Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?
Es esta solamente quien clava mi memoria,
Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra aurora,
Arrastrando las alas de tu hermosura
Sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
Abierta bajo la luz,
Con su armadura de altas rocas
Caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,
En lánguido paraje del perezoso sur.
Luis Cernuda
Aunque solo han pasado unos pocos días desde entonces, todo lo vivido en las dos últimas semanas comienza a desteñirse en mi memoria, a poblarse de los matices irreales de idealización de se desprenden de los sueños. Por mucho que lo intente, ya no puedo regresar a aquellas horas, porque el tiempo ha levantado su nostálgico cristal construido de recuerdos, ese cristal que nos permite mirar de lejos sin llegar a sentir la realidad que queda al otro lado. Sin embargo, tampoco soy capaz de concentrarme en vivir el presente y, por primera vez, Madrid me resulta inmensamente gris, de un color gris que acalla las pasiones y siembra de lluvia mi corazón. Me persigue la nostalgia de un azul infinito y del rojo de los atardeceres andaluces que contemplábamos desde la playa.
Y todo parece tan lejano ya. El viento de levante, con su brava furia arremetiendo contra nuestro cabello; el frío de las olas, aquella torre tan remota sobre la arena a la que nunca conseguimos llegar, porque por mucho que te acercaras seguía viéndose lejos. Y las lunas pobladas de miradas, envueltas en aquel humo prohibido que escapaba de sus labios; las estrellas fugaces tratando de escapar de nuestras miradas. Y él. Él con su esbelta figura, con su sonrisa contagiosa, exenta de maldad, esperando junto al porche, o agitando la mano cuando me veía de lejos en la playa. Él, que resulta tan imposible y tan remotamente inaccesible, incluso más que la torre. Pero qué importa. Su luz supo llenar aquellos días, más que cualquier sol, acallando el frío de una ausencia. Porque el verano estuvo poblado por una ausencia, y el asfalto y la arena y el sendero que sube desde la playa clamaban por volver a sentir los lentos pasos de mi abuelo sobre ellos. Pero el aire ya no puede caminar.
Tal vez por todo eso Madrid ahora resulte tan gris. Como si la luz se hubiera quedado engarzada en una esquina irrecuperable de agosto, o como si él se la hubiera llevado prendida en sus pupilas. Aquí todo es oscuridad y líneas rectas. Y mis ojos se apagan a mitad de camino entre los recuerdos y la opaca realidad que envuelve los sentidos.
Y todo parece tan lejano ya. El viento de levante, con su brava furia arremetiendo contra nuestro cabello; el frío de las olas, aquella torre tan remota sobre la arena a la que nunca conseguimos llegar, porque por mucho que te acercaras seguía viéndose lejos. Y las lunas pobladas de miradas, envueltas en aquel humo prohibido que escapaba de sus labios; las estrellas fugaces tratando de escapar de nuestras miradas. Y él. Él con su esbelta figura, con su sonrisa contagiosa, exenta de maldad, esperando junto al porche, o agitando la mano cuando me veía de lejos en la playa. Él, que resulta tan imposible y tan remotamente inaccesible, incluso más que la torre. Pero qué importa. Su luz supo llenar aquellos días, más que cualquier sol, acallando el frío de una ausencia. Porque el verano estuvo poblado por una ausencia, y el asfalto y la arena y el sendero que sube desde la playa clamaban por volver a sentir los lentos pasos de mi abuelo sobre ellos. Pero el aire ya no puede caminar.
Tal vez por todo eso Madrid ahora resulte tan gris. Como si la luz se hubiera quedado engarzada en una esquina irrecuperable de agosto, o como si él se la hubiera llevado prendida en sus pupilas. Aquí todo es oscuridad y líneas rectas. Y mis ojos se apagan a mitad de camino entre los recuerdos y la opaca realidad que envuelve los sentidos.
1 comentario:
Madrid es gris, porque murio de alba, ya advertia Rafael Alberti...
Un Beso
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