jueves, 25 de agosto de 2011

¿Siempre nos quedará?


En passant j’ai aperçu un très frais bouquet de violettes a tes pieds

Il est rare qu’on fleurisse les statues à Paris

[…] Et toi rien ne t’eut fait détourner les yeux des boues diamantifères de la place Clichy

André Breton

.

Lejos. En París. Bajo la lluvia, un acordeón dibujaba el contorno de la Tour Eiffel, salpicando de encendidos caligramas el invierno. Así lo imaginaba, tras leer tus palabras. Y sé que me esperaste mucho tiempo en un café que hoy no existe –tal vez jamás haya existido.

Pero París, de fiesta, tiene poco –por mucho que Hemingway se empeñe-; como tantas y tantas realidades, vale menos de lo que vale su sueño. Hubiera sido mejor seguir conservándolo como un destino evanescente que toma forma cuando cerramos los ojos y nos sentimos invadidos por un peculiar estado de ánimo propenso a la melancolía.

Decías tantas cosas de París. Pero no puedo creerte si André Breton se deja olvidado su estudio en ese museo de arte contemporáneo invadido de tuberías multicolores; si me ciega el sol por encima de un cielo azul como aquellos ojos que no se repetirán; si Notre Dame se desdibuja a la sombra de helados rascacielos y sobre sus muros centenarios las palomas ya no anidan por miedo a ser atravesadas. No puedo creerte, porque París es demasiado inmenso para ser París, y sus calles no acaban, y sus atardeceres aparecen diluidos por el humo de los coches.

Ya sé que me esperabas en algún mortecino café de Montmartre, pero las masas edulcoradas de turistas no me dejaban llegar. Y decías tantas cosas… ¿Pero cómo iba a creerte, si incluso Verlaine ha dejado de ser un personaje marginal para la opinión pública? Imagínatelo ahí, frente a su inevitable vaso de absenta; muy pronto empezaría a cobrar por cada mirada: una mirada, siete euros; ¡qué digo siete! Si en esa ciudad, nada baja de los nueve. Conociendo un poco a Verlaine, estoy segura de que, hoy por hoy, preferiría algún bareto de mala muerte de esos que hay salteados por Malasaña; por lo menos en ellos no le asaltarían las masas de turistas para trocearlo y venderlo por ahí en forma de reliquias.

Qué estoy diciendo. Ni Verlaine vive ya en este París en venta, ni tú me esperas en ningún café perdido de Montmartre. Al menos, no ahora; y temo decirte que aquí, en este siglo complicado, todavía no han inventado la Máquina del Tiempo: tú te quedarías esperándome –un rato, después te irías a alguna de tus fiestas- y yo… yo me marcho de la llamada Ciudad de la Luz sin haber podido encontrar la tuya.

Y volvería a París; sí que volvería. Pero solo si me dejaran retroceder algunas décadas, y así descubrirte sentado en una mesa del rincón, fumando un cigarrillo rubio, soñando con tus propios héroes caídos y restando también el tiempo que queda para marcharte. Para regresar a Madrid. Y volvería; sí que volvería: para decirte que no puedo creerme todo aquello que escribías de París. Excepto, tal vez, cuando las calles se encienden de penumbra y un acordeón dibuja el contorno de la Tour Eiffel, aunque no estemos en invierno y un grupo de japoneses me empuje para ver mejor. En esos momentos me parece verte frente a mí; y créeme cuando te digo que volvería.

Será mejor cerrar los ojos y soñar una vez más con el París soñado: ese sí que siempre nos quedará…


miércoles, 17 de agosto de 2011

A un sueño


Adiós. Hasta otra vez o nunca.

Quién sabe qué será,

y en qué lugar de niebla.

Si habremos de tocarnos para reconocernos.

Si sabremos besamos por falta de tristeza.

Todo lo llevas con tu cuerpo.

Todo lo llevas.

Me dejas naufragando en esta nada

inmensa.

Cómo desaparece el monte

-me dejas…-,

se hunde el río

-…en esta…-,

se desintegra la ciudad.

Despiertas...


