Ojos bellos de ojeras cercados:
¡ya veréis los palacios dorados
de una vaga, ideal Estambul,
cuando lleven las hadas a Oriente
a la Bella del Bosque Durmiente,
en el carro del Príncipe Azul!
Rubén Darío
A mediodía, por el aire de Estambul flota un aroma a especias y el incesante parloteo de los vendedores ambulantes que esperan la ocasión de lanzarse decididos a por algún aturdido transeúnte. Es un aire tórrido y azul, envenenado de mar y de verano, que otorga húmedas caricias de fuego al contacto con mi piel y que penetra en cada palacio, en cada mezquita, en cada uno de los rincones de esta ciudad a medio camino entre Europa y Asia; encendiendo los ánimos de los habitantes, acumulando el tráfico en las carreteras, haciendo que nada permanezca inamovible, y mezclando los velos con los pantalones cortos, la oscura tez de los turcos con el cabello rubio de los extranjeros, los Günaydin con los Buenos días, los niños que mendigan en la acera con el brillo desmayado de la plata tras los escaparates, Oriente con Occidente, mi euforia temporal con una incierta nostalgia que le otorga a Estambul un sabor agridulce.
El aire transporta oleadas de exótico caos y las arrastra junto a mí por las laberínticas galerías del Gran Bazar, confundiéndome entre masas de turistas, imágenes arrancadas de las Mil y una noches, telas vaporosas, cerámica pintada y lámparas cuyos diminutos cristales forman un espectro de colorines a su alrededor. Luego el aire se eleva por encima de los tejados hasta alcanzar el Mercado Egipcio, donde se viste de fragancias recién descubiertas: hierbas aromáticas, jabones perfumados, frutos secos, té de manzana; y las agita en frenéticas ondas que vuelven a ascender por el cielo hasta desembocar en el Cuerno de Oro que divide en dos la ciudad. Allí el aire es capaz de suspirar al fin, acariciando con su etérea presencia las aguas del Mar de Mármara.
Al atardecer, es el aire quien enjuga el sudor de la frente de Estambul tiñéndolo con los rojizos colores del crepúsculo. Los mercados callejeros comienzan a cerrar en el mismo instante en que se encienden las primeras estrellas, y toda la ciudad adquiere un color más grave y silencioso, amparada por la luz de la luna. El aire recoge los hechizantes cantos morunos que llaman a la última oración del día, sembrando un germen de misterio por las calles que envuelve los muros de Santa Sofía, eriza los lomos de los gatos y sume en un mágico ensueño a la Mezquita Azul, dormida entre sus seis minaretes.
Cuando la noche extiende por completo su manto estrellado sobre Estambul, todas las luces se apagan y las calles se convierten en negras galerías silenciosas por las que cruza de vez en cuando alguna silueta fugitiva, borrosa entre las sombras. Es la hora de los gatos, en las que el aire se pasea a su libre albedrío, invisible, juguetón, convertido en brisa, escuchando el murmullo de la ciudad a ciegas que una vez se llamó Constantinopla.
El aire transporta oleadas de exótico caos y las arrastra junto a mí por las laberínticas galerías del Gran Bazar, confundiéndome entre masas de turistas, imágenes arrancadas de las Mil y una noches, telas vaporosas, cerámica pintada y lámparas cuyos diminutos cristales forman un espectro de colorines a su alrededor. Luego el aire se eleva por encima de los tejados hasta alcanzar el Mercado Egipcio, donde se viste de fragancias recién descubiertas: hierbas aromáticas, jabones perfumados, frutos secos, té de manzana; y las agita en frenéticas ondas que vuelven a ascender por el cielo hasta desembocar en el Cuerno de Oro que divide en dos la ciudad. Allí el aire es capaz de suspirar al fin, acariciando con su etérea presencia las aguas del Mar de Mármara.
Al atardecer, es el aire quien enjuga el sudor de la frente de Estambul tiñéndolo con los rojizos colores del crepúsculo. Los mercados callejeros comienzan a cerrar en el mismo instante en que se encienden las primeras estrellas, y toda la ciudad adquiere un color más grave y silencioso, amparada por la luz de la luna. El aire recoge los hechizantes cantos morunos que llaman a la última oración del día, sembrando un germen de misterio por las calles que envuelve los muros de Santa Sofía, eriza los lomos de los gatos y sume en un mágico ensueño a la Mezquita Azul, dormida entre sus seis minaretes.
Cuando la noche extiende por completo su manto estrellado sobre Estambul, todas las luces se apagan y las calles se convierten en negras galerías silenciosas por las que cruza de vez en cuando alguna silueta fugitiva, borrosa entre las sombras. Es la hora de los gatos, en las que el aire se pasea a su libre albedrío, invisible, juguetón, convertido en brisa, escuchando el murmullo de la ciudad a ciegas que una vez se llamó Constantinopla.
4 comentarios:
Constantinopla, Bizancio, estambul, que bello, donde occidente y oriente se abrazan para vivir en una ciudad. Muy bello tu texto y muy simpatica en la foto. Tienes mucho estilo al escribir, me gusta tus formas de ver y creer en las cosas.
Un Saludo Literario.
Guao! qué bonito Marina....has hecho que imagine y huela todo...!!!!! es precioso me ha encantado....!!!!!!!!
Un besito!
Describes esta ciudad con acierto y prodigio que por tus palabras puedo viajar también a ella. Que sigas disfrutándola.
Saludos...
Siempre se regresa, aunque solo sea con la imaginación... http://marinacasadohernandez.blogspot.com.es/2011/06/retorno-la-ciudad-difuminada.html
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