lunes, 13 de julio de 2009

El aire de Estambul


Ojos bellos de ojeras cercados:
¡ya veréis los palacios dorados
de una vaga, ideal Estambul,
cuando lleven las hadas a Oriente
a la Bella del Bosque Durmiente,
en el carro del Príncipe Azul!

Rubén Darío



A mediodía, por el aire de Estambul flota un aroma a especias y el incesante parloteo de los vendedores ambulantes que esperan la ocasión de lanzarse decididos a por algún aturdido transeúnte. Es un aire tórrido y azul, envenenado de mar y de verano, que otorga húmedas caricias de fuego al contacto con mi piel y que penetra en cada palacio, en cada mezquita, en cada uno de los rincones de esta ciudad a medio camino entre Europa y Asia; encendiendo los ánimos de los habitantes, acumulando el tráfico en las carreteras, haciendo que nada permanezca inamovible, y mezclando los velos con los pantalones cortos, la oscura tez de los turcos con el cabello rubio de los extranjeros, los Günaydin con los Buenos días, los niños que mendigan en la acera con el brillo desmayado de la plata tras los escaparates, Oriente con Occidente, mi euforia temporal con una incierta nostalgia que le otorga a Estambul un sabor agridulce.

El aire transporta oleadas de exótico caos y las arrastra junto a mí por las laberínticas galerías del Gran Bazar, confundiéndome entre masas de turistas, imágenes arrancadas de las Mil y una noches, telas vaporosas, cerámica pintada y lámparas cuyos diminutos cristales forman un espectro de colorines a su alrededor. Luego el aire se eleva por encima de los tejados hasta alcanzar el Mercado Egipcio, donde se viste de fragancias recién descubiertas: hierbas aromáticas, jabones perfumados, frutos secos, té de manzana; y las agita en frenéticas ondas que vuelven a ascender por el cielo hasta desembocar en el Cuerno de Oro que divide en dos la ciudad. Allí el aire es capaz de suspirar al fin, acariciando con su etérea presencia las aguas del Mar de Mármara.


Al atardecer, es el aire quien enjuga el sudor de la frente de Estambul tiñéndolo con los rojizos colores del crepúsculo. Los mercados callejeros comienzan a cerrar en el mismo instante en que se encienden las primeras estrellas, y toda la ciudad adquiere un color más grave y silencioso, amparada por la luz de la luna. El aire recoge los hechizantes cantos morunos que llaman a la última oración del día, sembrando un germen de misterio por las calles que envuelve los muros de Santa Sofía, eriza los lomos de los gatos y sume en un mágico ensueño a la Mezquita Azul, dormida entre sus seis minaretes.

Cuando la noche extiende por completo su manto estrellado sobre Estambul, todas las luces se apagan y las calles se convierten en negras galerías silenciosas por las que cruza de vez en cuando alguna silueta fugitiva, borrosa entre las sombras. Es la hora de los gatos, en las que el aire se pasea a su libre albedrío, invisible, juguetón, convertido en brisa, escuchando el murmullo de la ciudad a ciegas que una vez se llamó Constantinopla.

jueves, 25 de junio de 2009

En junio siempre los días son más largos

La noche estrellada, Van Gogh
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.
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Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

Federico García Lorca, Romancero gitano


En junio siempre los días son más largos, y las noches más cortas. Es por eso que cuando desde mi ventana veo encenderse las pálidas bombillas de las farolas de la calle se me ocurre pensar que no le han concedido a las estrellas el tiempo suficiente para asomarse unos instantes a la noche, tímidamente, antes de que Madrid se vista con la luz artificial de las farolas sembradas dócilmente sobre el pavimento.

Hay que tener humedecidas las pupilas –de lágrimas, o de recuerdos- para que la ciudad se desenfoque y se disuelva en un millón de luces de colores, en borrones de sueño que desdibujen el perfil minucioso de nuestra realidad, y las noches de junio sean aún más cortas.

sábado, 23 de mayo de 2009

Aquel poema


MARIO.-Los niños no deberían morir.
LA MADRE.-(Suspira.) Pero mueren.
MARIO.-De dos maneras.
LA MADRE.-¿De dos maneras?
MARIO.-La otra es cuando crecen. Todos estamos muertos.