Ángel González


Ojalá hubieras sido algo más que un sueño. Pero yo no soy más que una soñadora pesimista –si es que esos dos términos se pueden unir-, que sin embargo trata de evitar que te desvanezcas, que lucha por permanecer en ese inaparente estado de confusión que precede al despertar. No; no quisiera despertar aún. Ninguna ilusión había tenido los ojos color océano en los días de lluvia. Llegaste en un momento en el que es difícil olvidar, cuando mi esperanza expiraba débilmente bajo la nieve. Y yo… yo solo puedo soñar con no borrarme de tu recuerdo. Con volver a ver tus iris de tormenta. Pero si hablara, entonces… entonces me llamarías loca, y dirías que estoy lejos -¿no entiendes que eso no importa?- y que incluso el aire borra mis labios de desconocida. Por eso no hablo. Y entonces… entonces te apagarás suavemente en la distancia, de forma irremediable. Mejor dicho: yo me apagaré, porque tu luz es demasiado fuerte para extinguirse. Y volverán las sombras.

Cualquier mínima promesa podría conseguir que no me despertara. Ojalá hubiera sido yo algo más que una soñadora…


jueves, 21 de julio de 2011

La Leyenda del Trapecista


Todavía un instante, mientras todo se pierde,

la memoria que guarda la belleza de un rostro,

esos ojos lejanos que derraman

su claridad aquí, tan dulce y leve...

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Ángel González

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Hay historias cuyo final no nos convence. Seres tan lejanos que parecen haber muerto, aunque sigan respirando en algún rincón olvidado de nuestra realidad o en la otra punta del mundo –y si no en la otra punta, en un lugar suficientemente distante. Aunque, para ellos, nosotros seamos esa realidad olvidada. Aunque nunca nos hayan dicho que nos amaban. El tiempo y el espacio son dimensiones opuestas al frágil deseo humano, o al palpitar de una estrella fugaz en el firmamento. Entre la muerte y el olvido, ¿dónde está la frontera? Hay historias que el subconsciente trata de modificar, dibujando un nuevo y poético final que, si no feliz, al menos sí es lo suficientemente dramático como para satisfacernos. Porque las mejores leyendas surgen precisamente de un sueño insatisfecho. La que sigue constituye una más de entre todas esas historias soñadas:

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Todos adoraban al Trapecista. En el aire, su figura parecía un remolino de negro y ámbar refulgiendo como un loco y fogoso lucero sobre la penumbra de los días. No había nada más bello para contemplar que su silueta delgada, flexible; que aquel rostro aniñado sobre el que caían, con rebeldía incandescente, un par de mechones de cabello azabache. Su mirada era el ámbar de aquel fugaz torbellino: iris de miel derretida, tan dulce que hasta se podía paladear al perderse mucho tiempo en sus límites. Y así era él: un pedazo de cielo arrancado y depositado suavemente sobre la Tierra.

En cuanto a ella… Ella no era más que una joven frágil de cabellos dorados, tan leve que debía caminar con cuidado de no apagarse. Sin embargo, su corazón albergaba una diminuta esperanza: la de iluminarse con la luz que irradiaba aquel ser de fuego y sueño que era el Trapecista. Y esa diminuta esperanza ruborizaba las mejillas de la joven con una tenue claridad. Lo amaba en silencio, desde lejos, con la paciencia resignada de Penélope y la adoración ciega de Julieta.

Aquella noche, todo fue distinto. Nada existía fuera del inmenso mundo de la escalera de caracol, de aquel suelo brillante de mármol y la espectral luz dorada, proveniente de una gigantesca araña colgante del techo, que se extendía por el onírico espacio. La joven, mientras bajaba interminables escalones, reparó en que su persona poco a poco se iba haciendo más visible, más fuerte. Por el camino, se cruzaba con gentes extrañas que, a diferencia de otras noches, la miraban a los ojos y sonreían.

Al fin llegó la muchacha de cabellos dorados al final de la escalera. Una inmensa sala circular se abría ante ella y, situado en el centro, estaba el Trapecista, con el delgado torso desnudo y los negros mechones resbalando con osadía sobre la frente. En torno a él había un aura de luz blanca en cuya claridad flotaban diminutas partículas de polvo. La joven se fue acercando lentamente, hasta que la voz de él la detuvo. Y esta vez, fue el Trapecista –y su luz- quien caminó hacia ella y la miró, con toda la magnitud de sus ojos de miel. Dijo unas palabras en un idioma desconocido –al menos, para la muchacha-, y sonrió con sonrisa dulcísima. Entonces ella también sonrió, contagiada de sol. Y fue aquella sonrisa –y su mirada de luz- la que la convencieron del significado de las extrañas palabras. Él había dicho: “Te amaré siempre”.

