
Pincha aquí si no has leído la Primera Parte
Algún día llegaré a Sansueña. Las nubes me envolverán con los colores de entonces y despertaré. Hoy solo consigo caminar sin buscar nada, sonámbula en medio de un paisaje gris. Cansada de algo indefinible, de una niebla que solo se percibe en los amaneceres rotos, cuando cantan los pájaros y la ausencia del sol desengaña mis temores de niña. Las sombras y yo. Solo sombras, sombras, sombras. Me aburren los perfiles desvanecidos de sus rostros. Comienzo a pensar que, tal vez, soy yo la que se desvanece.
Y vuelvo a dormirme en mi insomnio blanco de suaves alas, de tiempos imprecisos. Todos los pasados se ven desvestidos, repentinamente, de su importancia. La vida es cerrar los ojos y dejar que pase el tiempo, con una leve y amarga punzada de arrepentimiento por no aprovecharlo de forma más productiva. Apatía, sombras, escándalos desteñidos. Nubes. Nada importa demasiado.
Solo llegar a Sansueña, que se percibe entre nieblas sutiles y pájaros azules, salpicada de mar. No tengo prisa, porque algo en el interior de una dimensión intelectualmente desconocida me susurra que allí despertaré, abandonando para siempre este estado de estupor inmóvil, de armoniosa fiebre que no resiste.
La tarde errática de Madrid se va desvaneciendo en el horizonte, y en mi memoria. Vuelvo a una playa, a mi playa de cada verano. Huele a arena mojada y estoy sentada sobre un camino de madera que conduce a la luna. ¿A qué luna? ¿A la que sueña desde lo alto del firmamento o a aquella otra que se ha posado suavemente sobre las olas que la descomponen a ritmo de vals? El cielo y el mar se han fundido en un inexpugnable precipicio negro. Asomarse es tentar a la eternidad.
Me siento tan bien aquí, esperando a las estrellas, envuelta de risas cálidas y de rostros familiares, los mismos de cada verano, que no tendrían sentido lejos del mar. Nunca he aguantado demasiado bien los tacones, así que me descalzo y enseguida experimento la fría caricia de la arena como una sábana sin estrenar. Alguien canturrea, despacio, y las breves notas son coreadas por el rugido de las olas.
De repente, comienza a soplar el viento de levante. Así, sin previo aviso, como si el firmamento suspirara. El levante funciona de esa forma, dejando en el espíritu de los andaluces un germen de locura y de poesía que a veces también me domina. El aire sopla más fuerte y azota mis cabellos sin piedad, y decido sujetarlos con una chaqueta finita, que es lo que tengo más a mano. Y se desatan las bromas cuando alguien comenta que me parezco a Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, en esa escena en la que, con la toalla atada en la cabeza a modo de turbante, canta Moonriver acompañándose de la guitarra.
Cuánto tardan las estrellas fugaces. Y lo peor es que todos parecen ver alguna, excepto yo. Mi mirada se enreda en el negro magnético de las olas y entonces no existe nada más.
De repente, la veo: una leve estela que cruza el firmamento y desaparece en el vasto océano. Pide un deseo, Marina. El viento de levante sopla con insólita fuerza y de pronto parece extinguirse.
Por imposible que parezca, lo que a menudo parece imposible puede dejar de serlo de repente. Las estrellas fugaces aparecen súbitamente en la esquina más remota del cajón de la mesilla de noche, con aquel deseo que pediste desde hace tantos años, que nunca se cumplía. Son tan caprichosas como el tiempo. Y sin embargo, ya lo dice aquella vieja canción de los Moody Blues: Just what you want to be, you will be in the end…
Pienso en el mar y pienso en nada. En cientos de todos que se marchitan dentro de una bola de cristal donde siempre es invierno. Y fuera, dicen que las temperaturas bajarán de los cero grados centígrados. Como si eso importara.
