Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido...
Ángel González
Desde aquel banco de la universidad, contemplaba el otoño y pensaba absurdamente en algún poema de Ángel González. Arrebujada en mi abrigo, tratando de ignorar las heladas caricias del frío, volví a perderme en mi eterno papel de espectadora. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. El jardín se hallaba cubierto por un manto dorado de hojas que se elevaban en el viento gris dibujando diminutos remolinos. Se me ocurrieron muchas cosas. Se me ocurrió que me encontraba en una situación similar a la protagonista de mi relato de El nombre: sentada allí sola en aquel banco. Se me ocurrió que noviembre no era tan terrible si lo mirabas de lejos. Que yo misma era como una de las hojas que se elevaba en el aire, dejándome llevar dócilmente por el otoño. Alguien me dijo no hace mucho que yo soy el otoño…
Me sentía inútilmente triste. Inmersa en esa plácida tristeza en la que nunca pasa nada, en la que todo es uniforme y constante. Igual que el gris del cielo. Y entonces te vi… a lo lejos, como todo lo que se cruza con mis ojos, cuyo verdadero color a veces ignoro. Concentrabas en tu figura toda la luz que las nubes le habían robado al sol esa mañana. Ibas acompañado, como siempre, y riéndote de lo que alguien te contaba; con ese aire distraído e irresponsablemente inconsciente de su propia belleza tan inherente a tu persona. Se me ocurrieron muchas más cosas. Que me encantaba tu pelo, y tu mirada tan dulce. Y tu forma de vestir, y tu voz mientras me hablabas de algo a lo que no prestaba demasiada atención a causa de la simple estupefacción de estar hablando contigo. Desde la primera vez que te vi supe que eras tú, de esa clase de tús especiales, perfectamente imperfectos detrás de su coraza de lejanía.
Al cabo de unos instantes, cruzaste por la puerta de la cafetería y tu visión desapareció, y se apagaron las luces de aquella otoñal mañana de noviembre. Estabas demasiado lejos para haberme distinguido en la distancia. Si mi banco hubiera estado más cerca, me habrías saludado –de lejos, como siempre-, sin percatarte de la sonrisa que cubriría absurdamente mis labios y permanecería allí durante los siguientes minutos. Después me quedaría abandonada entre las sombras, maquinando la forma de llamar tu atención en los próximos días.
Es una lástima que no me conozcas. Si me conocieras un poco, sabrías hasta qué punto me ha costado empezar a hablar contigo y lograr que te percates de mi existencia –por ahora solo puedo conformarme con eso. Nunca antes he caído en algo así; jamás. Nunca he perdido la compostura, nunca me he esforzado de una manera tan arriesgadamente obvia ni he puesto a prueba mi inseguridad, mi timidez, mi discreción. Y nunca he conseguido tan pocos resultados.
Me hubiera gustado que pudieras leer mis pensamientos. Mi resignada tristeza otoñal se había quebrado de repente para dar paso a una confusa mezcla de frustración, impotencia y ansiedad por el tiempo que pasaba, inexorable y fugaz. También me di cuenta de lo absurdas que resultaban todas aquellas reflexiones y de que nunca las sabrías. Por primera vez, odié ser invisible.
Ha vuelto la pacífica tristeza. Continúo viéndote pasar –de lejos, como siempre, como todo en mi vida- y soñando sola con el verano bajo el viento de noviembre. Todo lo que hay en mi presente se marchará. Resignación. ¿Tan malo es abandonarse a la melancolía? Qué puedo decir en mi defensa…
Solo intento dejarme llevar por el otoño.
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