Tras perderse unos escasos minutos en sus ojos, la joven se separó de su amor y comenzó a subir los escalones que antes había bajado. A medida que se alejaba, todo parecía oscurecerse; y también comenzó a nacer en ella una súbita inquietud aún indefinida.

El Trapecista, después de mirar a la muchacha de cabellos dorados por última vez, ascendió con agilidad por una soga blanca que le llevaría hasta lo más alto de aquella bóveda infinita, donde podría llevar a cabo su función. Un trapecio de bronce lo esperaba allá arriba, y el Trapecista se deslizó sobre él casi sin pensarlo, consciente de que cientos de ojos, dispersos por aquella escalera, lo contemplaban.

Entonces, ocurrió. Una de las blancas sogas que sujetaban el trapecio se rompió, y el Trapecista resbaló hasta caer por el inabarcable precipicio: su delgado cuerpo inmerso aún en aquella luz blanca. Atónita, desde algún escalón indefinido, la muchacha de los cabellos de oro lo miraba caer. Y tuvo que taparse la cara con las manos para no ser testigo de cómo aquella criatura chocaba contra el suelo de mármol. Miles de gritos mudos la hicieron abrir los ojos de nuevo, y la única diferencia que percibió a su alrededor fue que todo parecía más oscuro. Después, dos personas sin rostro cargaban una camilla cuyo ocupante habían tapado con una sábana blanca, y se lo llevaban fuera de aquella escalera y fuera también del mundo.

Y la muchacha frágil lloró, con un desconsuelo de luces apagadas y carne que se desvanece. Pero en el fondo de su corazón, supo que siempre brillaría aquella débil llama que nació tras las palabras impronunciables de él: “Te amaré siempre”. Y ella nunca dejaría de ser el amor del Trapecista, igual que a él nadie podría olvidarlo.

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En el fondo, me consuela saber que esta historia no es más que un sueño, que ese remolino de negro y ámbar que la inspiró –y que, posiblemente, nada tiene que ver con el Trapecista del relato- sigue brillando al otro lado de mi realidad, aunque hasta mí no lleguen más que los efímeros destellos de su recuerdo.

lunes, 27 de junio de 2011

Melpómene

"La gran guerra", René Magritte



[…] o se regresa de uno mismo a uno mismo,
y entre espejos impávidos un rostro
me repite a mi rostro, un rostro
que enmascara a mi rostro.

Frente a los juegos fatuos del espejo
mi ser es pira y es ceniza,
respira y es ceniza,
y ardo y me quemo y resplandezco y miento
un yo que empuña, muerto,
una daga de humo que le finge
la evidencia de sangre de la herida,
y un yo, mi yo penúltimo,
que sólo pide olvido, sombra, nada,
final mentira que lo enciende y quema.

De una máscara a otra
hay siempre un yo penúltimo que pide.
Y me hundo en mí mismo y no me toco.

Octavio Paz


Todo era extraño. Mi mejor amiga volvía la cabeza al verme pasar, para no saludarme; y tú me pedías consejo con tu amor, que no era yo. Hablabas: horas y horas, siglos y siglos. Yo sonreía y actuaba, como si el universo fuera un inmenso teatro. Después caminé mecánicamente hacia el mar, que estaba demasiado frío. Y la arena pinchaba, y el sol abrasaba mis mejillas. Alguien me dijo entonces: Mírame. Tus ojos… Ni siquiera los tienes verdes, sino del color del mar. Un verde grisáceo… tal vez azulado.

¿Esa sería la razón de aquel confuso desasosiego? ¿Que mis ojos nunca han sido del color que yo creía? ¿O acaso se trata de un color cambiante, como el mar? Si así fuera, ¿qué garantía tendría yo del color de mi mirada? ¿Ni siquiera las cosas aparentemente seguras lo son? Sonreí de nuevo. Soy una actriz maravillosa, igual que mis ojos. Si las obras al menos tuvieran un final feliz.