Antonio Buero Vallejo, El tragaluz





Cantaba a todas horas. Se creía una gran cantante e incluso soñaba con cantar en un escenario algún día. Jugaba con el vuelo de su falda y daba vueltas, esa era su forma de bailar ante el fervoroso público –padres, tíos, abuelos. Pero ella se creía la mejor bailarina. El tiempo que no cantaba, lo pasaba jugando con las muñecas –hablando con ellas en voz alta- o dibujando. Hacía historias a base de dibujos, porque todavía no se sentía con libertad escribiendo.

Un día, descubrió la existencia de algo llamado diccionario –uno de bolsillo y tapa blanda llamado Iter Sopena-, donde supuestamente aparecían los significados de todas las palabras del mundo. Ella dudaba de que en algo tan pequeño pudieran caber tantas cosas, pero así se lo habían asegurado. Sin embargo, le sorprendió no encontrar su nombre. Alguien debía haberse olvidado de ponerlo. Para solucionarlo, se fue hasta la palabra “harina” y cambió la “h” por una “M”. Tachó el significado y escribió, a lápiz, dos palabras: Niña princesa. Perfecto, ya estaba solucionado el error del diccionario. No importaba que ahora no apareciese la palabra “harina”. Su nombre era mucho más relevante.

Así, poco a poco, fue descubriendo el misterioso mecanismo de la lengua, con todos sus secretos. Los libros de ilustraciones comenzaban a ser aburridos –excepto para decorar a su propio estilo los personajes, a los que dibujaba lazos y pintaba los labios-, y empezó a interesarse por otros de mayores, como “Las brujas”, de Roald Dahl o la serie de “El pequeño Valentín”. Sobre todo, disfrutaba con los diálogos, imitando las distintas voces, tal como hacía con las muñecas. Y cuando la mandaban leer en clase, se enorgullecía de ser la que más rápido lo conseguía. Mientras tanto, había empezado a escribir pequeños relatos sobre gatos y princesas, porque ya lo tenía claro: de mayor no quería ser ni cantante ni actriz de cine; quería ser escritora. A veces, su padre le leía fragmentos de libros titulados “Rafael Alberti para niños” o “Primeras poesías de Juan Ramón Jiménez”. Ella no comprendía el sentido de esas cosas, le parecía algo para gente aburrida o niños tontos. Para ella, la poesía era aquello que la profesora de Preescolar les hacía recitar en clase cuando eran pequeños:

Otoño, viento amarillo,
vientecillo trotador,
que al campo, como un asnillo,
cargas con odres de olor.
Otoño, viento amarillo.


Cuando se había acostumbrado a su propia lengua, se enteró de que aquel curso iba a estudiar inglés. Antes de asistir a ninguna clase, elaboró su propia teoría: para escribir en inglés, solo había que escribir al revés las palabras en castellano. Sí, así tenía que ser, por eso eran palabras tan raras. Y lo había descubierto sola.

Algo más tarde empezó a escribir lo que ella llamaba “poesía”, que en realidad eran breves pareados muy simples y con rima musical, pero que la hacían sentirse orgullosa de sí misma, porque creía que la poesía era eso: algo que rimase y que quedara bonito. Seguía sin soportar leer a ningún poeta.

Pasaron los años, años en los que dejaron de regalarle muñecas –la última fue a los 14- y olvidó la práctica de leer los diálogos de los libros en voz alta. También había dejado de cantar, sobre todo desde que a los dieciséis años descubrió que no se iba a pinchar el dedo con el huso de una rueca encantada. Los exámenes ocupaban un lugar esencial en su vida y al fin había descubierto que ella no era el centro del Universo. ¿Cuándo lo descubrió? En algún momento que hacía frontera entre la inocencia y la realidad -¿tal vez 1998? Ahora existía la tristeza, la incertidumbre y la soledad. Y fue entonces cuando, hojeando un libro de texto de Lengua y Literatura, encontró un poema que, por primera vez, no la dejó indiferente. Porque en ese poema estaba ella misma, no su nombre, como había buscado de pequeña en el diccionario, pero sí parte de su ser. Y lo entendió todo. Buscó más poemas de ese autor, después continuó con otros autores. Pero aquel primero ya no lo olvidaría. Y fue entonces cuando comenzó a sentir la necesidad de escribir, pero esta vez, de escribir de verdad, dejando trocitos muy pequeños de corazón en el papel.