Encontrar a alguien que quiera comprenderme es como tratar de atrapar las nubes con un cazamariposas. No resulta aconsejable atreverse a soñar por estos mundos, o arriesgarse a despegar, aunque levemente, los pies del suelo; enseguida te acusan de excentricidad y de tener mil pájaros en la cabeza. ¿Y qué les importa a ellos? A ellos, con sus realidades grises y su simplismo de hoja en blanco. A ellos, con su seguridad recalcitrante, afilada, hiriente; confiados respecto a su futuro; orgullosos de ser nadie y a la vez serlo todo; prácticos, miserables, hipócritas. A ellos, que con su prepotencia son capaces de dibujar los mundos que su inexistente imaginación no les permite.
Amo lo leve y lo transparente, lo sutil y lo frágil, lo temeroso y lo inseguro; lo humano. Tal vez, porque desde el fondo de mi bola de cristal –en la que siempre nieva- sigo buscando aquella estatua griega legendaria escondida en las ruinas del misterioso e imposible Peñón de la Pena Muerta.
Una vez creí encontrarla.
…………………
El cielo se resiste a nevar, pintándose de gris la cara y esperando, enfurruñado, a que alguien se fije en la inmensidad de la luna llena esta noche; quizá esa sería la única forma de que transigiera. Y mientras tanto, la luna se muere de frío en su firmamento sin estrellas.
Ya no queda nadie que la mire. Las farolas de la ciudad adormecen las conciencias y levantan una fina capa de hielo sobre los sentimientos. Las primeras personas de los verbos campan a sus anchas por la noche, solas sin saberlo realmente. Yo las miro a todas y no puedo evitar verlas iguales, embutidas en el mismo traje gris que, al igual que el firmamento, tiene borradas las estrellas.
No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que creí distinguir dos luceros que, en realidad, no eran más que dos ojos. Tantos años soñando con algo que, al final, no es más que otro algo prisionero en la jaula de la mediocridad, del no entender y de la confianza ciega.
Una voz interior me susurra que, si los odio, es porque en el fondo me gustaría ser como ellos. No sentir, no soñar; solo vivir.
Experimento una creciente sensación de lejanía; y mientras, el viento del este agita con descaro las ramas de los árboles y me sonríe, conminándome a seguir soñando; y siento más cerca a ese viento infame que a las palabras de aquellos que se hacen llamar amigos.
…………………
No podría ser como ellos, aunque lo intentara. Un día sin sombras amanecerá en mi bola de cristal el sol; y entonces, cuando me miren, se arrepentirán de sus palabras y de esa ironía que pretende ser fina, de su incredulidad y de su risa. Descubrirán que la ausencia de sueños es un desierto y que los auténticos prisioneros son ellos mismos. De su propia ignorancia.
Hay que continuar siempre. ¿No es ese tu secreto, Cadio? La sociedad es estúpida, pero el mundo es hermoso. Esas llamas, el sonido de las hojas en los vidrios de la ventana, el reflejo de la luz sobre las planchas del suelo: ¡qué maravilla! Todo ello existía, mas no sentía esa lenta caricia con la cual curan la más profunda herida del deseo. Tu presencia me dice que debe amarse la vida y el aire y la tierra divinos que la rodean. [...] No desdeñar lo natural: amar. Y si se ama, si se ama apasionadamente, nos olvidaremos de nosotros mismos. Entonces estaremos salvados.
Luis Cernuda
A Sara, a Eva, a tantos más...
Cuando oigo eso de que en el año 2012 se acabará el mundo, no puedo menos que sonreír. ¡Como si no se nos hubiera acabado ya el mundo no una vez, sino decenas de veces! Sí, hay que confesar que algunos finales son más catastróficos que otros, y en ocasiones se tarda mucho más tiempo en encontrar los pedazos descompuestos y volver a construir, si no una realidad a nuestra medida, al menos un sueño en el que estemos cómodos. Pero siempre volveremos a encontrarlos, hasta que el mundo vuelva a derrumbarse de nuevo.
