a convertirse en un ideal vago y lejano, casi onírico, casi irreal. Igual que el nombre de la ciudad.
Pero en el sueño, él era de carne y hueso –todo lo que se puede ser en un sueño- y volvía a estar junto a mí. Y me comprendía y conocía el lugar al que yo quería llegar, igual que conocía la ciudad como la palma de su mano. Iba acompañado por una amiga con la que no dejaba de hablar en un idioma que yo no entendía, por lo que me mantenía en silencio, me dejaba llevar. Creo que hablaban de mí. Ambos se alejaron unos instantes para sacar los billetes. Y entonces se detuvo el tiempo.
Pasaste a mi lado, dedicándome un breve saludo y regalándome unos instantes tu mirada, igual que siempre. Quise que te detuvieras y me contaras cualquier cosa; al fin y al cabo, hablábamos el mismo idioma. Pero pasaste de largo; como tantas veces.
Nada más alejarte tú, regresó mi salvador; esta vez venía solo. Traía en la mano dos billetes: uno para mí y otro para él. Así pues, se montaría en el tren conmigo. Todo estaba bien, incluso me debería haber sentido feliz: pocas veces los seres ideales y perfectos se asoman al mundo de los mortales para ofrecerse como acompañantes de tren… Pero miré atrás, una sola vez.
Y estabas tú, parado unos metros más allá, con ese aire de Lorenzo, el personaje que interpreta Raoul Bova en La finestra di fronte… Parecías incluso más inalcanzable que el espectro de sueño que me acompañaba. Y como siempre, no supe si era una pose o realmente no te dabas cuenta de mi existencia. Así que dejé de mirarte.
Mi perfecto e irreal acompañante me cogió la mano para entrar en el tren. Y como siempre ocurre en estos casos, me di cuenta de que aquello no era más que un sueño. Según me iba dando cuenta, la presión de su mano en la mía desaparecía progresivamente. Me esforcé por no despertar, en vano. Cuando te das cuenta de las cosas, a menudo es demasiado tarde.
Desperté con la mano extendida y vacía por debajo de las sábanas…
1 comentario:
Somos un tren, que va pasando estaciones, eso somos nosotros en la vida.
Un Beso
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