Alguien me habló y no pude escuchar lo que decía. Tampoco hubiera querido escucharlo. Porque todo acaba con una muerte, aunque sea una muerte espiritual, y lo importante es dejarse llevar en este desbocado escenario. Las lágrimas son lo único que no resulta necesario fingir.

Fue entonces cuando intenté despertar, pero me di cuenta de que ya estaba despierta. De que no existe un telón que se pueda cerrar.




jueves, 16 de junio de 2011

Una historia conocida

"Thinking of him", Roy Lichtenstein


Ahora siento lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede, por imposible, y calla.

Rafael Alberti


-No sé, ¿qué quieres que te diga? –respondí.

¿Quieres? No “quieres”, “quiero”. Con un “te” delante. Eso es lo que tendría que haber dicho; pero al fin y al cabo, ya no importa. Ni siquiera hubiera importado entonces. No acierto a adivinar si se habría resquebrajado el mundo o solo yo.

Me recupero rápido. Dos noches a base de Orphidal y tres o cuatro poemas pesimistas para asimilar la nueva realidad. Después, se trata de no pensarlo mucho. De evitar su nombre en las conversaciones y componer la más perfecta de las sonrisas mecánicas cuando los que no me conozcan se entusiasmen por las novedades. Y entusiasmarme yo también, con el frío entusiasmo de las muñecas de cera, ocultando la feroz tormenta que me consume las entrañas.

Lo demás es mucho más fácil. Dejar correr el tiempo y perseguirlo, si hace falta, para que acelere el paso. Hasta oír esas terribles palabras en boca de algún listillo, esas palabras que fulminan la máscara de indiferencia que tanto me ha costado componer:

“Si es que la culpa es tuya, por no haberle confesado nunca lo que sentías por él. Ahora, se te han adelantado…”


* El texto constituye un extracto de uno de mis actuales proyectos en el campo de la novela corta.

viernes, 3 de junio de 2011

Retorno a la ciudad difuminada


Ojos bellos de ojeras cercados:

¡ya veréis los palacios dorados

de una vaga, ideal Estambul,

cuando lleven las hadas a Oriente

a la Bella del Bosque Durmiente,

en el carro del Príncipe Azul!


Rubén Darío

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Hoy lo he comprendido. Dos vueltas al reloj de los años. Y regresar a Estambul, donde el viento es de plata y el Bósforo dibuja ensoñaciones sobre el agua hechizada, donde al anochecer se asoman los ocasos como extrañas brújulas celestes cubiertas de fuego, donde los cantos morunos de madrugada abren las cuerdas del corazón de par en par, y el aire huele a especias.

Tengo la sensación de algo incompleto que quedó allí, y que allí sigue esperando. No se trata de algo tangible, sino tal vez de alguna dimensión misteriosa de mi propia existencia que ahora flota suavemente sobre las aguas celestes del mar de Mármara. Y tengo miedo de volver. De que la Tierra no sea ya la misma cuando se produzcan los giros suficientes para que la visión de la Mezquita Azul, allá en el horizonte, sea de nuevo algo más que un recuerdo. Pero aunque no lo sea, ella seguirá allí, inmersa entre los gritos de los vendedores, la música moruna y el alegre caos diurno; mecida por la oscuridad y el silencio más oscuro por las noches, porque la noche en Estambul es más noche que en cualquier otra ciudad del mundo.

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En la distancia, Estambul me susurra al oído historias de amores imposibles, secretos milenarios y bailes orientales. Y yo la recuerdo como a través de un velo, difuminada. Tal vez siempre fuera así y no se trate de mi imaginación: tal vez la realidad no exista en Estambul. Por eso quisiera regresar. Para escapar, o para olvidar mi propia huida de mí misma. Para cerrar un ciclo que comenzó entre sus torres, pronto hará dos años. Y descubrir de una vez por todas si aún no se ha desvanecido…


*Os recomiendo la lectura de una antigua entrada, El aire de Estambul: http://marinacasadohernandez.blogspot.com/2009/07/el-aire-de-estambul.html

Entradas populares

Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título