Al menos, para los que sabemos llorar. Y con llorar, no me refiero a montar una escenita y que se te queden hinchados los ojos dos días; sino también a llorar por dentro. A sentir. Porque, aunque los sentimientos sean propios de esta especie a la que han llamado homo-sapiens, hay integrantes que han alcanzado un paso más de la evolución humana, y han logrado moverse por el mundo sin que nada les afecte más de lo necesario. La sensibilidad es para ellos un despojo de épocas pasadas, una debilidad innata de algunos seres vivos incapaces de pasar los acontecimientos por el luminoso filtro de la razón. En Desayuno con diamantes, Audrey Hepburn los distinguía entre canallas y supercanallas. Yo los llamo crustáceos de sangre fría. Porque sí; otra cosa no, pero sangre fría tienen… Además de una capacidad innata para hacer malabarismos con los sentimientos ajenos. El crustáceo de sangre fría, el que aquí llamaremos crustáceo común, después de atrapar en un tarro las pequeñas mariposas de los sentimientos, se pone una venda en los ojos antes de comenzar con sus juegos malabares. Hasta que, un día, alguien le recuerda qué son en verdad esas diminutas mariposas. Y el crustáceo común se quita la venda, arquea una ceja y dice: ¿En serio? ¡Vaya, no me había dado cuenta! Y libera las maripositas sin importarle que estas ya no puedan volar, porque el fino polvillo de sus alas ha desaparecido al contacto de los dedos humanos.
Salvador Dalí, "Alegoría del Sol"
Pero al fin y al cabo, el crustáceo común es el más inofensivo de los crustáceos de sangre fría. Hay una variante más evolucionada que ha logrado, además de no sentir nada, desarrollar un pérfido ingenio para destruir las mariposillas más brillantes, las más delicadas, las más inocentes. Son los llamados asesinos de luces –para mi desgracia, me topé con uno de uno de estos hace tiempo, y tuve ocasión de realizar un posterior estudio al respecto. Los asesinos de luces no se conformarán con atrapar todas las mariposas que encuentren; son unos coleccionistas natos a los que solamente les interesan aquellas que encuentren posadas sobre las flores de la inocencia. Después de encerrarlas en un tarro y de toquetear sus alas para que no puedan volver a volar, comenzarán con los juegos malabares; y sin necesidad de venda en los ojos, porque disfrutarán viéndolo. Cuando terminen de jugar, no liberarán a las moribundas criaturas, trazando vanas excusas para justificarse. Las aplastarán con los dedos y las pisarán, les arrancarán de cuajo las alas y se reirán mientras lo hacen. Y en ese momento, morirá una estrella. Después, el asesino de luces buscará por la tierra el cadáver de esa estrella para fulminarlo hasta hacerlo desaparecer. Alguna vez, lo encontrará.
El mundo nunca se acaba para los crustáceos de sangre fría. Cuando nuestro planeta se haya convertido en un cementerio de vida, de colores y de sueños; ellos deambularán por entre las tumbas, ignorantes de lo que ocurre a su alrededor, o más bien impasibles. Seguirán comiendo, durmiendo, riendo, mirando todo desde su prisma de dos dimensiones. Nada habrá cambiado. Los asesinos de luces tal vez sean los únicos que lo sentirán de alguna forma, porque ya no les quedarán inocencias que destruir.
Yo me declaro irremediablemente perteneciente a ese sector más obsoleto de la humanidad al que todavía se le cae el mundo no una vez, sino decenas de veces. Soy capaz de definir el dolor como una garra que atenaza el corazón, y la alegría como una canción con los labios cerrados. Puedo escribir sobre el amor, aunque nunca lo haya sentido correspondido, y también leer poemas y derramar lágrimas. Escuchar un acordeón y experimentar escalofríos. Creer en las hadas y en los Príncipes Azules. Soñar con que algún día, alguien me despertará del Hechizo. Puedo, en definitiva, sentir. Y si para evolucionar hay que dejar de hacerlo, la verdad es que prefiero quedarme en mi mundo de nostalgias y de sueños imposibles, de romanticismo caduco e ingenuidad infinita. Y sé que desde aquí, soy un ser absolutamente vulnerable a los crustáceos de sangre fría, incluso a los asesinos de luces. Es lo malo de la ingenuidad: nunca te permite ver con claridad lo que está fuera de ella. Pero yo puedo sentir… sentir, con todas sus consecuencias. Sin sentimientos, que sería del Arte, y sin el Arte… qué frío se quedaría todo.Viva la derrota.