"Jardín florido", Vincent Van Gogh
Qué silencio. ¿Es así
el mundo?... Cruza el cielo
desfilando paisajes,
risueño hacia lo lejos.
Tierra indolente. En vano
resplandece el destino.
Junto a las aguas quietas
sueño y pienso que vivo.
Mas el tiempo ya tasa
el poder de esta hora;
madura su medida,
escapa entre sus rosas.
Lus Cernuda
¿Dónde había sido asesinado
aquel niño? Solo disponíamos de un vídeo borroso, en el que se veía la frágil
cabecita ahogándose en un remolino de agua. Nos desplazamos hasta su casa para
tomar unas fotos de la bañera en la que supuestamente se había cometido el
crimen. Después, volvimos al despacho y contrastamos concienzudamente las fotos
con aquel vídeo escalofriante. Finalmente, un chico del equipo descubrió un
diminuto agujero en el mármol, por detrás de la cabecita, en las imágenes
grabadas. Un agujero que no habíamos visto al inspeccionar la bañera, y que no
existía.
-Así que ese no fue el lugar
del crimen –concluí- ¿Tenemos alguna otra idea?
Dos compañeros del equipo se
miraron con cautela, interrogándose silenciosamente. El chico del
descubrimiento fue quien habló:
-Tenemos que ir al Escondite
del Águila. El origen de este caso se encuentra allí.
Dudé. Es por todos sabido que en el Escondite del
Águila habita un monstruo legendario y terrible, sin cabeza, que devora carne
humana.
-Está bien –acepté, sin darme
demasiado tiempo a pensarlo-. Debemos subir hasta la azotea para llegar a la
trampilla de acceso, ¿verdad?
-No… La entrada es
descendiendo por esas escaleras.
Mi compañero señaló unas
escaleras de caracol que bajaban y bajaban, sin adivinarse el final. Me arrepentí
de mi decisión en ese instante, pero ya era tarde para pensarlo mejor. Todos avanzaban
en aquella única dirección, y me limité a seguirlos.
No recuerdo nada de aquel
trayecto, pero me veo a mí misma, al final de las escaleras, maravillada ante
el inmenso jardín que constituía el Escondite del Águila. Flores manchadas de
sol y un azul sangrante sobre las comisuras del cielo.
Mis compañeros del equipo ya
no estaban. En su lugar, me hallaba acompañada por mis padres y Paula, que lo
miraba todo con cejas de alerta.
Fuimos caminando hasta llegar
a un porche, cimbreado de rosas, en el cual esperaba pacientemente el Monstruo.
Nada más verlo, supe que no podían ser ciertas las leyendas que lo concebían
como un temible devorador de hombres. Por alguna razón, me enternecía la
resignada ausencia de su cabeza, sus manos amarillas, aquella gabardina verde
que le otorgaba un aire romántico y atormentado, decadentista y entrañable.
El Monstruo nos saludó
amablemente y nos colocó a los cuatro debajo del porche, donde nos explicó que,
desde aquel momento, éramos sus prisioneros, y podíamos caminar libremente por
todo el jardín. Antes de que me pudiese dar cuenta, mis padres y Paula echaron
a correr, como si se hubieran puesto de acuerdo, en dirección a las escaleras
por las que habíamos bajado. Estuve a punto de seguirlos, pero el Monstruo me
tomó delicadamente de un brazo, diciéndome:
-No te esfuerces: te
alcanzaría.
Desde aquel día, fui
prisionera del Monstruo en el jardín encantado. La convivencia resultó muy
llevadera: descubrí en el Monstruo una personalidad generosa, dulce,
benevolente, herida hasta las entrañas más profundas de soledad. Por las
mañanas trabajábamos en el jardín, cortando las malas hierbas, recolectando
frutos, hinchándonos de sol. A menudo nos acompañaba Clavelito Limón, una bondadosa
señora rubia, que iba a todas partes con una larga bata amarilla, y que llevaba
viviendo en aquel lugar casi tantos años como el propio Monstruo.
Por las tardes, el Monstruo y
yo –y en ocasiones, también Clavelito Limón- nos sentábamos en torno a un fuego
exquisito que perfumaba el cielo de fragancia a leña quemada. Una de esas
tardes, el Monstruo me confesó que yo era la única amiga que había tenido en
toda su vida. Yo creo que se había enamorado de mí.
Lo cierto es que acabé
olvidando el motivo por el que un día decidiese entrar en el Escondite del
Águila.
Pero todas las cosas que
comienzan han de encontrar también su final. Y el final de mi vida en aquel
jardín llegó cuando tuve una conversación abierta y sincera con el Monstruo, durante
la cual le dije que echaba terriblemente de menos a mi familia. El Monstruo
entonces decidió que había llegado la hora de concederme la libertad. Me
despedí de Clavelito Limón, emocionada, y partí con el Monstruo hacia las
escaleras que tiempo atrás me condujeran al jardín.
-Me he dado cuenta –dijo el
Monstruo- de que Clavelito también ha sido mi amiga desde siempre, pero yo no
la sabía valorar. Ahora que te vas, será mi única compañía…
-No digas eso, Monstruo –le pedí,
con lágrimas en los ojos-. Yo volveré de vez en cuando a visitarte.
-Me encantaría… -musitó- Ten,
llévate este mapa. Ha pasado mucho tiempo desde que llegaste aquí, pero allá
afuera solo ha transcurrido una semana. Este mapa te mostrará donde se
encuentran tus padres y Paula.
-Gracias, Monstruo –dije cogiendo
el mapa.
Después, le estreché en un
fuerte abrazo. Sería la última vez que podría contemplar su delicado cuerpo sin
cabeza, envuelto en aquella vieja gabardina.
Y comencé a subir escalones,
uno tras otro, en una marcha interminable. Cuando había perdido de vista al
Monstruo y a su jardín, miré el mapa. Y vi que mis padres y Paula se hallaban
inexplicablemente lejos, perdidos por el mundo, cada uno en un lugar distinto. Una
congoja terrible se apoderó de mi ser.
-¿En solo una semana se han
olvidado de mí?
Era posible. Igual que yo
olvidé el misterioso motivo que me había conducido un día hasta el Escondite
del Águila.