Hace unos días, aquella niña encontró que en el diccionario Iter Sopena de bolsillo de 1996 no aparecía la palabra “harina”, sino otra bien diferente, y recordó todo aquello, que ha sido lo que me ha inspirado para escribir esta historia.

sábado, 16 de mayo de 2009

La inevitable victoria de los sutiles

El mal de la ausencia, René Magritte
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La realidad no es nunca lo suficientemente amplia y diversa para que ella nos baste por sí sola. Es necesario ese margen misterioso, de vagas luces y vagas sombras, delicado, exigente y voraz, que la imaginación proporciona. […]

No será exagerado decir que ese libro satisfizo, en tanto que libro, mi demanda. Un libro… Qué extraño e íntimo hallazgo; parecía esperarlo. Y en ese libro el personaje más fascinador, uno de los personajes más fascinadores que conozco […]

¿Será oportuno añadir que lo he buscado vanamente por esta realidad? Mi mayor deseo sería verle.


Si solo eres héroe de poética verdad […], ¿por qué te busco así, materialmente? Tal vez deseo de confiarse a un semejante, tal vez necesidad de incoherencia; yo nada sé. […]

Pronto te estimé como a ningún amigo. […] Desde entonces creí ya para siempre en ti, en los sutiles y en su invisible victoria sobre los crustáceos. Ridículos, terribles crustáceos.


Hay que continuar siempre. ¿No es ése tu secreto? La sociedad es estúpida, pero el mundo es hermoso. […] Tu presencia me dice que debe amarse el aire y la vida y la tierra divinos que rodean la más profunda herida del deseo. […] Y si se ama, si se ama apasionadamente, nos olvidaremos de nosotros mismos. Entonces estaremos salvados.


Luis Cernuda, Carta a Lafcadio Wlikie

* Lafcadio Wlikie es un personaje de Les caves du Vatican, de André Gide.



No podría estar más de acuerdo con estos fragmentos. A veces encontramos en las cosas y seres inexistentes el mágico vínculo que no acabamos de hallar en la realidad y en las personas que se hacen llamar “amigos nuestros”. La amistad es un raro don que rara vez nos concede el destino, y llega en dosis diminutas, pero inmensamente grandes a la vez. Hoy por hoy, puedo confesar que conozco lo que es la amistad gracias a unas pocas personas –pocas, muy pocas, se pueden contar de sobra con los dedos de una mano- que no se han apartado de mi lado cuando las he necesitado, y de las que yo tampoco me apartaré cuando llegue el momento.

A los demás, crustáceos por naturaleza, profesionales de la hipocresía, del escarnio y de la crítica perversa, les respondo con aquel verso –de nuevo, de Cernuda- que dice: No quiero saber de la gloria envidiosa con rabo y cuernos de ceniza. Esa será la verdadera victoria de los sutiles.

martes, 28 de abril de 2009

La causalidad de las casualidades

"El espejo falso", René Magritte


A veces
miras a quien te mira y quisieras tener todo el poder preciso para mandar
que en ese mismo instante se detuvieran todos los relojes del mundo.

A veces
sólo a veces gran amor.


José Agustín Goytisolo, A veces gran amor




No existen las casualidades, ni el azar, ni la buena suerte. Yo ya sabía antes de llegar allí que volvería a cruzarme en el camino de esa mirada que no llegó a borrarse nunca de mi memoria; ni siquiera los calendarios y mi mala experiencia como fisonomista consiguieron apartarla nunca de mí.

No creo que fuera casualidad el resorte invisible que me impulsó a volver la cabeza justo en aquel instante, sin ningún motivo aparente. Resulta imposible definir las milésimas de segundo que transcurrieron entre el momento en que volví la cabeza y aquella mirada penetrante, fija en mí. No pude sorprenderme; nadie lo haría después de tantos años esperando una casualidad, la Casualidad. Luego, el saludo reglamentario, el fin de la magia. Sé que mi corazón no aceptará un nunca más como etiqueta cada vez que se siente en el quicio del tiempo a recordar aquellos ojos y que, si es necesario, me encargaré de alinear los planetas y de sembrar tréboles de cuatro hojas por volver a cruzarme en su camino.

martes, 14 de abril de 2009

14 de abril de 1931


Un día el pueblo español tuvo un sueño. Soñó con liberarse del yugo de la esclavitud, del analfabetismo, de la religión. Soñó con un país libre cuajado de intelectuales, con una Edad de Plata, con uno de los sistemas universitarios más elevados a nivel internacional. Con los campesinos que labraban sus propias tierras, el sufragio universal, el matrimonio civil, el divorcio. Con las reuniones en casa de Aleixandre, las Misiones Pedagógicas, el teatro popular de la Barraca.


