Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme. Anduve más y más.
Luis Cernuda
Recuerdo las calles de París, tamaño XXL; para cruzar la calzada casi había que coger un autobús. Caminábamos y caminábamos bajo el sol de agosto, y el horizonte se manchaba de edificios aún más inmensos, de formas perfectamente cuadriculadas. Una no podía evitar sentirse diminuta, como Gulliver en el País de los Gigantes. La grandeur parisien, la llamaban.
Hoy he soñado que volvía a caminar por esas calles infinitas, solo que en esta ocasión estaban desiertas. Me invadía un desasosiego arquitectónico que lentamente iba llenando de plomo mi pecho, encogiéndome el cuerpo y embotándome los pensamientos. Todo a mi alrededor resultaba sobrecogedoramente hermoso, igual que mirar hacia altamar con unas gafas de buceo y presentir que más allá no existe nada, salvo mar.
Me avergoncé de mi ridículo sentimentalismo, de esperar una ciudad entretejida de acordeones o un Príncipe Azul a quien no le importa luchar contra el dragón que lanza llamaradas por la boca. París no tiene por qué ser París; puede más bien ser una estación vacía en el corazón, una inseguridad recalcitrante o un inexacto miedo que habita en las raíces imposibles del romanticismo. París me persigue como un eco, recordándome día tras día, hora tras hora, que no existe el mundo que imaginaba. Que todavía no he dejado de imaginar. Hoy he soñado que caminaba por aquellas calles vacías, y ni siquiera estaba dormida.
Sigo buscando una verdad entre todos los elementos desvanecidos del mundo. Fuera de mí, no la encuentro. Y entonces no puedo evitar preguntarme dónde está mi cuento, y en qué momento me alejé de él para perderme por estas realidades inmensas. El cielo, a lo lejos –muy lejos- me responde enviándome desnudos rayos de luz, sin rastro de sombra en sus definidos perfiles. En ese momento, descubro que nunca he existido.