Aquel sueño sólo duró seis años, y los españoles despertaron al grito estremecedor de ¡Muera la inteligencia! Fue la culminación de un veneno que nació antes, mucho antes de 1931 y que nadie logró extirpar aquel 14 de abril, y se extendió lentamente durante aquellos meses hasta provocar un despertar sumido en la muerte y en las balas y en el silencio de los desaparecidos. Y en el exilio y el incienso y las palabras prohibidas.


No fue un sueño, sino una realidad que hoy, setenta y ocho años después de aquel legendario 14 de abril, no podemos ni queremos olvidar.



Vosotros no caísteis


¡Muertos al sol, al frío, a la lluvia, a la helada,
junto a los grandes hoyos que abre la artillería,
o bien sobre la yerba que de puro delgada
y al son de vuestra sangre se vuelve melodía!

Siembra de cuerpos jóvenes, tan necesariamente
descuajados del triste terrón que los pariera,
otra vez y tan pronto y tan naturalmente,
semilla de los surcos que la guerra os abriera.

Se oye vuestro nacer, vuestra lenta fatiga,
vuestro empujar de nuevo bajo la tapa dura
de la tierra que al daros la forma de una espiga
siente en la flor del trigo su juventud futura.

¿Quién dijo que estáis muertos? Se escucha entre el silbido
que abre el vertiginoso sendero de las balas,
un rumor, que ya es canto, gloria recién nacido,
lejos de las piquetas y funerales palas.

A los vivos, hermanos, nunca se les olvida.
Cantad ya con nosotros, con nuestras multitudes
de cara al viento libre, a la mar, a la vida.
No sois la muerte, sois las nuevas juventudes.


Rafael Alberti, De un momento a otro

lunes, 13 de abril de 2009

La vida

Avanza ufana, yérguete frente al público.
Te aguarda el escenario entre nubes de escarcha:
nubes de manos, de labios que no besan, de ojos que te miran;
de pisadas vacías, de sueños inconexos y muertes desoladas
ahogadas en un tinte de olvido.

Manos cortadas aplauden, voces perdidas vitorean tu llegada.
Traga tus lágrimas, ajústate la máscara al rostro demacrado,
esgrime las sonrisas como vanos cuchillos frente a la realidad,
y saluda.

Saluda a los días azules,
a las memorias frescas desgarradas del tiempo,
a los enamorados que dicen ser eternos,
a las casas vacías y los niños remotos,
a los amigos cuya palabra se desfigura en la distancia;

saluda a tus propias sonrisas y paredes en blanco
o tristes asesinos de las luces;
no eres más que otro pozo de virtudes resecas.
Completa con encanto una curiosa reverencia.

Solo entonces, podrás retirarte entre aplausos.



8 de mayo de 2008



© Marina Casado


* ADVERTENCIA: Todas las poesías han pasado por el Registro de Propiedad Intelectual.
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lunes, 30 de marzo de 2009

Se anuncian lluvias para los próximos días


AMIGO 2º: La lluvia es hermosa. En el colegio entraba por los patios y estrellaba por las paredes a unas mujeres desnudas, muy pequeñas, que lleva dentro. ¿No las habéis visto? Cuando yo tenía cinco años… no, cuando yo tenía dos…, miento, uno, un año tan solo. Es hermoso, ¿verdad?; un año cogí una de estas mujercillas de la lluvia y la tuve dos días en una pecera.

AMIGO 1º (Con sorna): ¿Y creció?

AMIGO 2º: No; se hizo cada vez más pequeña, más niña, como debe ser, como es lo justo, hasta que no quedó de ella más que una gota de agua. Y cantaba una canción…

Yo vuelvo por mis alas,
dejadme volver.
Quiero morirme siendo amanecer,
quiero morirme siendo
ayer.
Yo vuelvo por mis alas,
dejadme regresar.
Quiero morirme siendo manantial.
Quiero morirme fuera de la mar…

que es precisamente lo que yo canto a todas horas.



Federico García Lorca, Así que pasen cinco años



Y yo también quisiera regresar; regresar siendo ayer, o siendo amanecer, o tal vez sueño. Pero no creo que nadie pierda las alas definitivamente; solo las ganas de volar. Las alas han quedado relegadas a un rincón de nuestros pensamientos, aquel al que solo podemos llegar mientras dormimos. Es la única forma de escapar. Y sin embargo, la lluvia ha llegado de forma inesperada, despertando en mi interior esa pequeña gota de agua que en realidad todos somos, y las notas de esa canción que yo tampoco puedo cesar de repetir.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

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Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

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Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título